Cuando John Adams le reconocía a un país su libertad para cobrarse las injusticias de la tiranía y legitimaba el derecho de una nación a matar un tirano en caso de necesidad, desdecía por instantes de su condición de ser uno de los artífices de la constitución estadounidense, cuyos principios básicos están inspirados en el autogobierno mediante la ley, la libertad y los derechos humanos.
Y concluía su afirmación de la siguiente manera: Esto no puede ser más puesto en duda que el derecho a colgar un ladrón o matar una pulga. Expresiones impensables de ordinario en un hombre cuyas principales virtudes para gobernar, según sus propias palabras, eran la humildad, la paciencia y la moderación, sin las cuales cualquier ser humano se convierte en una bestia.
Pero, John Adams estaba convencido de que el peor de los enemigos de la república es la corrupción, peor que el hambre y la pestilencia. Tan contraria a un gobierno republicano como la oscuridad a la luz.
Nos pasa a todos
A la mayoría de los seres humanos nos molesta y a muchos llega a irritar y hasta encolerizar, que el malo, el villano, el tirano, el asesino, el verdugo, muera en casa, en la cama y con todas las atenciones que nunca mereció.
No solo los afectados por sus acciones, sino también hombres y mujeres de bien, quienes solo en el papel de simples observadores, desearían que los dictadores tuvieran una muerte espantosa y proporcional al dolor, sufrimiento y padecimiento material y espiritual, que directa o indirectamente han causado a millones de almas inocentes que ningún daño les causaron.
Especialmente en política, luego del desenlace final del desgobierno de un terrible tirano, la gente lamenta que se vaya liso, sin un rasguño, sin una sola humillación pública que resarza tantas de las que él infligió, y sobre todo después de haber disfrutado sin límites las mieles afrodisíacas del poder, como Castro, Pinochet, Franco o Perón, por solo citar algunos.
La masa iracunda, de tanto recibir atropellos, vejámenes, discriminación, violación de sus derechos y millones de asesinatos que envilecieron las condiciones materiales y espirituales de vida de toda Europa, seguro se sintió defraudada con la solución final que se impuso el mismo Hitler.
En aquel entonces hubiese disfrutado más, al igual que los asistentes al circo romano –cuando los primeros cristianos eran lanzados a los leones–, tener la última palabra para tomar venganza cruel y metódica con él, su familia y sus colaboradores.
La masa enardecida –y es inevitable– por un instinto primario natural, con razón quiere el desquite a la vieja usanza del ojo por ojo y diente por diente, dejando atrás cualquier sentimiento elemental de misericordia y perdón.
El fin de los tiranos es inesperado
Por cuenta de las víctimas directas e indirectas de las secuelas de odio que causan las más atroces dictaduras, la masa desearía que todos los sociópatas que han gobernado el mundo tuvieran el final de Benito Mussolini, fusilado junto a su esposa en Giulino, en diciembre de 1945; de Nicolás Ceausescu en Rumania, quien recibió más de 120 disparos de fusil junto a su esposa Elena, en diciembre de 1989 o del siniestro Muhammad Gadafi, quien murió de dos tiros a quemarropa: uno en el estómago y otro en la sien a manos de un joven libio.
Ese es el sentimiento del ser humano cuando reacciona y actúa de manera emocional e instintiva, como colectivo, para vengar las omisiones y violaciones de la ley y de los derechos civiles; pero no puede ser la reacción de un ser humano civilizado, bondadoso, justo y responsable, para saldar cuentas con el delito y los abusos del poder. Tampoco para liquidar deudas con sus adversarios o con sus enemigos, si sus rivales llegaron a transformarse en tales.
Creo en la grandeza del ser humano para comprender y tolerar, pero también para castigar con severidad ejemplar los agravios que se cometan en nombre de ideologías y obsesiones para el aprovechamiento personal indebido y arbitrario en el uso del poder. Pero dentro del marco de respeto a la condición humana, tan mancillada por sectas, fanáticos de ideologías y religiones, e ignorantes, y tan bien defendida y exaltada por los hombres libres amantes de la razón, la ley y la paz, a través de la historia de la humanidad.
Siento lástima por quienes abusan. Ellos saben cuántas deudas han asumido. Culpables de desmanes y usufructuarios de una riqueza que no les pertenece, prisioneros de su conciencia, que por las noches estrangula como un bello collar un cuello donde no luce. Abiertos panza arriba pretendiendo sueño, el corazón a punto de salirse por la boca, los nervios a flor de piel, sin poder conciliar el sueño.
