Siembra en las mentes la condición de víctimas y tendrás en las calles en lugar de ciudadanos parias y mendigos. Si un legado perverso dejó la escuela comunista en Latinoamérica, gracias al adoctrinamiento de Luis Carlos Prestes, en Brasil; José Carlos Mariátegui, en Perú; Luis Emilio Recabarren, en Chile; Pío Tamayo y los hermanos Machado, en Venezuela, y los Castro, en la Cuba totalitaria, por solo citar algunos, fue el igualitarismo indiscriminado que hoy después de más de un siglo comienza a recoger sus frutos malogrados con la llegada de la izquierda elemental al poder en varios países del hemisferio.
Llegan por cansancio, por descarte, por el vacío que van dejando unas élites inorgánicas y con claras limitaciones heurísticas para atesorar y enriquecer el único modelo de vida que garantiza libertad, prosperidad y esperanza permanente. Siento que la parte positiva es que de alguna manera la izquierda tradicional ha aprendido de los errores, y sabe que actuar compulsivamente, golpear la propiedad y querer cambiarlo todo no es la manera apropiada de afrontar los complejos problemas del subcontinente.
Una de las perversiones de ese igualitarismo lo constituye el aprovechamiento que también ha hecho el marxismo del indio latinoamericano, al convertirlo en el centro de atención por haber sido víctima del maltrato de los conquistadores y, por tanto, sujetos de una política distinta de aquella con la que se trata al ciudadano común, so pretexto de conservar sus valores, sus costumbres y sus tradiciones para enriquecer el patrimonio cultural.
Por esa causa, de alguna manera esa condición sui generis se convirtió en un mandato y derivó en un nuevo mito que se proyectó al mestizaje en general. Fuimos víctimas de los españoles que nos explotaron, ultrajaron nuestra dignidad, violaron a nuestras mujeres y se apropiaron de la riqueza natural saqueándola sin medida. Nos impusieron su modelo político-económico y su religión y de alguna manera deben resarcirnos.
Un indigenismo pernicioso
De tanto padecimiento, hemos creado espacio para la aplicación de la victimología o ciencia que trata todo lo relativo a la gente que sufre a consecuencia del abuso de poder. Esa condición de víctima se consolidó a partir del Primer Congreso Indigenista, celebrado el 23 de abril de 1940 en Pátzcuaro, México, cuando los Estados de América hicieron suyo como política oficial el indigenismo: doctrina o corriente cultural, política y antropológica centrada en el estudio y valoración de las culturas indígenas y cuestionadora de los mecanismos de discriminación y etnocentrismo en perjuicio de los pueblos indígenas.
El asunto no concluye en la mala herencia dejada por el estigma del primer imperio que nos subyugó. Va más allá, con el otro, el yanki. Ilustran las palabras del Nobel de Literatura Gabriel García Márquez: Nosotros crecimos con la idea de que Estados Unidos prácticamente tenían la culpa de todo lo malo que pasaba en el mundo. Por supuesto, y de lo mal que les iba a los indígenas también.
¿Por qué han resultado tan inútiles, primero el indigenismo, y después el indianismo, para las etnias que aun sobreviven en Suramérica? Sin duda, debido a que las deplorables condiciones que justificaron en su momento la asunción de esas políticas oficiales de defensa de nuestras etnias, después de más de ocho décadas de vigencia, se han agudizado y antes que mejorar su situación, por el contrario han servido para la utilización indiscriminada de los indígenas, no solo por parte del liderazgo político tradicional, sino también —lo que resulta más grave—por parte de los dirigentes de las propias etnias, que progresivamente han ido escalando en condiciones políticas, económicas y sociales sin que eso se traduzca en bienestar y mejores niveles de vida en la población indígena a la que supuestamente representan.
Un comodín para la demagogia
El indígena ha sido una especie de comodín de la baraja en el juego de las clases hegemónicas que se han disputado el poder por siglos desde que los conquistadores pisaron estas tierras. Durante el sistema de encomiendas fueron utilizados y maltratados hasta conmover a la congregación de los Dominicos y provocar el repudio de quienes podrían considerarse los precursores de los derechos humanos en América. Posteriormente fueron usados como carne de cañón por los blancos criollos en los ejércitos patriotas bolivarianos de la guerra de independencia, y bien entrado el siglo XX, vendidos después de muchas décadas de decretada la abolición de la esclavitud.
Hoy me atrevo a afirmar que el mejoramiento social de las etnias ha sido demasiado lento, especialmente si expongo, con una ilustración contundente, que el empleo predominante de la mujer wayúu sigue siendo el de empleada doméstica o sirviente, sin ningún tipo de protección laboral, y aún menos hoy, cuando toda la sociedad se ha vuelto marginal, excepto la cúpula militar y el entorno de amigos y familiares de quienes gobiernan.
