Nevaba sin parar. Ha salido en su carro sin un objetivo determinado, solo porque le gusta manejar por los vías vacías, solitarias. “No hay casas a lo largo de la carretera”, nieva, la nieve se amontona, vira hacia un camino que conduce a un bosque y tenía lo que tenía que pasar, el coche queda atascado en un sendero que tomó con la intención de avanzar hacia donde no sabía.
“No hay casas a lo largo de la carretera”. Nadie lo había mandado a viajar, ni tampoco a tomar ese camino. Nieva. Pero ¿él no pudo haber parado antes? «No hay casas a lo largo de la carretera». Se había metido en ese camino, sin pensar (como hacemos tantas veces las cosas, sin pensar).
Irrumpe una atracción extraña cuando hacemos cosas sin pensar. “Es hermoso”, dice él. Debe serlo, avanzar prescindiendo del pensamiento debe ser hermoso, pero el sendero porque es sendero debe conducir a algo, o a alguien. Ese es al fin el sentido de todos los senderos. No hay senderos que no conduzcan a ninguna parte. ¿O hay uno?
Es hermoso el sendero: los árboles blancos, el suelo blanco, pero el auto ya no funciona. Solo sirve para calentarse un rato adentro. «No hay casas a lo largo de la carretera«.
¿Por qué yo hago estas cosas?, se pregunta ¿quién me mandó a meterme por este sendero que no conozco y del que ni siquiera sé adónde lleva? (no lo sabe todavía, pienso yo: hay actos gratuitos, actos que no obedecen a nada, y si obedecen a algo, nadie de eso sabe nada. Hay muchas razones que explican ese no saber, cuando llega el momento en que no podemos responder nada pues nadie pregunta nada).
Está cansado, se sienta sobre una piedra bajo la rama de un árbol. Quiere dormir, pero no debe; quedarse dormido en medio de esa nieve, que tanto se parece a la nada, sería morir. No quiere morir. “¿O será morirme lo que quiero?”, se pregunta. Está vivo y siente miedo. El miedo pertenece a la vida. Sobre la blancura, oscurece.
Una oscuridad que da miedo. El miedo pertenece a la vida. Él no siente miedo por tener miedo, todo lo contrario: “es un miedo sin angustia”, un miedo de verdad. Un miedo que viene desde la blancura pues sin blancura no se puede ver la oscuridad (en ese momento, yo, el lector que lee a Blancura de Jon Fosse, no puedo sino recordar la caverna de Platón, cuyos habitantes salvo uno, sienten miedo de la luz).
Pero el miedo del personaje de Fosse es un miedo al revés: viene de la blancura, de la más blanca, la de la nieve. Aunque al contrario de los cavernarios platónicos, el miedo de Fosse siente atracción por la oscuridad; y eso le da miedo, no la oscuridad: la atracción que ejerce esa oscuridad sin la cual la luz no podría existir. Y desde la oscuridad, él mira la blancura, “una luminosa blancura”.
Una criatura, pues ha sido creada, luego no viene de la nada. Tampoco la nada viene de la nada. Y de pronto la blancura se convierte en persona, y la persona tiene voz, pero no es la voz de la persona que dice ser la persona, es la voz de la madre que viene a buscarlo seguida por su padre (evidentemente, el personaje ha retrocedido en el tiempo y se acerca a sus propios orígenes del mismo modo como sus orígenes se acercan a él).
La persona, la madre, traía dentro su blancura una blancura tan blanca que él no se atreve a tocar por temor a ensuciarla. La mano de la luz se posa sobre su hombro y él se pregunta: “¿Había pasado yo a formar parte de la luminosa criatura?”.
Termina un año oscuro, otro más de guerras y de muertes. He usado estos días lluviosos para leer al noruego Jon Fosse, cuya obra, así como la luz de Blancura, ilumina la oscuridad, esa misma oscuridad que necesitamos para ver una luz que nunca termina de ser porque esa luz es más que su luz.
Está dentro de la luz de su madre, no está en la nada sino dentro de una una blancura intocable, que es la madre, seguida de un padre que no dice nada, solo asiente cuando habla la voz de la madre. “La criatura me parecía inseparable de mi cuerpo… esa criatura blanca en toda su blancura. Quizás fue sencillamente un ángel”, supone. Un ángel de Dios como Lucifer, pues todos los ángeles son de Dios. «No hay ángeles oscuros», piensa. Que sean buenos o malos ángeles carece de importancia. Los ángeles son las luces divinas que brillan en esa oscuridad que es la vida, nuestra vida.
