Jorge Luis Borges dibujó la bella imagen -que usamos como título de esta nota- movido emotivamente por unas cartas de Heine de 1830, cuando entre sus ensoñaciones y sus amoríos de modesto casanova escribía de ciertos pájaros que preludiaban con su canto revueltas físicas de la naturaleza – tornados, terremotos, tormentas e inundaciones– y, así como ellos, seres humanos que divisan desde lo íntimo de su alma revoluciones. Borges aprendió el alemán de la mano de Heine, después de intentar infructuosamente hacerlo con Kant y su Crítica a la razón pura.
Stevenson comentará sobre Heinrich Heine, después de leer uno de sus mejores poemas, es el más perfecto de los poemas del más perfecto poeta. Menéndez Pelayo, dirá que Heine era el ruiseñor alemán que hizo su nido en la peluca de Voltaire.
Tenía la gracia, la facultad, el poder y la donosura para visionar, advertir, predecir o presagiar el futuro como ningún otro poeta de su siglo. Era realmente un genio heterodoxo, liberal radical, antidogmático, libre y de altísimo vuelo para acertar en la dirección correcta –por la que había que tomar partido en su contexto histórico nadando a contra corriente–, lo que era más conveniente para Alemania y para el mundo en el tiempo que le tocó vivir.
De allí una frase que recoge la longeva intensidad de su humanismo, cuyas voces llegan con clara nitidez hoy a nuestros oídos:
La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca.
Dusseldorf, cuna amada para Heine
La cuna de su despertar al mundo, el 13 de diciembre de 1797, sería la ciudad de Dusseldorf, atravesada por el Rin de norte a sur. Su gris y melancólico cielo le dan una belleza muy singular a esa villa destruida casi en su totalidad durante la Segunda Guerra Mundial. Hijo de una adinerada familia judía, sus padres Samson Heine y Berta Heine, de soltera Peyra van Geldern, fue el mayor de cuatro hermanos al que seguían Charlotte, Gustav y Maximilian.
En ese espacio geográfico transcurrió su infancia viendo ir y venir a comerciantes venidos de todas partes del país. Él era un enamorado de su ciudad, tenía textura en su corazón, aun siendo alemán, de ese regionalismo catalán y marabino, que en ocasiones también disminuye:
Dusseldorf es una ciudad muy bonita, y cuando desde lejos se piensa en ella y da la casualidad que se ha nacido allí, el ánimo se torna extraño. Nací allí y para mí es como si debiera ir inmediatamente a casa. Y cuando digo ir a casa, quiero decir, a la calle Bolker, a la casa en donde nací.
Los tres sinos de Heine
Heine nació judío alemán, en un lugar equivocado, en un momento equivocado. Además de judío, en política fue un radical e inteligente cuestionador del absolutismo. A esta doble condición se suma una tercera que lo marcaría desde los trece años: su amor y devoción por la Revolución Francesa y su admiración fervorosa por Napoleón I.
El mundo entero conoce el calvario de los judíos desde la destrucción del segundo Templo de Jerusalén en el año 70 dC y su diáspora hacia varios continentes. Su historia está llena de vicisitudes por la convivencia con otros pueblos donde eran aceptados tanto en tierras cristianas como musulmanas por ser los primeros monoteístas, pero siempre ubicados en los márgenes de las sociedades no judías. En Alemania, por condiciones históricas propias de la cultura germana, siempre fue más acentuada esa discriminación.
Hubo momentos de normalización como iguales, y episodios muy difíciles. Tras el advenimiento de la revolución en 1789, que conmovió toda la estructura económico-social de Europa y el posterior surgimiento de los nacionalismos, el status y la emancipación de los judíos pasó a ser un tema de debate, y la idea de una nación para el pueblo judío fue progresivamente tomando cuerpo, para ese entonces apátrida.
Su alta consideración a Napoleón
Napoleón había emancipado a los judíos alemanes como la revolución francesa a los judíos franceses. En 1805, luego del triunfo de Austerlitz, al año siguiente, en pleno auge de su expansión, Napoleón se anexionó el Gran Ducado de Berg y designó a Dusseldorf como su capital. Durante un lapso de tiempo de casi diez años, por primera vez en la historia de los judíos, pudieron salir del gueto, estudiar en las universidades e incorporarse a la vida civil en profesiones liberales como el derecho.
