En 2011 Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, dos politólogos estadounidenses, publicaron el manual del dictador. Por supuesto, no fue bien recibido por la comunidad académica. Mucho calificaron el libro de escéptico, que es una descalificación muy significativa en un país de creyentes medulares; otros cuantos le pusieron el mote de cínicos.
Su tesis es que los políticos, sean democráticos o autoritarios, no están guiados en sus actuaciones por el bien común, como pregonan, sino por su propio bien, o por lo menos su carrera, que siempre será más importante mantenerse en el poder, que mantener el país en la vía del progreso y el bienestar.
Los autores dan ejemplos prácticos y descansan mucho en el anecdotario histórico, que es precisamente en el aspecto que cometieron más errores. Quizás su intención fue reescribir El príncipe de Maquiavelo desde una perspectiva actual, sin poner énfasis alguno en las ideologías. No es importante la corriente política.
Sean marxistas radicales o liberales ortodoxos los autores insisten en que los políticos hacen todo lo que hacen –bueno o malo– para llegar al poder, mantenerse en el poder lo más que puedan y controlar el dinero. Todo lo que digan y hagan gira en torno a esos objetivos fundamentales. Los presidentes siempre están atentos a su próxima reelección, a tomar medidas que la garanticen, no lo contrario.
Los «países serios» no desalojan dictadores ajenos
Lo racional y lógico para un ciudadano es que, por ejemplo, una catástrofe natural mal manejada acorte la vida de un gobierno. Es así, pero solo en el caso de las democracias, porque los electores van a “castigar” la incompetencia que causó tan alto número de fallecimientos y sufrimientos. Para las dictaduras siempre será mejor que sean muchos los muertos y peores los sufrimientos.
La comunidad internacional no se quedará de brazos cruzados, sino que le enviará dinero que le servirá para mantener contentos a sus aliados y seguir en el poder. Lo hizo Anastasio Somoza en Nicaragua con el terremoto que destruyó Managua el 23 de diciembre de 1972. La ayuda externa la utilizó para recompensar a los militares, a los jueces y a los empresarios que lo sustentaban, no para aliviar el sufrimiento de los afectados. Managua nunca fue reconstruida y el dictador se mantuvo seis años más en el poder.
En Asia, en las antiguas repúblicas de la fenecida Unión Soviética, al igual que en América Latina y en las naciones que fanfarronean con sus “avances civilizatorios”, la posibilidad de que este tipo de político-cínico asuma el poder es muy grande. No solo porque abundan más que los verdaderos estadistas, sino por la comodidad de la ciudadanía y la cobardía de quienes están obligados a alzar la voz y callan, o peor, asumen el papel de traductores o consejeros, hasta que se dan cuentan que utilizan su prestigio y popularidad, pero no sus ideas y recomendaciones.
Lo dictadores no son eternos, a veces mueren de muerte natural o huyen cuando se acuerdan que el pescuezo no retoña. Quizás el caso más emblemático de la terquedad dictatorial no sea de América Latina, aunque Cuba exhiba una longeva y absurda duración, sino Muamar el Gadafi, que se creyó inmortal, y que su capacidad de engañar a su pueblo y al mundo en general era imbatible.
Se repite insistentemente que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente, pero los autores del Manual del dictador fueron más allá que lord Acton. Su propuesta es que el poder atrae a los corruptos. Mientras son menos los que tienen el poder más los corruptos que se les acercan a proponerles negocios..
Todavía muchos se extrañan de que gobiernos ineptos, incapaces de mantener feliz a la población y de garantizar la salud, la educación y la seguridad se vean cada día más fuertes y seguros. Olvidan que quien pretende mantenerse en el poder buscan lealtad, no eficiencia. Por lo general, los competentes, los que saben hacer bien su trabajo, son los principales enemigos de los dictadores y de quienes se benefician de su poder.
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