En el sentido más pragmático del término, el populismo es la política de convertir a los demagogos en millonarios y a los millonarios en demagogos, ha dicho el escritor mexicano Carlos Fuentes. En mi percepción, no es otra cosa que la versión esquelética y degenerada de lo que fue la izquierda que pretendía cambiar el mundo mediante el ideario marxista-leninista.
Pero, por otro lado, también es la versión fracasada, con sus giros particulares, del estado de bienestar y de fórmulas liberales mal implementadas o inoportunas, en el caso de América Latina, que han dejado la solución de los graves problemas en tierra de nadie, para que los náufragos de esa izquierda ruinosa y de aventureros de toda índole vuelvan a tomar oxígeno.
El populismo, en términos conceptuales, no es otra cosa que la implementación de políticas públicas populares por gobiernos de distintos signos ideológicos, dirigidos a ganar simpatía y a mantener una clientela sin importar los costos económicos y las vulneraciones al Estado de Derecho.
Es dicotómico, maniqueo, la contracara del mérito y la ciencia, el predominio de lo emocional sobre lo racional, y el culto al folklorismo y al populacho. Una verdadera manipulación de las masas que va encontrando sus mejores instrumentos en el asistencialismo sin límites, la protección social y la propaganda y la publicidad, para tener dominio absoluto de la clientela antes de implantar un autoritarismo difícil de descifrar, porque sus comportamientos son aleatorios y sin escrúpulo alguno.
Al igual que acontece en el enamoramiento cuando contemplamos de lejos alguna mujer que nos hechiza por su belleza y cuando estamos frente a ella descubrimos su fealdad; lo mismo le sucede a la masa cuando la seduce un líder populista, carismático y mentiroso desde la tribuna y, cuando obtiene el poder y actúa, descubre que es un monstruo. Entonces decimos desengañados: lo que pasa es que tiene buen lejos.
La rebelión de las masas
Muchas de las verdades escritas por filósofos y hombres de ciencia ayer, en un contexto determinado, pueden cobrar hoy una fuerza inusitada, mucho mayor que en el pasado. Ortega y Gasset escribió La rebelión de las masas en el periodo entre la primera y la segunda guerra mundial. Apareció por capítulos en 1927 en el diario El Sol, que se publicó entre 1917 y 1939 en España
Son los tiempos de la ‘Revolución de octubre” en Rusia (1917). Nace el Partido Nacional Fascista (1921-1943), que llevó al poder en 1922 a Benito Mussolini; el Nacional Socialista (1920-1945), el instrumento de intermediación para que Hitler llegue al poder en 1933; el Partido Comunista Italiano (1921), y en casi toda Europa occidental nacieron otras agrupaciones políticas principalmente de izquierda y otras de centro derecha.
Lo escribió en un momento de transición muy especial de la historia de Europa, en que aparecían las primeras organizaciones de masa que ayudaron a derrotar a el fascismo italiano y a el totalitarismo alemán y que, después de finalizada la segunda guerra, decantadas estas, alentarán a las sociedades a retomar el camino de la paz y la democracia y se convertirán en el medio por excelencia de representación de los ciudadanos.
El individuo pasará a constituirse en hombre-masa. Ello lo hace una masa diferenciada con un individuo que se agrupa socialmente para llegar al momento supremo que Elías Caneti llama de descarga, en que cada uno consigue la igualdad como ciudadanos agrupados en segmentos ideológicos. Eran en este caso masas bien diferenciadas.
El hombre masa de Ortega y Gasset
Es importante señalar qué es lo que Ortega entiende por masa, y en este sentido es bueno aclarar que para este filósofo el concepto de rebelión carece de poderío social y político: masa es todo aquel que no se valora a sí mismo –en bien o en mal– por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo y, sin embargo, no se angustia, se siente idéntico a los demás. Para Ortega la definición tiene una connotación fundamentalmente psicológica.
Según este autor hay dos clases de seres humanos. Los que se exigen mucho y acumulan sobre sí muchas dificultades y deberes, y los que no se exigen nada especial, sino que viven para ellos en cada instante lo que ya son. Esa división de la sociedad en masa y minorías de excelencia, no es –dice Ortega– por tanto, una división de clases sociales, sino de una clase que cada día se exige más y más, y la que no se exige nada y le da igual permanecer en el mismo status.
Las mayorías, de acuerdo con Ortega, están sustituyendo a las minorías hoy en mayor medida que antes. Se han creado los medios y ellas tienen el apetito. Pero no puede ser solo en el orden de actividades que provocan placer. Creo –decía entonces– que las innovaciones políticas, como ahora –digo yo– las tecnológicas y comunicacionales, nos están llevando al imperio político de las masas.
Y continúa… “La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, conciencia legal, eran sinónimos”.
Hiperdemocracia
Hoy asistimos, confiesa adelantado, al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio.
Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos los defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de políticas públicas que ellos. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer sus tópicos de café.
Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo de hiperdemocracia:
La característica del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica, ser diferente es ser indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y sólido. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre el riesgo de ser eliminado.
Este es el hecho más destacado de nuestro tiempo –decía–, descrito sin ocultar la brutalidad de la apariencia, que ahora se manifiesta en la siniestra mano que acompaña el like que hace a la masa todopoderosa y a cada individuo empoderado de vacío capaz de sustituir todas las fuentes de conocimiento y sabidurías por creencias, hedonismo y posverdad.