En 1811, Napoleón entró en Dusseldorf y pasó frente a la calle Bolker, donde estaba la casa del joven Heine. Su imagen se haría inolvidable para el adolescente, que lo convertirá en su referente político más valorado, por todos los cambios que encarnó. Heine desbordaba alegría de saber que tenía soldados franceses en su casa. A lo que agrega Teodoro Llorente: Un tambor mostachudo y vivaracho le enseñó a chapurrear el francés, a tocar la Marsellesa y a conocer las más famosas hazañas de Napoleón.
Pero en 1815, a la caída de Napoleón, con la llegada del conservador Klemens von Metternich al poder, el retroceso será brutal y Dusseldorf volverá a las manos de Prusia. Se abolirán las legislaciones laborales y los judíos fueron marginados otra vez y obligados a vivir de nuevo de acuerdo con los códigos medievales.
Heine pronto desilusionará a su padre, que lo quería un hombre de negocios y a su madre, que lo soñaba un glorioso general alemán. No le gustaban los números y tenía ciertas reservas con el derecho, pero inducido por su tío Salomón lo cursó entre las universidades de Bonn, Gotinga y Berlín. En esta última será discípulo nada menos que de Hegel, pero el derecho terminó inspirándole la misma repulsión que el álgebra, el cálculo y los logaritmos.
Al final, ya doctorado, terminó convencido de que ese tampoco era su camino y afirmaba:
¡Qué horripilante libro, exclamaba, el Corpus Juris, la Biblia del egoísmo! He aborrecido siempre el código romano y a los romanos mismos. Estos bandidos querían poner en seguro su botín y se esforzaban en garantizar con las leyes lo que habían robado con la espada: el romano era a la vez soldado y jurisconsulto. A aquellos ladrones debemos el derecho romano, que alcanza tanta estima y que está en oposición flagrante con la religión, la moral, la humanidad y la razón.
La influencia de las ideas francesas
Judío alemán, pronto se sentirá cautivado por el ideal revolucionario de Francia, la rival por antonomasia de Alemania o particularmente de Prusia. Pero, revolucionario, entre las dos posturas políticas entre las que se debatía su país para ese momento histórico, eligió la posición liberal de un gobierno representativo, igualitario ante la ley, con derechos civiles y libertad de expresión en lugar del absolutismo, controlado por una nobleza que lo decidía todo con especial injerencia en asuntos de arte, literatura y música.
Ya reconocido entonces como un gran poeta por su Libro de los cantares, publicado en 1827, Heine se transformó en un elemento perturbador para el establishment. Su pluma encendida era un arma que incomodaba, y a pesar de que él hizo algunos movimientos para deshacerse de algunas cargas, como era el caso de abrazar el luteranismo a los 25 años, de muy poco le sirvió. Sistemáticamente, se le fue tendiendo un cerco hasta que se vio obligado a marcharse a París.
Aunque ampuloso en su estilo, quien mejor define el Heine de ese momento es el maestro Teodoro Llorente, quien escribe:
Luchaba, pues, Enrique Heine con juvenil arranque contra toda autoridad, contra la autoridad política y literaria, y el arma que esgrimía no era la docta disertación, la exégesis erudita y el análisis minucioso… sino el estoque afilado y ligero de la ironía aristofánica. Nada podía molestar más a los políticos graves y ceremoniosos y a los doctores rígidos y malhumorados, que guardaban la Acrópolis del Estado y del arte. Heridos por sus flechazos ponzoñosos, declararon la guerra a muerte a aquel vándalo sin ley y sin Dios.
El joven poeta, ya sentía emocionado la razón primera por la que dejaría Alemania y partiría a Francia –como destino final de su vida–, cinco años después, por eso había escrito desde 1828:
La libertad es una religión nueva. La religión de nuestro tiempo. Si el Cristo no es su Dios, es por lo menos un sacerdote sublime de ese culto, y su nombre ilumina con resplandor celeste el alma de sus discípulos. Los franceses son el pueblo elegido de la nueva religión, en su idioma se han formulado sus primeros evangelios y los primeros dogmas; París es la nueva Jerusalén y el Rin es el Jordán que separa de los filisteos la Tierra Santa de la libertad.
