Lo considera inocente y bien intencionado incluso cuando mata y masacra
Pascal Bruckner /City Journal
El escritor Jean Genet, celebridad indiscutible de la izquierda francesa, cuyas obras ensalzan la belleza de los matones, los asesinos, los Panteras Negras, las SS y los fedayines de Yasser Arafat, explicó en 1974 su apego a la causa palestina:
“Para mí era completamente natural favorecer no sólo a los más desfavorecidos, sino también a los que destilan el odio más puro hacia Occidente”.
Desde hace décadas, los palestinos –o más bien, una visión mítica de los palestinos– han reunido dos elementos esenciales para esta destilación: eran pobres, en contraste con los supuestos colonizadores, que llegaron en parte de Europa (aunque un millón de judíos expulsados de los países árabes, a partir de 1948, también se convirtieron en israelíes); y eran musulmanes, es decir, miembros de una religión que algunos en la izquierda ven como la punta de lanza de los desheredados.
Así, en una época en que se oscurecían los horizontes revolucionarios de izquierda, un cierto progresismo huérfano se hizo cargo de la revuelta palestina contra Israel. Sin embargo, sorprendentemente, lo que se originó como una preferencia minoritaria se ha convertido en una posición mayoritaria que ha ganado un apoyo significativo de las más altas esferas del poder político y de la academia, tanto en Europa como en los Estados Unidos. Transformó la mentalidad de una época.
La extraordinaria cobertura mediática que se ha dedicado al conflicto ejemplifica este cambio (aunque a mediados de la segunda década del siglo XXI se produjo un período de relativa reducción de la atención, con la aparición del Estado Islámico como problema internacional).
Pareciera que el destino del planeta se juega en una pequeña franja de tierra entre Tel Aviv, Ramallah y Gaza. El enfoque mediático tiende a transmitir poca información precisa, pero se satisface con reforzar un estereotipo: la confrontación entre lo que se considera un Estado racista y colonial, un recién llegado al mundo árabe, y un pueblo aplastado y desposeído. La condena de Israel es una obsesión con Israel.
La ignorancia generalizada sobre esta región del mundo, lejos de ser una desventaja, es una ventaja: no hay necesidad de saber. Por ejemplo, a qué río se refiere el lema palestino “del río al mar”, nadie sabe, lo importante es la Justicia, con J mayúscula.
En lo que respecta al apoyo occidental a los palestinos, nos encontramos en el reino de las ideas puras, las abstracciones; no de los seres humanos de carne y hueso. Intelectuales, estudiantes y políticos miran la costa oriental del Mediterráneo menos para investigar un antagonismo específico –un litigio sobre bienes raíces entre dos terratenientes con reivindicaciones históricas– que para reparar un agravio contra la cultura occidental.
El destino real de millones de hombres y mujeres sometidos a humillaciones cotidianas y a condiciones de vida precarias, gobernados por una Autoridad Palestina corrupta y, en Gaza, por Hamás, un grupo terrorista, parece importar poco.
La razón: Oriente Próximo se ha convertido en el escenario de una competición mundial por el título de víctima, un título que hay que arrebatarles a los descendientes de la Shoah. Ya en 1969, un semanario francés de la izquierda católica, Témoignage Chrétien, afirmaba: “Jesucristo está con los palestinos, ya sean musulmanes, judíos o cristianos, simplemente porque son pobres… Son los refugiados… los verdaderos testigos de un Dios siempre vivo”.
Un estrecho colaborador de Yasser Arafat dijo algo similar en 2002, dirigiéndose a Occidente:
“Los palestinos están sometidos todos los días al mismo sufrimiento que soportó Jesús en la cruz”.
Poco después, el editor de Témoignage Chrétien, Georges Montaron, escribía:
“En el corazón de todos los pobres del mundo árabe, los fedayines son héroes, la imagen viva de los liberadores. Como el Che Guevara en América Latina, la resistencia palestina es una llama que ilumina a los oprimidos y se propaga de cada persona a su vecino. También aquí, incluso más que entre nosotros, la resistencia es sinónimo de revolución y tiene un poder mesiánico incalculable”.
¿Este lenguaje un mero vestigio de una época más embriagadora? Claramente no. Lo que ha sucedido en los campus universitarios, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, desde la matanza de israelíes por parte de Hamás el 7 de octubre de 2023 y la posterior respuesta militar de Israel en Gaza, demuestra que el antisemitismo –el correlato del antisionismo– ha encontrado un nuevo combustible para expresarse y desarrollarse.
Mientras tanto, las esperanzas de moderar el conflicto entre Israel y Palestina se han visto frustradas y las cuestiones regionales se han vuelto más intratables.
