El perfil ideológico de Alexandr Lukashenko es sumamente adaptativo, lo que le ha permitido mantenerse en el poder durante los últimos 26 años. El cuestionado presidente de Bielorrusia, el último dictador de Europa, se reunió con el último gran aliado que le queda, el presidente de Rusia, Vladímir Putin.
José Ángel López Jiménez /Profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad Pontificia Comillas (Comillas ICADE)
La cumbre se produjo menos de 24 horas después de que más de 100.000 personas salieran a las calles para exigir su renuncia. Ambos mantuvieron una “reunión de trabajo” en el balneario ruso de Sochi, en el mar Negro. Su primer encuentro cara a cara desde los inicios del movimiento de protesta en Bielorrusia a raíz de las controvertidas elecciones presidenciales del 9 de agosto. Los manifestantes acusan a Lukashenko de manipular los comicios.
LUKASHENKO Y PUTIN: UNA DEPENDENCIA ASIMÉTRICA
Bielorrusia existe, aunque para la comunidad internacional y la opinión pública fuese, hasta estos días, únicamente el último resto de sovietismo en Europa y la última dictadura continental. Incrustada en el vecindario compartido por la Unión Europea y Rusia, la opacidad del régimen era paralela al desconocimiento y desinterés hacia esta república.
Como apunta Andrew Wilson, para el imaginario occidental no existen otros Estados entre Polonia y Rusia. Por ello, no resulta extraño que la reacción de la sociedad civil al enésimo fraude electoral en las recientes elecciones presidenciales haya situado a Bielorrusia en el foco del interés mediático.
El perfil ideológico de Alexandr Lukashenko es sumamente adaptativo. En esencia, a aquellos elementos que le permitan mantenerse en el poder como ha sucedido durante los últimos 26 años. Irrumpió tardíamente en la política durante 1991, cuando la Unión Soviética desapareció tras la firma del Tratado de Belavezha –Bielorrusia– que creaba la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
Suscrito por los presidentes de las tres repúblicas fundadoras de este instrumento de cooperación regional (Rusia, Ucrania y Bielorrusia), fue rechazado por Lukashenko –único miembro del Soviet Supremo de Bielorrusia en hacerlo–, partidario del mantenimiento de la Unión Soviética cuando, sin embargo, se había presentado a las elecciones al mencionado órgano republicano en una plataforma abiertamente a favor de las reformas democráticas.
El hasta entonces presidente de un koljós consiguió notoriedad pública beneficiándose de las luchas internas entre el presidente de la república (Stanislav Shushkévich) y el primer ministro (Viacheslav Kébich). Este último utilizó a Lukashenko como ariete para desplazar al presidente desde el Comité Parlamentario contra la Corrupción que lideró y le permitió adquirir notoriedad pública.
Sin embargo, perdida la moción de confianza y tras el cese de Shushkévich, la redacción de la Constitución de Bielorrusia de 1994 y la celebración de las primeras elecciones presidenciales democráticas –que enfrentaron a Kébich y a Lukashenko– permitió sorprendentemente a este último conseguir la Presidencia de la República el 10 de julio de 1994. Fue el triunfo del populismo ideológicamente amorfo.
Los años de mandato compartidos con Boris Yeltsin –quien le confesó que fue Kébich quien perdió las elecciones y no él el que las había ganado, por lo que no debería cometer en el futuro sus mismos errores– se caracterizaron por una aproximación a Rusia y un alejamiento progresivo de Occidente y de las principales instituciones internacionales, así como por la introducción de reformas constitucionales que iban dirigidas a la consolidación en el poder de Lukashenko.
Tras 26 años de sometimiento a un régimen autoritario, la sociedad civil ha dicho basta con un desafío abierto, pero pacífico
No obstante, el lukashenkismo, como ideología moldeable, cuyo único objetivo es impedir la alternancia democrática en las estructuras de poder republicano, ha dependido en última instancia de la cobertura rusa en varias dimensiones: la energética, la comercial, la política y la militar.