El último romántico
Heine es considerado por buena parte de la crítica como el último romántico. La publicación, en 1827, de su Libro de las Canciones o de los Cantares (Buch der Lieder) escrito entre 1817 y 1826, se convirtió en un gran éxito editorial con 13 ediciones en vida del autor. Representa la colección de 247 versos agrupados en cinco largos poemas, los cuales fueron publicados la mayor parte en periódicos y revistas durante los años mencionados.
Heine, con esta obra, para muchos la más representativa e importante, para otros no la mejor, da por concluida la línea sentimental y anticuada de la poesía para abrirle el paso a un lenguaje más preciso, sencillo y realista.
Editada a partir de la solicitud de amigos, organizó cronológicamente sus baladas, romances, tragedias y sonetos en una gran antología. Traducido a 42 idiomas, fue el primer poemario que se llevó al japonés. A partir de entonces, el poeta vistió el lirismo de un lenguaje cotidiano, y elevó a la categoría de géneros considerados menores, el artículo periodístico, el folletín y los libros de viaje. Entre los versos más conocidos figuran: Almansor y William Ratcliff, Die Loreley, Intermezzo, Poseidón, Doña Clara, Don Ramiro, La Rosa, El Lirio, Los trovadores, En el maravilloso mes de mayo, Los granaderos, y muchos otros. En mi caso comentaré solo tres.
Tres de las canciones más populares
Almansor fue publicada entre 1820 y 1822 –la tragedia de dos amantes moros a quienes separan los conquistadores cristianos de Granada–. Heine estaba enamorado de esta tragedia y de William Ratcliff. De ambas, solo llegaría a poner en escena Almansor, drama que el público amaba tanto como su lírica.
Heine atribuyó su fracaso a un oficial de la guarnición que organizó la silba, creyendo que el autor de la tragedia era un judío, con el mismo apellido, que lo había estafado. Calificada por la crítica de anticristiana, puso en evidencia que Heine en verdad no tenía talento para el drama. William Ratcliff no fue aceptada en ningún teatro. Almansor fue un presagio de lo que ocurriría más de un siglo después. En ella está escrita la visión de Heine: Ahí donde se comienza por quemar libros, se termina por quemar seres humanos.
Entre los poemas más conocidos y celebrados está Die Loreley (1823), casi un segundo himno para los alemanes. Trata sobre la historia de una mítica doncella que, sentada en la cima de un peñasco a la orilla del Rin, atrae con su canto a los navegantes.
El pescador en su pequeña barca
apresado en su anhelo y suspiro.
No ve las rocas no las abarca
solo allá arriba se pierde en su mirar
Creo que el oleaje pronto arrojará
a ambos, a su fin, a la barca y el ser;
Eso es lo que esa canción logra
la Loreley en hechizante atardecer.
El Intermezzo lírico sería el poema que se robó el corazón del público, el que lo convirtió en el poeta más leído, cantado y celebrado en Alemania y la principal fuente de inspiración para los músicos. Un largo poema compuesto por un prólogo y 65 estrofas. La verdad del sentimiento y la naturalidad y fuerza en la expresión serán los dos recursos más poderosos de los cuales será portavoz el poeta. De este poema escribirá Gérard de Nerval, buen amigo y traductor al francés:
Al leer el Intermezzo lírico experimentáis una especie de espanto, os ruborizáis como si sorprendieran vuestro secreto, y palpita vuestro corazón al compás de sus breves estrofas, las lágrimas que habéis derramado a solas en el fondo de vuestro cuarto, las encontrarás allí, entretejidas y cristalizadas en una trama inmortal. Parece que el poeta haya sorprendido vuestros sollozos, y en verdad son los suyos los que encerró en sus versos.
Muchos de los poemas del Libro de las canciones fueron musicalizados por los grandes clásicos de la música: Robert Schumann, Richard Strauss, Franz Schubert, Franz Liszt, Félix Mendelssohn, y Johannes Brahms, entre muchos otros.
Para la crítica, Heinrich Heine fue tan amado como temido. Su comprometida labor como poeta, periodista, crítico, político, ensayista, escritor satírico y polemista le había granjeado un profundo respeto de simpatizantes por sus ideas, paro más animadversión y temor de sus adversarios. De ahí su permanente hostigamiento por los círculos de poder, donde su implacable sensatez, su mordaz ironía y su frontalidad resultaban extremada e insoportablemente incómoda.
