A través del mundo, los bajos niveles de educación, información y conocimiento de la mayoría para sostener una opinión, tanto en las democracias como en los regímenes totalitarios y las nuevas autocracias, parecen aumentar indiscriminadamente, sin importar países, razas o ideologías, muy a pesar de los promotores de la revolución tecnológica digital.
Esta debilidad es tan grande que pareciera ser inducida por el mismo sistema. En el pasado, siempre la televisión tuvo más influencia en la formación y en la transmisión de valores que la maestra, al pizarra y los libros de texto. Hoy ese poder se trasladó a las redes y los celulares.
La mayoría recuerda mucho menos a su segunda madre, la maestra que a una de las series favoritas o telenovelas de las cuales fuimos fanáticos en la infancia. Somos sin lugar a dudas más hijos de la televisión que de la escuela.
Éramos seducidos por las imágenes de la televisión, las páginas rojas y toda clase de revistas difíciles de adquirir a quienes no tuvieran mayoría de edad. Sin duda había ciertos controles sensatos, ejercidos en buena parte por ciudadanos, periodistas y empresarios, que tenían un alto sentido profesional, moral y ético.
La ignorancia de la mayoría era reforzada por el panóptico de Foucault, uno de los primeros en utilizar el término para explicar las técnicas con las que la sociedad moderna, de forma sofisticada e imperceptible, somete a vigilancia a los individuos para que de manera acepten dócilmente el poder, el control y la dominación y sobre todo los límites que siempre establece la gran prisión, democrática o autoritaria.
Para Foucault, el poder no se posee, simplemente se practica en forma no igualitaria. Está presente en todos los ámbitos de las sociedades. No hay espacios sin poder. Byung Chal Han tomó el concepto de Foucault y lo actualizó para darle vida en el siglo XXI. El panóptico se modernizó en la forma de redes sociales. Ahora cada quien es panóptico de sí mismo. La gente vive de la ilusión de libertad.
En el presente el panóptico, el digital del que habla Byung Chal Han, expresado en el celular y las redes, representa una especie de cámara de tortura, que ha hecho a los ciudadanos, tanto de países democráticos como de países totalitarios o autocráticos, prisioneros que se vigilan mutuamente para exhibirse y ofrecer las imágenes de su vida, de su intimidad y de su alma, ni siquiera las más hermosas (que las debe haber) a cambio de dinero, simple hedonismo o lujuria del yo.
Estoy convencido de que las razones del bajo nivel de educación y conocimiento debemos buscarlas en la pedagogía, contenido y calidad de los programas educativos y especialmente en la supremacía que han tenido los instrumentos electrónicos, la radio y la televisión para difundir valores e ideologías, y ahora la revolución tecnológica y todo su instrumental para hacer del individuo un objeto de esos aparatos.
Algunos datos de organismos internacionales pudieran darnos luces en un tema tan complicado y con tantas aristas como el educativo que, en mi juicio, debe de ir acompañado de un buen manejo de información y de un conocimiento bien procesado, sentido y razonado.
La Unesco señala que entre los países con mayor índice de alfabetizados se encuentran indistintamente, a pesar de las diferencias de régimen político, más o menos igual en este renglón: Corea del Norte y España, cerca del 100%, y en América Latina, Cuba 99,8% y Uruguay con los mismos porcentajes de alfabetizado. Los niveles de escolaridad llegan al 91% en el mundo, pero la prosecución falla puesto que de todos los que cursan primaria y los primeros años de bachillerato el 25% no continua.
En cuanto a promedio de libros leídos por habitante anualmente en cada país. Francia y Canadá, con diecisiete libros anuales, plantean el mejor nivel de lectura, seguido de Estados Unidos y Corea del Sur con un promedio de doce.
Otra encuesta llama a suspicacia por las diferencias con la anterior, de la firma Readers Round The World: coloca a la India, Tailandia y China con un promedio entre nueve y once horas a la semana, y bien lejos a Estados Unidos con 5,7 y Japón en uno de los últimos lugares con apenas 4 horas a la semana, y más suspicacia aun causa el hecho de que Venezuela supere a ambos con 6.5 horas a la semana.