Si desde la perspectiva estrictamente doméstica la represión de la disidencia se ha ido acentuando desde el segundo mandato presidencial, con el cambio de siglo, ha utilizado en beneficio político dos elementos importantes. El primero está ligado a la homogeneidad étnica de la república, con el 84% de la población de mayoría bielorrusa –de 9,5 millones de habitantes–.
La ausencia de secesionismos que pudieran eventualmente ser utilizados por Rusia, como en sus repúblicas vecinas (Moldavia, Georgia o Ucrania) se ha visto favorecido por la ausencia de conflictividad interétnica.
Además, Lukashenko se convirtió en un genuino defensor de la consolidación etnocultural del pueblo bielorruso, especialmente mediante la promoción lingüística del idioma. La reafirmación de la identidad nacional propia, muy cuestionada en una larga historia de cruces de pueblos, naciones, Estados e imperios, facilitó la construcción de la estatalidad independiente tras la disolución de la Unión Soviética y, por consiguiente, la del propio Lukashenko al frente de este.
La evidente política de bielorrusianización del Estado que el presidente Lukashenko ha llevado a cabo desde hace unos años. El líder republicano ha mostrado desde 1994 un perfil político más “populista que de constructor nacional”. El segundo factor ha sido el religioso. Lukashenko ha usado permanentemente la presencia de las dos confesiones (católica y ortodoxa) en su particular beneficio. Marginando a la primera y favoreciendo a la segunda, ha forjado una alianza importante en sus relaciones con la población.
BIELORRUSIA República
independiente del este
de Europa, limita al
noroeste con Lituania
y Letonia; al noreste y
este con Rusia, al sur
con Ucrania y al oeste
con Polonia.
LA POLÍTICA EXTERIOR BIELORRUSA Y LAS RELACIONES CON RUSIA
Fiel reflejo de la pulsión personalista de Lukashenko ha sido un poderoso instrumento en sus manos y refleja sus propios temores y ambiciones. Los debates sobre la neutralidad de Bielorrusia discurrieron simultáneamente al comienzo de su independencia republicana; no obstante, la firma del Tratado de Seguridad Colectiva el 31 de diciembre de 1993 demostró la inanidad del concepto en el despliegue real de su política exterior.
La victoria de Lukashenko en las elecciones presidenciales del mes de julio de 1994, pero, en especial, el referéndum celebrado en 1996 consolidó la extensión de los poderes presidenciales, la disolución del Parlamento y el inicio de la progresiva conversión del sistema político en una autocracia.
Las consecuencias en cuanto a las relaciones internacionales fueron la reprobación generalizada desde Occidente, el no reconocimiento del Parlamento propuesto por Lukashenko, un aislamiento internacional creciente y, por ende, un estrechamiento de las relaciones con Rusia, su socio natural, frente a la expansión paulatina de la Organización del Tratado del Atlántico Norte hasta las fronteras de ambas repúblicas. El artículo 18 de la Constitución de Bielorrusia declaraba el estatus de neutralidad del nuevo Estado.
Sin embargo, no ha impedido su integración en organizaciones regionales de seguridad/militar lideradas por Moscú, como la CEI, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC, antiguo TSC en el marco CEI) o el propio Tratado de Unión Rusia-Bielorrusia y su cooperación militar bilateral. Este último fue firmado en el año 1999, pocos meses antes de la aparición de Putin como primer ministro y posterior sucesor de Yeltsin. Precisamente la profundización de las estructuras de cooperación bilateral en el marco de este tratado ha sido origen
de fricciones entre ambos líderes: Lukashenko, más favorable a los ámbitos energéticos y comerciales, y Putin, más proclive a intensificar los lazos políticos y militares. No obstante, durante esta última década ha permitido mantener al régimen una suerte de ficción de soberanía e independencia, a pesar de la extrema dependencia de los precios subsidiados del petróleo y el gas natural suministrados por Rusia, así como la ayuda financiera y las exportaciones como parte de la Unión Económica Euroasiática (UEE). Los intentos de construcción de una política exterior multivectorial alternativa, pero no excluyente a la bilateralidad con Moscú, no se han consolidado.