Un nuevo hijo de Francia y de la libertad
Heine llegó a ser el poeta más notable de Alemania, posterior a Goethe y a Schiller, y uno de los más leídos y amados. Llegó a París a los 34 años, en 1831, a la que consideró la capital de la libertad y de los espíritus libres. En esta ciudad encontró el ambiente propicio para estimular su talento creativo y desplegar sus alas lejos de la opresión y el hostigamiento del gobierno prusiano.
Pronto confraternizó con la elite parisina que, como él, estaba enamorada del ideario de la revolución: Libertad, Igualdad y Fraternidad. En uno de sus tantos paseos, ya familiarizado con la capital francesa, descubrió para su fortuna una hermosa dama empleada de una zapatería, de nombre Mathilde Mirat, de la que se enamoró perdidamente, solo que ella no coincidía en nada con las ideas y el estilo de vida de Heine: no le interesaba la cultura, no le gustaba leer y por si esto no fuera suficiente, no hablaba alemán. Sin embargo, lo amó, lo asistió y lo cuidó hasta su último suspiro.
Era un escritor popular en Alemania, pero la verdadera fama le llegará con los Cuadros de viaje, escritos entre 1826 y 1830 antes de abandonar su país, que reúnen en cuatro tomos narraciones de diversos viajes por Europa, especialmente por Alemania e Inglaterra, en donde aparece este pasaje:
La vida y el mundo son el sueño de un dios ebrio que escapa silencioso del banquete divino y se va a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuando sueña. Y las imágenes de ese sueño se presentan, ahora con una abigarrada extravagancia, ahora armoniosas y razonables. La Ilíada, Platón, la batalla de Maratón, la Venus de Médicis, la Revolución Francesa y los barcos de vapor… son pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día, el dios despertará frotándose los ojos adormilados y sonreirá, y nuestro mundo se hundirá en la nada sin haber existido jamás.
Entre 1832 y 1843 publicó numerosos ensayos acerca de la situación política de varios países de Europa, sobre todo de Francia y Alemania. Pero tiempo después de su exilio, sus escritos muy críticos, saturados de sarcasmo e ironía, fueron censurados y definitivamente prohibidos por el gobierno de Prusia.
Según el historiador Enrique Krauze, Heine tuvo el don de la profecía al igual que el profeta Daniel, que vio la escritura en la pared. Las páginas últimas de su libro Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, publicado en 1834, tienen la gravedad de una profecía bíblica.
Heine –comenta Krauze– reivindica en ese ensayo la idea de la libertad para Alemania. Afirmaba que la idea había precedido a la acción de la Revolución Francesa. Y por eso admiraba a Kant e incluso a Fichte, pero en la atmósfera de nacionalismos del siglo XIX, presintió que la crítica fría kantiana de la razón y la idea fichteana del yo trascendental aunadas a una filosofía de la naturaleza que invocaba ‘‘las fuerzas originales de la tierra’’, despertarían el viejo ardor destructivo del pueblo germano.
Heine previó que, pasado el tiempo, aquellos viejos y bárbaros instintos germanos harían su aparición con tal fuerza destructiva que la revolución francesa sería vista como un inofensivo idilio. Una advertencia que se cumpliría con mucho dolor humano en las guerras de 1870, 1914 y particularmente en la de 1939.
Fue el escritor mas popular entre 1830 y 1840 del siglo XIX. Su editor Julius Campea, se hizo rico gracias a su obra. Heine, sin embargo, nunca pudo vivir de los ingresos producidos por sus éxitos literarios. Vivió entre estrecheces y penurias. Solo la asistencia de su tío Salomón, fueron su tabla de salvación cuando los compromisos lo apremiaban.
Un poeta fraterno que sabía prodigar y recibir afecto
La aleación especial de la que estaba hecho humanamente, hizo de Heine un ser único para fraternizar con sus anfitriones los franceses, pero también con otros artistas provenientes de otros países que convergían en la capital de la libertad, como él mismo la llamaba, y sobre todo con sus propios connacionales que escapaban de la opresión, el hostigamiento y la persecución del absolutismo para quien se atrevía a confrontarlo con las nuevas ideas.