En la pasión por Gaza que ha estallado desde octubre pasado convergen dos intereses. En primer lugar, permite a Irán y a sus aliados en Líbano, Siria, Gaza y Yemen transformar Jerusalén en una distracción conveniente de sus miserias y ponerse a la cabeza de la resistencia del mundo musulmán a “la entidad sionista”.
Como dijo con malicia el rey Hassan II de Marruecos:
“El rechazo de Israel es el afrodisíaco más poderoso de los musulmanes”.
(Sin embargo, desde el Magreb hasta el Mashreq, la desconfianza hacia las ambiciones imperialistas de Teherán también está presente, y vimos lo que sucedió durante un partido de fútbol en Irán en octubre pasado. Las autoridades locales organizaran una manifestación por Gaza y los hinchas gritaron: “¡Nos importa un carajo la bandera palestina!”).
En segundo lugar, en Europa, la condena de Israel, un tema constante en los ministerios de Asuntos Exteriores, ayuda a proporcionar una catarsis colectiva, que supuestamente exonera a las naciones de los crímenes pasados contra los judíos. Un ejemplo de victimología inversa, como si los descendientes lejanos de los judíos expulsados de sus patrias europeas fueran ahora equivalentes a los verdugos que gasearon a sus antepasados.
El término “sionista”, que muchos en la izquierda europea utilizan ahora, significaba infamia en la propaganda bolchevique. Stalin lo utilizó, junto con “cosmopolita”, para lanzar una persecución antisemita masiva a fines de los años cuarenta, que podría haber terminado en otro holocausto si su muerte en 1953 no lo hubiera terminado. Y Vladimir Putin es, en este sentido, el digno heredero de Stalin. Ha establecido analogías entre judíos y nazis en sus referencias a Ucrania. “Sionista”, que se ha convertido en un insulto que ha tenido un gran éxito en el mundo árabe-musulmán.
Pero existe una diferencia fundamental. La nueva judeofobia se expresa típicamente en nombre del antirracismo. Rechaza cualquier comparación con las doctrinas repugnantes de los años treinta del siglo pasado, e incluso afirma luchar contra el antisemitismo, pero condena a los judíos –perdón, a los “sionistas”– en nombre de la humanidad.
El supuesto altruismo, en Francia como en Estados Unidos, permite hoy elaborar listas de “sionistas” para desenmascararlos y estigmatizarlos en el cine, la música, los medios de comunicación, la política y los negocios como cómplices del “Estado genocida” de Israel.
Una nueva aversión que lejos de ser un privilegio exclusivo de la extrema derecha es también característica de la izquierda radical hoy. Un rasgo de las nuevas alianzas pardas-rojas que unen al bolchevismo y al fascismo –la más notable, La France insoumise, el movimiento liderado por Jean-Luc Mélenchon, portavoz de los Hermanos Musulmanes y azote incansable de los lobbies judíos.
No se trata de minimizar la tragedia palestina ni de evitar las críticas a las decisiones del actual primer ministro israelí ni de rechazar la idea de un acuerdo político entre israelíes y palestinos, pero ciertamente la obsesión por este conflicto en particular es sorprendente.
El Estado de Israel está lejos de ser irreprochable. Ha confiscado territorio (aunque como resultado de las guerras que sus vecinos han lanzado contra él); tiene sus propios extremistas y su ejército a veces comete errores terribles. Pero es una distorsión de la realidad convertir a Israel en un anexo del Imperio del Mal.
Desde cualquier ángulo que lo hayan considerado sus críticos durante el último medio siglo, el Estado judío suele ser visto como el belicista, el agente de división que retrasa la llegada de la concordia universal, la espina en el pie de la humanidad.
Durante el último cuarto de siglo, se ha culpado a Israel, entre otras cosas, del calentamiento global, de la caída de Wall Street, de las muertes en el tsunami asiático de 2004, de las caricaturas de Charlie Hebdo que enfurecen a los musulmanes y, más recientemente de una tormenta mortal en Libia en el otoño que las agencias meteorológicas bautizaron como “Daniel” y que el presidente tunecino Kaïs Saied atribuyó al movimiento sionista internacional.
“El sionismo, el ADN criminal de la humanidad”, fue un grito que se escuchó en las calles de París durante la guerra en el Líbano en julio de 2006. “Sionismo = nazismo” fue el lema pintado en una pared de la Universidad de California-Berkeley en mayo de 2024. Sin Israel, se nos dice, el mundo estaría mejor, ese país nos pone a todos en peligro.
Pero el odio a Israel no significa una preocupación real por los palestinos. A menudo se utiliza como pretexto para adoptar una gran postura moral o para expresar aversión por el pueblo de Moisés.
