Quisiera llamar la atención sobre el fenómeno del radicalismo destructor que, ahora mismo, amenaza a los sistemas democráticos del mundo. Sin que ello suponga desconocer las realidades económicas y sociales de los países, ni tampoco las coyunturas en que se han desatado hechos de extrema violencia, cuando se leen con detenimiento reportajes y crónicas, así como los testimonios de víctimas, testigos y hasta de los propios protagonistas de la violencia, uno podría preguntarse, por ejemplo, si entre los grupos que han protestado en Francia —los llamados chalecos amarillos que aparecieron en octubre de 2018—; los que irrumpieron en Santiago y luego en otras en ciudades chilenas en el 2019 y que han prolongado su activismos hasta el 2020; y las protestas que están ocurriendo en varias ciudades de Estados Unidos, tras el asesinato del afroamericano George Floyd, por parte de un funcionario policial en Minneapolis, Minnesota, el 25 de mayo, tienen características en común.
Quiero insistir en el cuidado con que formulo mi pregunta: sin olvidar que en Francia, el aumento de los precios del combustible prendió la mecha de un amplio movimiento de protestas para denunciar la injusticia fiscal y el empobrecimiento de las clases medias; sin olvidar que en Chile, tras la reacción a un aumento de los precios del transporte público, las consignas y mensajes de los atacantes ampliaron el contenido de sus críticas hacia el deterioro del salario, la desigualdad y la ausencia de protección laboral; sin olvidar que, en el caso de Estados Unidos, la problemática racial acumula siglos de historia y complejidad; sin olvidar que, en definitiva, los distintos movimientos de protestas están vinculados a condiciones y problemáticas inocultables, a pesar de todo ello, tampoco puede negarse la aparición, en los ejemplos mencionados y en muchos otros, de formas de violencia verdaderamente extremas y destructivas.
Lo primero que sorprende es la velocidad con que irrumpen. Apenas se han iniciado marchas o concentraciones, los violentos aparecen y, lo que era una acción pacífica, por lo general de carácter reivindicativo, se convierte en una feroz turbulencia que destruye bienes públicos o privados, saquea comercios y hace añicos a vehículos, ataca a reporteros y equipos de televisión, rompe vidrieras, puertas y accesos a locales y edificios y, en algunos casos, usa el fuego como arma de aniquilación, como ocurrió en Santiago de Chile en octubre de 2019, cuando una pequeña turba provocó el incendio de un supermercado y acabó con las vidas de tres personas.
Es llamativo que estos desafueros alcancen a veces lugares y edificios que, por la naturaleza del bien que proveen, no deberían ser blanco de los ataques de los delincuentes. Me refiero a ambulancias, clínicas y sedes hospitalarias, a iglesias de distintos credos o a escuelas y centros educativos.
El radicalismo destructor, en lo esencial, no tiene relación alguna con el motivo original de la protesta. Su conducta es parasitaria: aprovecha ciertas coyunturas para perpetrar su devastación. Marchas y concentraciones callejeras le resultan el escenario adecuado para ponerse en movimiento: provocar el caos, desatar confrontaciones con los cuerpos de seguridad, destrozar lo que encuentra a su paso, con la ventaja de la confusión, oculto tras un pasamontaña o una mascarilla. En realidad, el radical destructor es un cobarde que intenta escudarse y diluirse en la acción de los ciudadanos.
Pero su acción es funesta en varios sentidos. En primer lugar, porque deslegitima la protesta inicial. La anula, la convierte en una sucesión de batallas entre los violentos y las fuerzas de seguridad. En segundo lugar, porque el radical feroz se apropia del espacio público e impide que los ciudadanos ejerzan un derecho que es sustantivo: hacerse escuchar, protestar de forma pacífica, cuando asume que sus derechos han sido violados. Y, en tercer lugar, porque la causa original desaparece, desplazada por el sempiterno debate del tema represión y derechos humanos, siempre una materia fácilmente manipulable por los enemigos de las libertades.
El fenómeno del radicalismo destructor, que sobrevivió a la crisis de la izquierda en todo el planeta en el último trecho del siglo XX, y que ha reaparecido en América Latina, Estados Unidos y Europa en los últimos años no es exclusivamente político: está constituido por ultraizquierdistas, delincuentes comunes, personas que deambulan en las calles sin un norte, desempleados crónicos, drogadictos, buscavidas y carteristas. Esta multiplicidad, que puede encontrarse en cualquier ciudad mediana o grande, explica por qué los violentos aparecen tan rápidamente.
La ciudadanía debe entenderlo: los violentos siempre están allí. Son personas que viven al acecho de las oportunidades que puedan presentarse. En lo que una protesta se convoca o toma cuerpo, atraídos por la oportunidad, se ponen en acción. ¿Son espontáneos? No. Están siempre esperando la ocasión de destruir, movilizados por un profundo y peligroso resentimiento social. Es ese resentimiento el que aprovechan los grupos antisistema, la ultraizquierda y las redes de delincuentes.
El resentimiento es el factor que crea plataformas para la acción articulada de militantes y malandros. Pero nadie debe subestimar la peligrosidad que esto conlleva. La alianza entre delincuentes y comunistas —como los del Foro de Sao Paulo— ha mostrado una peligrosidad que no puede obviarse. La incorporación de métodos de la delincuencia y de los delincuentes a la política es una realidad que los demócratas estamos en la obligación de denunciar y enfrentar.