Estoy convencido que de estos tres indicadores el más útil podía ser los niveles de lectura, para acercarnos a una explicación, pues se puede saber leer y escribir, y tener aprobada la secundaria y sin embargo no saber discernir ni formular juicios, creo que la que más ayuda y tampoco dice mucho, es el nivel de lectura, pues todo depende de la calidad de los libros, de la capacidad para procesarlos y del interés que se tenga por comprender.
El problema no es solo qué aprenden los escolares, los niños aprenden por supuesto en la escuela algunas cosas, lo que acontece es que esas cosas se pegan mal, por un lado, por la ausencia total de preparación psicológica y por otro lado, por la interferencia permanente de los huéspedes electrónicos que van a tener la ultima palabra, pues son mas constantes que los padres y los maestros, en la transmisión de información, valores y conocimientos.
Además, con imágenes muy sofisticada y técnicas invasivas del subconsciente servidas a la carta en diferentes algoritmos, muy entretenidos y amenos, a la hora de competir con los aburridos libros que llenan el pesado morral de cada uno.
El nuevo mundo está aquí, las nuevas tecnologías tendrán un papel estelar para el progreso, pero no para hacernos mejores seres humanos, capaces de colocar a las tecnologías en su sitio y la vida, la naturaleza, el amor, la belleza y lo espiritual por encima de las concupiscencias, el poder y el dinero, también útiles para ayudar a vivir.
Una extraordinaria escritora, Marguerite Yourcenar, a quien le costó mucho entrar a la Academia de la Lengua Francesa por el solo delito de ser mujer –fue la primera después de 350 años–, escribió algunas ideas para educar a los niños que me gustaría compartir:
Pienso que se necesitan estudios básicos, muy simples, en los que el niño aprendería que vive en el seno del universo, sobre un planeta cuyos recursos deberá cuidar más tarde; que depende del aire, del agua, de todos los seres vivientes y que al menor error o la menor violencia, pueden destruirlo todo.
Aprendería que los hombres se han matado entre sí en guerras que solo han producido otras guerras, y que cada país acomoda su historia, falsamente, para halagar su orgullo.
Se le enseñaría lo suficiente del pasado para que se sienta ligado a los hombres que lo han precedido, para que los admire cuando lo merezcan, sin hacer de ellos unos ídolos, como tampoco del presente o de un hipotético porvenir.
Se intentaría familiarizarlo con los libros y las cosas; sabría los nombres de las plantas, conocería a los animales sin hacer esas odiosas vivisecciones impuestas a los niños y a los adolescentes con el pretexto del estudio de la biología. Aprendería a dar los primeros auxilios a los heridos.
Su educación sexual comprendería su presencia en un parto; su educación mental, la visita a enfermos graves.
Se le darían simples nociones de moral, sin la cual la vida en sociedad es imposible, instrucción que ya la mayoría de escuelas no se atreve a dar en la mayoría de los países.
En materia de religión, no se impondría ninguna práctica o ningún dogma, pero le darían nociones de las grandes religiones del mundo, sobre todo la de su país, para despertar su respeto y destruir por adelantado ciertos prejuicios odiosos.
Se le enseñaría a amar el trabajo cuando el trabajo es útil y a no dejarse engañar por las imposturas publicitarias. Hay formas de hablar al niño de cosas en verdad importantes y más pronto de lo que se lo hace.
Hoy, esto puede sonar a quimera en mundo que ha hecho de las imágenes una mercancía de un alto valor y del ser humano, su cuerpo, su sentido del humor, su amor y su intimidad un panóptico digital en que va consumiéndose moralmente bajo el supuesto de que ahora es más libre que nunca. Porque no soñar con una sociedad posindustrial, que solo utilizara el mínimo indispensable de técnica, sería una Edad de oro.