Una muy bella frase del maestro Alfonso Reyes, como digno hijo de México, me dio luces para escribir esta reflexión, sobre China: No cabe duda: de niño, a mí me seguía el sol.
El camino hacia una política exterior exitosa –entre dos potencias en constante tensión– hace imprescindible el estudio profundo de la historia y la cultura de las partes involucradas.Porque –según Henry Kissinger– para que sea eficaz exige no solo el dominio de los conceptos al ejecutarlas, sino también de los matices. Y, realmente, solo unos pocos están capacitados para aportar esos matices.
China es el Reino del Centro (Zhongguo). Este es uno de los pilares que subyace en el corazón de sus creencias. Sin lugar a dudas, es el gran imperio de Asia Oriental. La cultura china es específicamente china, si se aplican las valoraciones occidentales; pero para sus habitantes chinos, la China fue durante siglos la cultura única posible, y válida universalmente.
Una China desde siempre
En otras palabras, es una civilización que no tiene un comienzo, sino que existió desde siempre y, en un momento determinado de desorden, surgió la figura heroica del emperador, que restablece el imperio, no lo crea. Otros dioses ya lo habían hecho.
El centro y sede de esa cultura era el Reino del Centro y el guardián legítimo de esa unidad cósmica era el Hijo del cielo, el emperador de China, que realmente gobernaba el planeta entero. Por eso, por existir desde siempre, los periodos de discontinuidad y falta de unidad son inexplicables para esa cultura.
Esto ayuda a entender el comportamiento de sus dinastías y la forma de ejercer el gobierno contemporáneamente, sobre todo frente a causas que pueden provocar discontinuidad. En general, la cultura política china opta preferiblemente por cualquier solución en la que se imponga la autoridad.
Para los entendidos, la única semejanza entre estos dos grandes imperios, Estados Unidos de América, expresión del occidente capitalista y cristiano, y la China en Asia Oriental, confuciana, y budista mayoritariamente, es que ambos, por razones diferentes, se creen el Reino del Centro: herederos del poder celestial que aspira a ejercer la hegemonía planetaria, con sus convicciones políticas, económicas y culturales y su manera de entender y relacionarse con el resto del mundo.
Dos culturas diferentes y enfrentadas
¿Por qué aparentemente lucen irreconciliables? Simplemente porque tienen historias, culturas, valores, ideas y creencias distintas. Hay algunos gobernantes chinos que se ufanan de una larga historia de 5.000 años, frente a una república muy joven con apenas 250 años de vigencia.
Los chinos piensan en ciclos dinásticos, con grandes depresiones solamente explicadas por causas celestiales que se suceden entre etapas de prosperidad y progreso y tiempos de discontinuidad y desorden en los que una dinastía cíclicamente sucedía a otra, y modernamente explica el ciclo de estabilidad de los primeros años del comunismo desde 1949, que casi le permitió duplicar la población a China, de 550 a 900 millones durante el mandato de Mao y a la que siguió una hambruna que dejó un estimado de entre 20 y 45 millones de muertos entre 1959 y 1961.
Por el contrario, los estadounidenses desde su independencia en 1776, han tenido una sola dirección hacia un mayor poder nacional y prosperidad personal. El tiempo para los gobernantes norteamericanos es lineal y creen en el progreso como un orden natural.
Los chinos son, por decirlo de alguna manera, particularistas. Creen que lo que es correcto para ellos no es aplicable para el mundo y viceversa. Por eso, con más razón aún se consideran el Reino del Centro.
Para los americanos, su credo fundamental es que todos los hombres nacen iguales. Y a partir de esa creencia se afianzan en los valores universales como la libertad y la democracia. Y en la convicción de que ambas deben ser asumidas por el resto de la humanidad.
El liderazgo chino privilegia los intereses de la comunidad sobre los individuales. Para los estadounidenses los derechos del individuo son sagrados y solo así puede sostenerse incólume la dignidad del ser humano, el progreso y la autosostenibilidad de las comunidades.
En China es muy fácil sostener que un estado fuerte es la mejor garantía contra el caos y las guerras civiles del pasado. A pesar de cierta apertura hacia el Estado de derecho, el Partido Comunista promueve la tradición confuciana de la jerarquía y la obligación como imprescindible para la buena y sostenida marcha de la sociedad.
En Estados Unidos son los derechos individuales los que hay que proteger de los abusos del Estado todopoderoso, de las invasiones en los asuntos y vida privada del ciudadano.
Crece la influencia china y se debilita la estadounidense
Las otras son diferencias que tienden a acentuarse, especialmente las políticas. Es el caso de la disputa por la independencia de Taiwán y el reclamo por los derechos humanos –cuyo peor momento lo constituyó la masacre de Tiananmen–.
Solo una acordada política exterior, ponderada y de respeto mutuo, puede pacificar y abrirle paso a un equilibrio de poder, que aleje tentaciones hegemónicas y estimule a ambas partes a construir juntos un mundo diverso con más armonía y menos tensiones y amenazas de violencia.
La jefa del Comando Sur de los Estados Unidos, general Laura Richardson, ha expresado recientemente –frente al Comité de Servicios Armados, en una audiencia sobre desafíos de seguridad en las Américas–, su preocupación por el incremento vertiginoso de la influencia en Sudamérica del gigante asiático y sus prácticas de inversión manipuladora en materia económica, diplomática, tecnológica, informática y militar.