Los indígenas se acostumbraron a ser víctimas. La condición de victima hace vulnerable a la mayoría, enferma psicológicamente, castrada para vencer. De alguna manera, cuando la víctima no recibe a tiempo la terapia adecuada—o el plan, los instrumentos y los recursos para que avance por cuenta propia—, generalmente se hace un perdedor crónico.
Desafortunadamente, esa condición de perdedor crónico ha llevado al indígena, como a muchos otros grupos sociales que no encuentran norte, a persistir en sus medios de subsistencia más antiguos: la artesanía, el pastoreo, el cultivo de hojas de coca, pero también en actividades de alto riesgo, como el contrabando y los ilícitos de todo tipo, dependiendo de la región donde habita.
Hemos visto de nuevo, con el favoritismo de los votantes hacia los candidatos de la izquierda tradicional en América Latina, que de alguna manera la expresión del malestar social ha estado encabezada por las diferentes etnias indígenas como avanzada del descontento popular.
Y si estudiamos la razón de ser de las ultimas manifestaciones contra el gobierno de Lasso, en Ecuador, observaremos que las bases que inspiran al movimiento indigenista en ese país, la Confederación Nacional Indígena de Ecuador (CONAIE) parecen copiadas de un panfleto de la extrema izquierda:
- Consolidar a los pueblos y nacionalidades indígenas del país.
- Luchar por la defensa de la tierra, territorios indígenas y recursos naturales.
- Fortalecer la educación intercultural bilingüe.
- Luchar contra el colonialismo y el neocolonialismo.
- Lograr la igualdad y la justicia de los pueblos y nacionalidades indígenas.
Aspiraciones esenciales muchas de ellas, a las cuales al colocarles el ribete ideológico y supranacionalista se les desnaturaliza.
Ni indigenismo ni indianismo simplemente: ciudadanos
La tendencia indigenista hoy es acusada por el indianista de origen boliviano Fausto Reinaga no tan solo de pertenecer étnicamente al grupo blanco-mestizo, sino de tener ideales políticos antagónicos a los indianistas. Según Reinaga los indigenistas pretenden asimilar o integrar al indio a una sociedad occidentalizada con discursos civilizatorios que aspiran a seguir con el modelo europeo, que es la causa de la explotación de los indios.
Debate a mi parecer insustancial a estas alturas de un juego en el que importan más los nuevos insumos que le ponen otra voz y otra música a la sociedad contemporánea, con cambios que no solo han modificado la cosmovisión de las distintas razas del planeta en todos los órdenes, sino que cada día es más la integración global a un único modelo de vida al que debemos atención para no perecer en el intento.
Lo que sí debe estar claro es la gran deuda que tiene el occidente cristiano y civilizado con los indígenas de este continente, muy bien remarcada por otro premio Nobel en su discurso de aceptación en 2010, Mario Vargas Llosa, cuando era aún un hombre sensato y no un hombre-espectáculo de página social, en lo que lamentablemente se ha convertido:
Al independizarnos de España, quienes asumieron el poder de las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, seguían explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. No hay ninguna excepción a este oprobio y vergüenza.
Tomemos la palabra al ilustre escritor peruano y asumamos la asignatura dejada al olvido. En mi caso, con humildad indígena y con la autoridad moral que me conceden mis muertos os digo:
Nunca he entendido, en un mundo cada vez más globalizado, la razón de tantas preferencias y concesiones especiales por el solo hecho de ser descendientes de los primeros pobladores de este continente y haber sido injustamente tratados.
Nunca he podido tampoco comprender que en un mundo cada vez más civilizado y tecnológico se tenga que aceptar una ley para los ciudadanos comunes y otra distinta para los descendientes de las distintas etnias.
Menos aun entiendo que existan políticas públicas para los habitantes de una comunidad alijuna y otra distinta donde vivan descendientes ya mestizos de las etnias supuestamente indígenas.
De las tradiciones de los pueblos indígenas sobrevivirá solo lo que los bondadosos, agraciados e inteligentes seres humanos hijos de esas etnias o de vínculos consanguíneos heredados de sus antepasados decidan guardar en sus almas y proyectar en el tiempo, no lo que los arrogantes especialistas que se entretienen con lo singular de sus costumbres, tradiciones y creencias decidan para sus investigaciones.
Todos los procedimientos utilizados hasta ahora para el tratamiento del problema indígena en la América Hispana, lejos de ayudar a darle un trato adecuado y justo al indígena, lo han complicado y han, por el contrario, contribuido a retardar su desarrollo individual, humano y civilizatorio.