Deja de nevar. ¿Fue una visión? Sin verla vuelve a escucharla. Es ahora una voz lejana. Es la voz que ya no es y a la vez es la voz de la madre. ¿Quién eres? La voz responde en modo mosaico: “Yo soy la que soy”. (El dios de Moisés o la diosa de él es lo que es, lo que no tiene explicación porque sencillamente es lo que no ha creado nadie, pero «solo» es, pienso yo).
Después de la voz reaparecen los padres. La voz, que es la de la madre, pero ya no lo es, dice: “Vengo a buscarte”. Él se siente perdido, tiene hambre, quiere ver gente, calentarse al lado de una estufa. “Te hemos encontrado”, dice la voz de la madre, ahora con voz de madre. (¿La muerte es un encuentro? Me pregunto yo). En un determinado momento, la madre le reprocha: “¿Cómo entraste a este bosque si no sabes salir?” Él responde: “Tú me trajiste al bosque”
El bosque -sin duda- es la vida, pero la luz no es la muerte. Es el anunciador dictamen del más allá del bosque. Por momentos él vuelve a la grisura del bosque, un bosque que avanza. “Todo mejora cuando se ve un poco” (ahí me entero de que la luz no lo dejaba ver el bosque).
Los padres dicen: No encontramos la salida. El quiere descansar. Hace frío. Solo quiere descansar. Y de pronto, aparece un hombre vestido de negro (al fin termina esta agonía, apareció al fin, la muerte, o al menos un representante, pienso yo). Y con el hombre de negro, todo comienza a no ser, a disolverse, a formar parte de la blancura, una blancura que no solo está fuera sino también dentro de cada uno, de la madre, del padre, del hijo.
Fuera, todo oscuro. Pero el hombre vestido de negro camina descalzo sobre la nieve blanca. El hombre de negro reluce entre tanta blancura. “Noto que estoy dentro de una luz blanca, parece una niebla luminosa”. “Es como si todos estuvieran al mismo tiempo”. “Como si yo no fuera y hubiera pasado a formar parte de la criatura resplandeciente”. Pero no todavía. Siente en sí mismo la niebla que ya no es gris, pero no todavía blanca blanca. Piensa, todavía piensa, en que todo carece de sentido, “como si el sentido ya no existiera, porque todo es todo eso, todo es sentido” (El sentido del sentido es el sentido, agregaría yo).
“Mi madre, mi padre y yo nos adentramos en la nada, suspiro a suspiro, y de pronto no quedan más suspiros, solo queda la criatura brillante y resplandeciente que ilumina una nada que respira, que es la que ahora respiramos, desde su blancura”.
Apago la pantalla donde he leído la novela Blancura (ahora leo en pantallas, es más luminoso).
Blancura es la última novela escrita por el último premio Nobel de Literatura Jon Fosse. También la más breve. Blancura, no obstante, condensa el sentido de casi todas sus otras obras: La vida que transcurre entre el ser, y lo que no es pero al fin es, porque el humano, al percibir el todo, logra percibir la nada, que a la vez no es nada, porque al ser nada, también esta siendo: es.
Está siendo y nosotros, los humanos, somos islas flotantes en medio del océano interminable de esa nada que está delante, que está atrás, pero, como la blancura luminosa que nos describe Fosse, está también dentro de nosotros, sobre todo cuando caminamos a lo largo de ese bosque que llamamos vida.
Termina un año oscuro, otro más de guerras y de muertes. He usado estos días lluviosos para leer al noruego Jon Fosse, cuya obra, así como la luz de Blancura, ilumina la oscuridad, esa misma oscuridad que necesitamos para ver una luz que nunca termina de ser porque esa luz es más que su luz.
Ya había terminado de leer la Trilogía y ahora voy por su Septología. Tú lo comienzas a leer, y simplemente no te deja. Pienso que este año deberé escribir más sobre Fosse, si es que se dan algunas cosas como yo quisiera que se den. No solo es un Nobel, es un milagro literario.
Jon Fosse es poeta, dramaturgo, novelista, filósofo, y aunque él quizás no se dé cuenta, teólogo. Pero no es un erudito, ni un sabio, ni un especialista. Vive de su propia ingenuidad e ignorancia. Por eso cuando escribe no solo narra: busca. Tengo la impresión que él es como sus propios personajes.
Para decirlo con algunas palabras de un poema del mismo Fosse, el humano …
...…..está siempre en el pasado y siempre en el futuro y en algo que no existe en su frontera que desaparece entre lo que ha sido y lo que está por venir En un sólo movimiento no es ni tiempo ni distancia Se aclara y desaparece y al desaparecer permanece Y en su oscuridad se ilumina.