El tormento de los malos
El silencio es de sirenas y las noches se hacen eternas, sin guardaespaldas que puedan calmarles la angustia, el miedo y las ansias de que pronto amanezca. Todos los responsables de delitos y también los inocentes, sabemos en qué y cuándo nos equivocamos en las actuaciones día a día y por eso en la noche pedimos perdón, porque le alzamos la voz a nuestros padres, castigamos injustamente a un hijo, fuimos infieles a nuestras esposas o cometimos un acto improcedente que nos dio ventajas sin merecerlo en la calle o en una cola.
A todos nos pasa, por Dios, no vamos a darnos cuenta de que nuestros ancianos mueren de hambre abandonados a su suerte; que la familia venezolana está disuelta; que todos los días nos levantamos rogando por el pan y clamando a Dios para que no nos sorprenda una enfermedad mortal o la misma muerte porque no va a haber para pagar el entierro.
Que apenas si nos sostienen las ayudas que nos dispensan familiares y amigos de afuera y que solo nos mantiene con esperanza la dignidad, el arrojo y desprendimientos de maestros de escuelas, profesores universitarios y enfermeras que no ceden y aún se mantienen con decoro en la lucha por la sobrevivencia. Que este pedazo de geografía ya no es Venezuela, sino un caserío miserable, sin ley y sin horizonte, de cualquier parte de la tierra, sitiado por bárbaros y asaltantes de caminos.
Muchos malos pertenecientes a la corte del tirano mueren lenta y progresivamente, pero no deberíamos alegrarnos porque son seres humanos y cuando fallece un ser humano muere un hijo de Dios. Porque por igual, donde hay muertos debe haber solemnidad y el predio donde ha de yacer ese cadáver es tierra sagrada, como lo son los aposentos donde están enterradas las víctimas que los acatamientos en condición de verdugo de aquellos también forjaron.
La lección de grandeza de Príamo y Aquiles
Hay un pasaje, el más bello que he leído de la Ilíada, y uno de los más conmovedores de la historia de la literatura, porque nos registra con sangre y lágrimas, con horror y ternura –adaptado a la película Troya protagonizada por Brad Pitt–, el momento cuando Príamo (Peter O’Toole) va a reclamar el cadáver de Héctor:
El viejo Príamo entra a la carpa y se postra a los pies de Aquiles, abraza sus rodillas y besa las manos del asesino de su hijo.
Ante un Aquiles atónito, que no sale de su asombro, el padre de Héctor le dice: “Acuérdate de tu padre, Aquiles, que tiene la misma edad que yo, y ha llegado a la vejez como yo. Pero él te espera. Sabiendo que vives, se alegrará viéndote al volver de Troya. Yo, en cambio, a mi hijo no lo veré regresar de la muerte”.
A Aquiles, tocado de corazón, se le llenaron los ojos de lágrimas. Conmovido ante aquel sorpresivo pedido, hizo levantar al viejo, lo invitó a sentarse a su lado y ambos enemigos lloraron juntos.
A la mañana siguiente el caudillo, que era un sanguinario guerrero, pero igual magnánimo y un hombre de honor, mandó a que lavaran el cadáver de Héctor y lo ungieran de olorosos aceites y envolviéndolo en una preciosa túnica, se lo entregó a su padre.
Yo no sé, hasta hoy, quien es más grande de alma, si Príamo que se humilla para pedir el cadáver de su hijo Héctor y enterrarlo con honores o Aquiles, que le concede la gracia de devolvérselo para que le dé una digna sepultura. Son los pasajes de la historia de la literatura que prestigian al ser humano como la más hermosa y original de las criaturas del reino de Dios.
El malo muere con su propio veneno
El malo muere por dentro y muy temprano, porque generalmente no tiene infancia feliz. Se le va secando el alma ante la adultez porque él mismo se irrespeta. La envidia, el odio, los complejos, los prejuicios y los malos procederes lo minan de codicia y revancha con los de su medio y todos aquellos que lo ven crecer.
No hay fortuna que no atormente azarosamente cuando no es bien habida. Ni crimen ordenado que no perturbe tus días y tus sueños. Tampoco hay mentira que al final no se ponga en evidencia, ni culpa que no produzca desasosiego y angustiosa ansiedad existencial. Ninguno de los malos es feliz y su herencia llevará el sello eternamente de su deshonor.
Los que sobreviven lucen agobiados, agotados, vencidos interiormente. Saben que esto es insostenible y que un día habrá un ajuste de cuentas y ellos tendrán que rendirlas o evadirse. El malo sabe que lo desprecian, que lo odian, que le desean la caída, que no vale nada, que no tiene gente que lo valore, menos aún que lo estime de verdad. El malo sabe que nadie le cree y que un día todo lo que tiene de manera ilegal, igual que muchos, lo perderá.
Mahatma Gandhi solía decir cuando desespero, recuerdo que a través de la historia, los caminos de la verdad y el amor siempre han triunfado. Ha habido tiranos, asesinos, y por un tiempo pueden parecer invencibles, pero al final siempre caen.