Fue amigo de Gerardo Nerval, de Teophile Gautier, de George Sand, de Honorato de Balzac, de Alejandro Dumas, de Wagner y de Schumann y coincidirá en condición de exilado con Karl Marx, autor de El Capital, con quien mantendrá una relación amistosa, sin ser comunista ni devoto de la causa del proletariado. Esa ambigüedad en el orden de la política será un rasgo de su vida interior y su vida religiosa.
Desacralizar el romanticismo en lo literario y todo poder que atente contra la libertad; algunos enfoques filosóficos y la religión como un dogma, será su signo característico. Hay quien piensa que quizás es ese talante corrosivo y a veces revulsivo que utiliza para desmontar posturas equivocadas, lo que llevó a Marx a admirarlo como el más endurecido de los emigrantes alemanes, el más inteligente y el más irreductible, y a sostener con él una verdadera relación de amistad que se expresa fundamentalmente en la colaboración en los Anales franco-alemanes entre 1843 y 1844, años decisivos en la evolución lírica y política de Heine.
La libertad fue su religión
Para Max Brod, la religión de Heine era la libertad, no la construcción de un sistema social o una utopía. Ese sentimiento fue el que lo hizo empatizar con Marx. Sin duda, fue la defensa de la libertad lo que lo liga a Marx, al intelectual que llegó a París expulsado de Renania a principios de los cuarenta. Los dos emigrantes coincidieron en esa ciudad.
Se profesaron un gran afecto. Heine, 21 años mayor que el joven Marx. Convivieron familiarmente. Las hijas de Marx lo llamaban tío y este salvó a la pequeña Jenny de un ataque espasmódico. A instancias de Marx, Heine escribió un famoso poema contra los tres poderes –el clero, el rey y el Estado– en apoyo a los tejedores silesianos, cuyo traductor resultó ser, de acuerdo con Krauze, nada menos que el poeta cubano José Martí.
Nunca fue comunista, por el contrario, escribió contra el comunismo y sentía horror de que esos energúmenos pudieran llegar algún día al poder. Por esa razón escribió: Los ruiseñores, esos cantantes inútiles, serán expulsados, y, ah, un tendero usará mi Libro de canciones para hacer pequeñas bolsas y envolver café o rapé para las futuras matronas. Y no le faltó razón.
Un poeta respetado, leído y amado por la gente de habla hispana
En el México del siglo XIX –de acuerdo con Krauze– se celebraban y traducían sus poemas históricos. Entre ellos, uno muy extraño sobre la conquista, titulado Vitzliputzli, en el que enaltece la intrepidez de Colón y la valentía de los aztecas, pero repudiaba con sorna su religión. Para él, fue Cortés un capitán de bandoleros. Los humanistas del Ateneo de la juventud en México lo adoraron y el maestro Alfonso Reyes lo cita en su Oración del 9 de febrero y Julio Torri, prosista de muy fino humor, tradujo sus Noches florentinas.
Rubén Darío lo llamaba el Divino Heine. Y en España su lectura renovó la poesía lírica española. Influyó sobre autores como Gustavo Adolfo Bécquer y José de Espronceda, pero también sobre Antonio Machado y Luis Cernuda.
Escribió un prólogo al Quijote cuya redacción, por su pedagógica y aguda pasión infantil por la lectura, debería de ser por lo menos conocido en el mundo de habla hispana por los niños de las nuevas generaciones, para motivarlos en la iniciación de la lectura de los clásicos en literatura:
Aún recuerdo, muy bien, aquel tiempo en que furtivamente me escapé de casa una mañana para leer uno de mis primeros libros, Don Quijote de la Mancha. Era un bonito día de mayo, la floreciente primavera estaba expectante a la luz matutina, recibiendo alabanzas del ruiseñor, su dulce lisonjero… yo me senté en un viejo banco, cubierto de musgos, en la Avenida de los Suspiros, según la llaman, cerca de la cascada, y regocijé mi pequeño corazón con las nobles aventuras del audaz caballero.
(…) Puesto que yo en voz alta, todavía inexperto en la lectura, pronunciaba cada palabra en voz alta, los pájaros y los árboles, el riachuelo y las flores podían escucharlo todo, y porque eran inocentes seres naturales, al igual que los niños, no sabían nada de la ironía que Dios ha creado junto con el mundo, también lo tomaron completamente en serio y lloraron conmigo las penas del pobre hidalgo.