Una escena a las puertas de la Universidad de Columbia a principios de mayo nos dice todo lo que necesitamos saber. Los manifestantes (no todos ellos estudiantes) corean y aúllan:
“Al-Qassam, haznos sentir orgullosos, mata a otro soldado ahora… quema Tel Aviv hasta los cimientos. Hamás, te amamos, también apoyamos tus cohetes… Israel, vete al infierno”.
Vale la pena recordar que las brigadas Al Qassam son el brazo armado de Hamás. Se crearon en 1991 en nombre de un combatiente anticolonialista sirio, Izz ad-Din al-Qassam (1882-1935).
La organización SJP (Justicia en Palestina, siglas en inglés ), fundada en 2011 en la Universidad de Columbia, ayuda a organizar estas protestas en Estados Unidos. Alineada con Hamás y la Hermandad Musulmana, la SJP niega el derecho de los judíos a vivir en Israel y se vale de importantes recursos financieros para su misión.
Entre sus fuentes de financiación se encuentran Qatar, Dubai y las fundaciones Soros y Rockefeller. Son “donaciones humanitarias” que se utilizan menos para apoyar a los palestinos que para fomentar el apoyo militante a Hamás y para comparar las luchas de los afroamericanos en Estados Unidos con las de los palestinos en Gaza.
No es de extrañar, entonces, que los palestinos, para algunos jóvenes occidentales, se hayan convertido en los nuevos condenados de la tierra.
Este tipo de activismo pro palestino tuvo su precedente en el siglo XX, cuando la extrema izquierda, tras haber perdido la URSS, la clase obrera y China, abrazó por primera vez la idolatría del islam. El entusiasmo neocoránico de los creyentes perdidos en el marxismo los obligó a realizar contorsiones ideológicas en relación con los derechos de los homosexuales, las mujeres y otros grupos. Son contradicciones evidentes en las protestas actuales.
Uno ve el lema “Queers for Hamas” en los muros de París y Nueva York y se pregunta: ¿saben estos activistas LGBTQ que, bajo un gobierno islamista, serían (en el mejor de los casos) golpeados y encarcelados, o (peor) asesinados, tal vez arrojándolos desde lo alto de los edificios?
El islam radical se ha convertido en el último gran relato político de izquierdas, sustituye el comunismo y el tercermundismo. En la categoría del buen revolucionario, el shaheed, el yihadista, el mártir de Hamás o de Al Qaeda sustituye al proletario, al guerrillero, al bolchevique.
Los adeptos de la Media Luna traerán la revolución, o al menos lo harán los adeptos palestinos, perseguidos como están por los “sionistas” y portadores, por tanto, de la promesa emancipadora tan a menudo traicionada. Identificarse “por los musulmanes” es blandir un nuevo garrote que se puede utilizar para golpear a Occidente y, sobre todo, a los judíos, que supuestamente encarnan ahora sus peores defectos, después de haber sufrido durante siglos la exclusión y los estallidos de violencia asesina en muchas comunidades occidentales.
El traspaso del testigo ocurrió en torno a la muerte del Sha de Irán en 1980. La verdadera matriz de nuestra ceguera. Michel Foucault (apoyado brevemente por un Jean-Paul Sartre anciano y enfermo) abrió este juego con su entusiasmo característico.
Foucault había fundado, bajo los auspicios del Corriere della Sera, un comité de intelectuales (entre los que me encontraba) para investigar los cambios en el mundo. Foucault viajó a Irán con entusiasmo. Como nunca había sido marxista, buscaba alguna nueva emoción, una subversión espiritual que dejara obsoleto el viejo antiimperialismo.
La fe moviliza a las masas mejor que cualquier esperanza ingenua en la llegada del socialismo y Foucault encontró en Teherán el renacimiento de la prédica de Girolamo Savonarola y de Thomas Munzer, en un contexto islámico que equivalía a una “espiritualidad política”.
Llevado por su nuevo ardor, Foucault no cesó de celebrar a estos insurgentes portadores de un potencial mesiánico. El ayatolá Jomeini fue caracterizado por el filósofo como el “viejo santo exiliado en París”. Al final, Foucault vio sus esperanzas frustradas por la imposición del régimen de una represión despiadada.
A pesar de su formidable lucidez y su deseo de inventar un “periodismo trascendental”, sucumbió al exotismo del Salvador oriental. La visión retorcida de Foucault anticipó la de los jóvenes de hoy, indignados por los bombardeos israelíes de Gaza.
Si bien la muerte de miles de civiles, mujeres y niños es terrible, y si bien debemos estar preocupados por la ausencia de una solución política en Jerusalén, es moralmente indignante defender como única solución la extinción del Estado hebreo, en nombre de un antisionismo que es la máscara del antisemitismo, y amenazar a los estudiantes que tienen nombres judíos en nuestros campus.