Las relaciones con la Unión Europea son una historia jalonada por la aplicación de sanciones, aunque Bielorrusia está incluida en la Política Europea de Vecindad (PEV) en su ámbito oriental. La primera década del siglo XXI matizó notablemente el discurso neutralista de la república. Pese a que continuó la estrategia declarativa en esta línea, se mostraba en la práctica de la política exterior una aproximación más evidente a Moscú.
No solo por el Tratado de Unión ratificado entre ambos Estados a finales de 1999, sino también por una combinación de factores nacionales e internacionales. En primer término, la expansión conjunta de la Unión Europea y de la OTAN alcanzó a las fronteras de Bielorrusia; de manera paulatina, las relaciones con Occidente se enturbiaron con los comicios presidenciales de los años 2001 y, notablemente en 2006, con la aplicación de sanciones al régimen; las revoluciones de colores que agitaron a Ucrania y a Georgia, y alertaron a Lukashenko en el país; la apertura de elementos multivectoriales en su política exterior, por ejemplo, con todas las repúblicas integrantes del GUUAM (Georgia, Ucrania, Uzbekistán, Azerbaiyán y Moldavia); por último, los intentos de intensificación de las relaciones con China como elemento de contrapeso que equilibrase “el factor ruso” no tuvieron éxito, como tampoco la posibilidad de adhesión como miembro de pleno derecho en una organización internacional alternativa al liderazgo exclusivo de Rusia —Organización de Cooperación de Shanghái (OCS)—.
No le bastaba a Lukashenko con ganar las elecciones en primera vuelta: tenía que hacerlo por goleada, con más del 80% de los votos
Desde 2014 Bielorrusia se debate en un dilema de difícil solución respecto a las relaciones bilaterales con Rusia: la reafirmación de su independencia y soberanía frente a potenciales tentaciones intervencionistas y los beneficios tanto económicos como políticos debido a su cooperación con Moscú. El no reconocimiento de iure —aunque sí de facto— de la anexión de Crimea impulsó el conflicto de precios en el suministro energético a Bielorrusia, cuya respuesta fue el progresivo acercamiento a Turquía —íntimo oponente regional de Rusia—.
Sin embargo, Lukashenko continuó percibiendo al Kremlin como el principal garante de la soberanía e independencia de Bielorrusia y, en particular, de su régimen autoritario. No hay que olvidar que, en buena medida, su legitimidad deriva del cierto nivel de bienestar económico a causa de un gasto público que está vinculado a las ayudas económicas y financieras de Rusia.
En los tres últimos años la tensión creciente presidió las relaciones bilaterales. Rusia condicionaba de forma más estricta los subsidios energéticos y el soporte financiero a una profundización de las estructuras político-militares. Bielorrusia no reaccionó de acuerdo con los requerimientos de Moscú durante la intervención en Ucrania y, además, las concesiones solicitadas suponían, a juicio de Minsk, un elevado riesgo para su integridad territorial, soberanía e independencia. El llamado «ultimátum» realizado en el año 2018 amenaza transformar a Bielorrusia en un nuevo desafío para la política exterior más cercana, pasando de ser un socio imprescindible a un vecino inestable. Los recientes acontecimientos han otorgado a Putin una situación privilegiada.
¿POR QUÉ AHORA?
Tras 26 años de sometimiento a un régimen autoritario, la sociedad civil ha dicho basta. A través de un movimiento de protesta muy transversal y con una organización muy precaria –sin aparente ayuda occidental– la población se ha ido sumando de forma mayoritaria. Con un desafío abierto a los cuerpos de seguridad (KGB), pero absolutamente pacífico, no se adivina un pronóstico claro en cuanto a su duración en el tiempo.