(…) sentíamos que lo heroico del caballero y sus hazañas, eran tanto más gloriosas cuanto más débil y escuálido era su cuerpo, cuanto más mohosa fuera la armadura que le protegía y cuanto más miserable fuera el rocín que le llevaba… El caballero de Dulcinea alcanzaba cada vez escalones más altos en mi admiración y se hacía cada vez más merecedor de mi amor.
Por eso casi me parte el alma cuando leí que el bravo caballero, molido y aturdido, rodaba por los suelos, y que, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma; dijo:
Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es que mi flaqueza defraude esta verdad. Apriete, caballero, la lanza y quíteme la vida, pues me has quitado la honra.
¡Ay, aquel radiante caballero de la Blanca Luna, que derrotó al hombre más valiente e hidalgo del mundo, era un barbero disfrazado!
Un auténtico ciudadano del mundo
Heinrich Heine era lo que Marguerite Yourcenar llamaba un ser humano varius multiplex, de complejos rasgos personales para escribir una gran biografía, en el que la metamorfosis constante del ser es tan natural en confrontación con el entorno, en su agudeza para visionar y saber a dónde ir sin dudar; en todo.
Desde la vocación por su profesión, va poniendo a un lado como un auténtico maestro de vida, sin aspavientos ni traumas, todo lo que humanamente no le gusta o no encaja con su ser. Y a pesar de que sufre desengaños y desencuentros, como el de su gran amor por la prima Amalia, que llega a burlarse de su enamoramiento, y termina eligiendo a un terrateniente adinerado, Heine siempre caminará en la dirección de su satisfacción, en correspondencia con sus propósitos verdaderos, sus convicciones filosóficas y políticas, su sentir; en fin, su Weltanschauung.
Nace judío y nunca por religión llega a aceptar su condición de tal. Lo quieren hacer comerciante y termina dedicándose al arte y la literatura en tiempos en que el oficio era tan despreciado como, por obra y gracia de la tecnología, ha llegado a ser hoy. Nace en una monarquía y se vuelve el más irredento revolucionario. Llega a ser amigo cercano de Karl Marx y nunca compartió su ideología ni su causa.
Para mí, estaba hecho de una aleación humana superior. Era una especie de adelantado ciudadano del mundo que nació con una misión especial: ser intermediario para bien de todos los otros, de los que lo conocieron, de los que asumieron su legado y ya no están, los que estarán y asumirán lo mejor de nuestra cultura y de cualquier otra, cuando el ser humano vaya aproximándose a todo lo que de él mismo desconoce, pero en algún otro tiempo enigmático y venturoso, sentirá y conocerá.
Lamento haberlo releído tarde, hay demasiadas cosas buenas y bellas que aprender de él. Porque toda su rebeldía tiene tanto sentido, está tan justificada, es tan estética en sus desenlaces. Si su vida es un rompecabeza desde que tiene uso de razón, él lo va armando de tal manera y con tal elegancia que al final todo está bien integrado y consagrado como en un hermoso cuadro fijado en una estrella lejana para un héroe sin nombre.
Epílogo
En 1848, empezó a sentir extrañas parálisis en el cuerpo y los últimos ocho años los pasó en cama, debido a una enfermedad que le afectó la médula y le provocaba dolores espantosos. El 17 de febrero de 1856 falleció. En su testamento prohibió expresamente que sus restos fueran devueltos a Dusseldorf y quiso que lo enterraran en París, a donde acompañaron sus restos sus buenos amigos Nerval y Gautier.
Sobre su lápida, en el cementerio de Montmartre, se puede leer su poema ¿Dónde?:
¿Dónde podrá decir el trotamundos que halló al fin su último descanso? ¿En el sur, frente al mar? ¿O bajo tilos junto al Rin, tan manso? ¿Qué extranjero me hará la caridad de una tumba y en qué desierto extraño? ¿O quedaré tirado en una playa de aun no sé qué mar del desengaño? Caiga donde caiga ha de haber cielo y estará estrellado. Además, como ya no seré mi cuerpo, el dónde me tiene sin cuidado.
Según el hispanista Johannes Fastenrath, Heine había confesado pocas horas antes de morir: Dios me perdonará, es su oficio.