En la historia antigua, la declinación del Imperio Romano fue también la época de la subversión del imperio de las masas, que absorbió y anuló a las minorías dirigentes y se colocó en su lugar.
El dirigente del imperio de las masas
Esa masa tiene en esta etapa de la historia que vivimos, expresiones genuinas en dirigentes que empatizan directamente con ella, son su voz, su encarnación, pues tienen sus mismos hábitos alimenticios, no poseen modo, se comunican con el mismo desenfado de la masa. Les gustan los desplantes, son autoritarios, carecen de solidez intelectual, son esenciales como la gente común. Son autosuficientes y soberbios y, como no les gusta mostrar su ignorancia, reniegan de la ciencia y los especialistas.
Son populistas que hoy gobiernan en algunas democracias en nombre de mayorías que ya no representan, porque la gente cuando se les acercó, los conoció y los vio actuar, se percató de que eran verdaderos peligros, para sus sociedades, la paz y la democracia. Los que se mantienen en el poder lo hacen a la fuerza y sometiendo a sus países a las privaciones y los sufrimientos más impensables, donde para nada se respeta la vida, menos los otros derechos.
Esa masa hoy está también empoderada de una fuerza inédita en la historia de la humanidad: la revolución de la técnica y la comunicación que ha logrado, alucinatoriamente, hacer a la masa supuesta protagonista de la historia, conversatilidad para destacar cada individuo, en todas las artes, las profesiones y los oficios.
No solo protagonista sino también mercader de su propio cuerpo. Físico mercado de su propia sensibilidad y existencia, reducido a un nivel mucho más indigno que en el pasado, al transformarlo en esclavo inconsciente de las tecnologías y objeto de la oferta y la demanda.
Las amenazas de los tiempos
Vivimos un peligroso pasaje de la historia en que convergen, como en otras situaciones similares, factores que pueden ser detonantes inminentes de una crisis mundial de dimensiones inimaginables:
En primer lugar, una tendencia cada vez más marcada de un vacío de liderazgo, en un momento en que se tensan todos los hilos de poder mundial en la defensa de los particulares intereses de las naciones, y de las grandes potencias presionando por la hegemonía mundial. Sin reglas de juego ni árbitros solventes y, por lo tanto, creíbles, que puedan garantizar la paz perpetua.
En segundo lugar, el ascenso cada vez más evidente de la masa desplazando a las minorías calificadas del poder, para imponer populistas enfermos de exaltado nacionalismo, que encarnan sin ninguna responsabilidad la conducción de las naciones y las llevan a la ruina y el caos. La vulnerabilidad del imperio de la ley por un relajamiento condicionado por los intereses de la mayoría y por conveniencia política.
Ha empezado a practicarse de alguna manera la discrecionalidad en la aplicación de la ley, que antes existía porque ningún sistema es perfecto, pero no se hacía tan evidente.
Por último, la revolución de la tecnología y las comunicaciones ha transformado la vida del planeta y con ello todos los hábitos, haciendo al individuo, simultáneamente, más individuo, pero a su vez más masa, más descorazonado, más simple y más conforme.
Las regulaciones y los controles tardan mucho en llegar, mientras tanto la humanidad se empobrece sin saber qué es verdad y qué es mentira de la sobreinformación e inmundicia que corre por las redes.
Esto es lo peor que puede pasarle a una comunidad que no sepa dónde está la verdad, y que solo tenga acceso a asuntos primarios y perversos que los algoritmos saben elegir con maestría de acuerdo con los niveles de conocimiento elementales de las grandes mayorías.
La democracia se debilita en el mundo
Este panorama cobra dimensiones alarmantes, si la sociedad democrática y el modelo por excelencia, los Estado Unidos de Norteamérica, de sólida y ejemplar democracia, comienza a exhibir algunos síntomas de descomposición producto del contagio del mal latino: el desorden, la inercia, la fragilidad institucional, la emotividad y sobre todo, sin una política exterior consistente y con rumbo claro, inteligible para sus aliados.
No logro entender las razones o dónde está el cuello de botella que hace que la elite ponga a escoger en un momento tan difícil para la humanidad a su sociedad, entre un mamarracho, ya desenmascarado como un populista pícaro y de baja ralea como Donald Trump y un anciano tambaleante y extraviado mentalmente como Joe Biden.
Algo extraño pasa en esa gran nación, y debe revisarse, que tiene seis de las universidades más importantes de diez, en los cinco primeros rankings calificadores en el mundo, de donde salen graduados jóvenes super-estrellas en todas las disciplinas del saber que pueden hacer carrera política y aspirar a la Presidencia.
Nada en política es predecible. Nadie sospechaba el horror que se aproximaba a Europa en una de las etapas más seguras, pujantes y florecientes que se conoce como la bella época, anterior al inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914.
El gran escritor austriaco Stefan Zweig nos dejó dos grandes enseñanzas de esa vivencia que hoy pueden servirnos de advertencia: Así nacen siempre las guerras de un juego con palabras peligrosas, de una sobreexcitación de las pasiones nacionales; y también de los crímenes políticos. La otra, es que el progreso tecnológico no corre paralelo al fortalecimiento moral y que la historia puede repetirse.