China está en capacidad y tiene la intención –según Richardson– de promover su tipo de autoritarismo y amasar mayor poder e influencia a expensas de la democracia. Ha ampliado su capacidad para extraer recursos, instalar puertos de aguas profundas y construir posibles instalaciones espaciales de doble uso.
Después de la pandemia, desesperados los gobiernos latinoamericanos con el estado de su economía, abren licitaciones, pero solo aparecen postores chinos; sin inversión de los países occidentales, a estos gobiernos no les queda otra opción que aceptar sus ofertas.
A principios de la década del setenta, esta situación la había advertido a futuro el mismo Henry Kissinger, en funciones de secretario de Estado. Para entonces, el gran conocedor y estudioso de la cultura china, se encargó de orquestar de manera muy inteligente la apertura de las relaciones diplomáticas con el gigante oriental.
En un discurso en 1976, Kissinger exaltaba la importancia de las relaciones entre Estados Unidos y Asia, considerando esa región la más diversa, dinámica y compleja del mundo, y especialmente una nación a la que el tiempo podría transformar en una gran potencia.
De hecho, casi cuatro décadas después de su despegue económico en 1978, la China comunista, ha empezado desde hace más de dos décadas a disputarle la supremacía política a la democracia, la comercial al capitalismo y la militar a la primera potencia del mundo.
Sobre China, un libro vital
China y Estados Unidos, dos rivales que se disputan la influencia sobre el resto del mundo, con valores y mentalidades completamente diferentes comienzan a prefigurar la recomposición geopolítica de un nuevo orden mundial y traen de nuevo al escenario, la propuesta del dirigente de la política internacional más influyente de la segunda mitad del siglo XX, Henry Kissinger, quien cumplirá 100 años el 23 de mayo.
En un libro vital para la comprensión de las relaciones diplomáticas con la China comunista, titulado On China, su autor escribió:
Para enfrentar este nuevo desafío, en materia de política exterior, la propuesta consiste en retomar las ideas de Immanuel Kant, plasmadas en su obra La paz perpetua, y según las cuales esa paz perpetua en el mundo puede darse por dos vías: por la convicción humana o porque los conflictos humanos o las catástrofes no le dejen a la humanidad otra alternativa.
Kissinger, alineado en la escuela del realismo político, en la que ya es un clásico junto con sus más representativos partidarios: Maquiavelo, Niebuhr, Morgenthau y Keenan, plantea la teoría de que los principales actores en las relaciones internacionales se comportan de forma semejante, tratando de aumentar continuamente su poder.
El poder es el elemento central de la política internacional, y el equilibrio de poder se nos ofrece como la técnica más efectiva para el mantenimiento de un cierto orden en un sistema por esencia competitivo y complejo.
Afirmando su doctrina política en el plano internacional, echa mano de una anécdota, ocurrida mientras trabajaba en secreto la apertura de relaciones diplomáticas con China, ya recomendada como estrategia y desoída en la disputa actual, entre Rusia y Ucrania.
Recuerda Kissinger el día en que con el premier Chou En-lai tenía que firmar un famoso comunique, momento en el cual el mandatario chino le dijo: Eso hará temblar al mundo –se refería a la apertura de relaciones y al ascenso chino–, a lo que Kissinger le respondió: La relación entre China y Estados Unidos debería servir para unir esfuerzos, no para hacer temblar el mundo, sino para construirlo.
Epílogo
Jacob Burckhard, el célebre historiador suizo, creía haberlo visto todo en el siglo que le tocó vivir y fue profético, contra sus deseos, con varios de sus juicios que en contextos distintos, hoy continúan siendo amenazas latentes para la vida y el empobrecimiento cultural y espiritual del ser humano. En un exquisito y extenso ensayo sobre una de sus ya clásicas obras, el historiador de la cultura, ya viejo, escribe estas dos frases de terrible clarividencia:
La primera
Hace tiempo estoy convencido de que muy pronto el mundo tendrá que escoger entre la democracia total o un despotismo absoluto y violatorio de todos los derechos. Tal despotismo no será ejercido por las dinastías demasiado sensibles y humanas todavía para tal extremo, sino por jefaturas militares de pretendido cariz republicano. (…) Por fuerza sobrevendrá, si hay lógica en la historia, un régimen organizado para graduar la miseria, con uniformes y ascensos, en que cada día empiece y acabe a toque de tambor.
La segunda
El afán de lucro y el afán de poder se han apoderado del mundo, y esta marea creciente producirá una era de esterilidad para la cultura y una continuidad incesante de guerras.
Sin duda, las proyecciones atroces de este historiador guardan vigencia, solo que con otros actores, nuevas ideas y otros escenarios. Lo distinto es que nunca el gran historiador de la cultura, que creía haberlo visto todo, podía imaginar una revolución digital que cambiaría todos los patrones de comportamiento del ser humano.
Y que quienes controlan el poder y el equilibrio del poder, pudieran encontrar en las nuevas tecnologías el mecanismo mágico para evitar confrontaciones en el campo de batalla, para librarlas en el terreno tecnológico y espacial, desde donde todos podemos ser controlados sin confrontar y la guerra que ayer producía cadáveres, ahora produzca idiotas.
La lucha entre estas dos grandes potencias apenas comienza, y ojalá que, como siempre lo ha pensado el maestro de la diplomacia Henry Kissinger, se impongan las convicciones humanas, el equilibrio de poder y el sentido común, en un mundo diverso, plural y multipolar, donde cada quien puje por lograr mayor influencia económica, más ventajas de su sistema político y un sostenido afianzamiento de sus valores culturales, en un marco de respeto y tolerancia, donde el fin último sea la paz perpetua.