Hay que recordar que ONG como Amnistía Internacional o Human Rights Watch llevan años reportando la situación en materia de derechos humanos de un Estado que no pertenece al Consejo de Europa –el único con Turkmenistán– y, por lo tanto, está al margen de la jurisdicción del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, lo que hace inviable la relación con la UE. Es importante resaltar que las dudas suscitadas en torno a la política exterior rusa en las repúblicas vecinas, como las intervenciones rusas en Georgia y, especialmente, en Ucrania suscitaron los temores de Lukashenko, que no reconoció la anexión de Crimea.
Además, en los últimos años se ha intensificado la presión de Putin para usar el Tratado de Unión como instrumento para perpetuarse en el Kremlin sin necesidad de reformar la Constitución de Rusia –aunque se hizo recientemente–, y empleando una estructura presidencial bicéfala. La terrible gestión de la crisis sanitaria de la COVID-19, con la celebración de un desfile militar multitudinario en conmemoración del 75o Aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, se ha sumado al hartazgo de la población por el presumible fraude masivo de las recientes elecciones presidenciales.
Desde 2014 Bielorrusia se debate en un dilema de difícil solución respecto a las relaciones bilaterales con Rusia: la reafirmación de su independencia y soberanía frente a potenciales tentaciones intervencionistas y los beneficios políticos y económicos derivados de su cooperación con Moscú
La falta de supervisión electoral internacional, como, por ejemplo, a través de la OSCE, se unió a unos preliminares que anunciaban lo ocurrido: la detención de los candidatos de la oposición con más posibilidades electorales (Babariko y Tijanovski) o el veto (Váleri Tsepkalo). El relevo fue tomado por el triunvirato de sus esposas (Svetlana Tijanovskaya y Verónica Tsepkalo) y la jefa de campaña de Babariko (María Koleniskova), que han terminado huyendo del país y refugiándose en Ucrania y Lituania.
POTENCIALES ESCENARIOS
1El hipotético modelo de “revolución de colores” en curso presenta varios escenarios de futuro alternativos: que Lukashenko pida una intervención militar de Rusia y que con esto ponga en práctica la cláusula de defensa mutua dentro de lo que es la OTSC –solo en el caso de una agresión externa, que puede camuflarse convenientemente– o a través del Tratado de Unión Rusia-Bielorrusia. En 2010, Moscú no atendió una anterior petición de ayuda -intervención por invitación que hizo Kirguistán.
2La intensificación de la presencia militar rusa en la república o mediante el apoyo policial a la represión interna que ya empezó contra la sociedad civil. Al Kremlin no le interesa tampoco en clave doméstica este tipo de demostraciones populares contra el régimen que puedan suponer un modelo a imitar en Rusia.
3La sustitución de Lukashenko solo pasaría por colocar líderes marioneta al servicio de Moscú, como ha sucedido en los conflictos prolongados y secesionismos de Transnistria, Osetia del Sur, Abjasia, Crimea o el Donbás. No obstante, hay que recordar que la población no tiene sentimientos antirrusos ni, por el momento, demandas a favor de una aproximación a la UE o a la OTAN –como sucedió en Ucrania en el año 2014–.
4En último término, cualquiera de las opciones recortará de facto la soberanía de Bielorrusia y vaciará de contenido sus instituciones estatales. Pero Rusia no dejará caer en manos de Occidente el flanco occidental de un espacio geoestratégico vital para sus intereses, rodeado por territorio que corresponde a la UE y a la OTAN. Y no quiere repetir lo sucedido en Ucrania con la revuelta de Maidán. La colisión entre dos liderazgos autoritarios, como los representados por Lukashenko y Putin solo puede tener en estos momentos un doble perdedor: el primero y la República de Bielorrusia. El primero necesita al segundo, pero Putin solo a Lukashenko mientras le sea de alguna utilidad.
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