Nos enteramos, por ejemplo, de que el novelista judío-estadounidense Seth Greenland, mientras visitaba los lugares del Holocausto con su familia en Polonia, se sorprendió al leer que los estudiantes de Columbia exigiendo que los judíos regresaran a ese país. Un líder estudiantil de Columbia, Khymani James, citado por el New York Times, proclama:
“Los sionistas no merecen vivir”.
(Más tarde se disculpó en las redes sociales, afirmando que estaba “inusualmente molesto” en el momento en que hizo sus amenazas antijudías después de sufrir acoso en línea por ser “visiblemente queer y negro”)
El 8 de marzo, Día Internacional de los Derechos de la Mujer, las feministas francesas que querían manifestarse junto a otras activistas para llamar la atención sobre las violaciones y asesinatos perpetrados por Hamás el 7 de octubre, fueron denunciadas como fascistas por agitadores que vestían kufiyas (las manifestaciones en apoyo de Hamás se han convertido en una especie de semana de la moda internacional, con pañuelos a cuadros, hiyabs y chilabas, junto con ropa de protesta al estilo de 1968: chaquetas sin cuello maoístas y gorras trotskistas).
Agreguemos que el wakismo –sobre todo, en sus manifestaciones de teoría crítica de la raza– legitima la judeofobia: dado que los judíos son blancos y todos los blancos son racistas de nacimiento, en su opinión, ser antirracista es también ser antisemita.
Así, a Elie Barnavi, ex embajador israelí en Francia (y un vigoroso partidario de una solución negociada en Gaza), se le negó recientemente el derecho a hablar en la Universidad Libre de Bruselas, por ser “representante de la entidad colonial, opresora y genocida conocida como Israel”.
A los activistas se les escapa otra paradoja: el doble rasero que gobierna su elección exclusiva de los palestinos a los que defender y su descuido de, por ejemplo, los uigures, los rohingyas, los kurdos, los yazidíes e incluso los sudaneses, que son víctimas constantes de la guerra civil (con más de 100.000 muertos ya en Jartum).
Al parecer, para estos manifestantes occidentales, la vida de un africano vale infinitamente menos que la de un palestino. Y esta vida palestina aparentemente solo tiene valor si la toma un israelí.
La guerra de Yemen, iniciada en 2014 por Arabia Saudí, costó 370.000 vidas y no hubo protestas occidentales. Lo mismo puede decirse de las 400.000 víctimas de Bachar al Asad. Cuando los árabes se matan entre sí, nadie se inmuta. Pero cuando los israelíes se enfrentan a los palestinos, el grito de “genocidio” surge inmediatamente.
No olvidemos que la población palestina se ha triplicado en los últimos 50 años (de 1,3 millones en 1948 a cerca de 5 millones en la actualidad). Debemos al gran poeta palestino Mahmud Dachwich (1941-2008) una profunda y agridulce observación:
“¿Saben por qué los palestinos somos famosos? Porque ustedes son nuestros enemigos. El interés por la cuestión palestina proviene del interés por la cuestión judía… Si estuviéramos en guerra con Pakistán, nadie habría oído hablar de mí… Ustedes nos han dado la derrota, la debilidad y la fama”.
El palestino es nuestro último buen salvaje, inocente incluso cuando mata o masacra. Disculpamos su terrorismo por su “desesperación”. Es el gran icono crístico que lleva la izquierda radical, y su beatificación está en marcha desde hace 70 años. Pero el amor que se tiene por los palestinos es, por desgracia, sólo una función del odio a los israelíes.
La tragedia palestina del último medio siglo no es solo resultado de sus dirigentes corruptos (Fatah) o sanguinarios (Hamás), o de que sean peones de diversas intrigas diplomáticas en la región; lo que más los aflige es que los progresistas de Europa y Estados Unidos, casi totalmente ignorantes de la realidad de este pueblo, los han transformado en una causa revolucionaria imaginaria.
Debemos intentar romper la maldición de la enemistad recíproca: a los extremistas israelíes les corresponde abandonar su sueño de un Gran Israel y a los palestinos librarse de los falsos amigos y de sus utopías mortales, empezando por las organizaciones terroristas islamistas y los grupos occidentales de extrema izquierda, atrincherados en sus reductos mediáticos y académicos.
Ahora también sabemos esto: la necesaria solución del problema israelí-palestino no garantizará la paz de Israel, como tampoco calmará las pasiones de los cruzados del Profeta, en guerra con los infieles, los tibios y los kafires de Occidente. Debemos perseguir esta causa justa, pero sin ilusiones.
Pascal Bruckner es un filósofo francés y autor de numerosos libros, entre ellos Una breve eternidad: la filosofía de la longevidad . Su artículo fue traducido al inglés por Alexis Cornel. Traducción al español de Cambio16.