TEXTO MARTA FERNÁNDEZ / ILUSTRACIÓN NICOLÁS AZNÁREZ
14/06/2016
Cambio16 publica cada mes un relato para cerrar la edición de papel. Esta historia la firma Marta Fernández, periodista.
Ni había confesado, ni había negado. Ni habló cuando con un hierro ardiente ante los ojos le volvieron a preguntar si estaba a las órdenes de su Majestad. Sólo contestó cuando le dijeron que sabían que su nombre era Francis Garland. “Soy cómico”, repetía. Cómico. Ja.
Lo decía en un italiano trabado que no era suyo. Sólo soy un actor, no sé qué son esos barcos de los que habláis. Pero estaban convencidos de que sí sabía. Y le sepultaron en el último calabozo de la Cárcel Real. Por alguna razón, le habían sacado de la Galera Vieja, donde los otros presos enloquecían hasta morir. Ahora oía sus gritos lejanos, su marabunta en un idioma cargado de jotas, su barullo de chusma incomprensible. Y dejaba pasar las horas imaginando la fuga.
Hasta que llegó el manco. Debió de ser ya en su segunda semana de cautiverio. Cuando les había quedado claro que ni la tortura, ni las amenazas, ni el látigo, ni el cura le harían hablar. El manco entró en la celda como si le hubieran empujado. Pero en la voltereta de su caída había algo imposible. Una falsa exageración. Se quedó enredado en los pies del hombre que decía no ser Francis Garland durante un segundo interminable –como sólo son los segundos en la prisión–. Y por un momento, al deshacer el nudo, los dos se miraron y comprendieron que tenían algo en común. Algo profundo. Como la fe.
Ese algo era el teatro. El manco ya lo sabía cuando habló por primera vez. “Me han dicho que decís ser cómico. Aunque ellos creen que sois un espía. Un espía de la Reina de Inglaterra”. Y el hombre que no era Francis Garland, el que se había negado a hablar, por fin, respondió. “No hay ninguna diferencia. En cualquier caso sería un impostor. ¿Y vos, manco? ¿Quién sois vos que parecéis saber algo de mí?”
El manco sonrió por dentro. O quizá se le habría visto sonreír por fuera si hubiera habido la suficiente luz. Sonrió con la complicidad de los que se identifican en el engaño. Porque él también era un impostor. Un soldado. O un espía. O un derrotado. O un cobrador de impuestos. O un cautivo que ya no encontraría su lugar. Era un escritor. Esa era la religión que les unía. La palabras. Las que sirven a la mentira y a la verdad.
Fuera verdad o mentira, el hombre que no era Francis Garland sabía cómo tenía que contar las cosas para conquistar a quien le oía. Sí, quizá era un actor. Hablaba con esa cadencia de los que salen a escena. De los que saben dejar la frase en el abismo y al público suspendido con él. Dio detalles de un viaje desde Nápoles. Y de una compañía de Commedia dell ‘arte con la que recorrió Italia. Y le confesó que en casa le llamaban Will.
El manco no fue tan sincero. El remordimiento le impidió reconocer que no era un preso, que los soldados le habían colado en la celda con la esperanza de que consiguiera, por fin, una confesión. Era hombre de letras y conocía bien el cautiverio. No pasaba nada por probar.
Sí le contó el manco que le habían apresado al regresar de la guerra. Y que volvió a casa sin dinero, sin brazo y sin fama. Que se sintió fuera de su tiempo porque Madrid ya no era Madrid. Ni el público era el mismo en los teatros. Se rendía a un tal Lope. Por eso decidió dejar las comedias para escribir historias. Porque en eso Lope no le podría ganar.
-Escribiré una novela que lo tendrá todo, porque será el cuento de un loco y demostrará que los locos son los demás. Así me pareció el mundo cuando volví de Argel.
-Porque así es. La vida es un cuento contado por un loco… o por un idiota. Un cuento lleno de ruido y furia que no significa nada.
Y los dos callaron pensando en la nada del cuento que les tocaba contar.
Se llevaron al manco de la celda dos días después. Antes de que su silueta rompiera la luz rotunda de la puerta abierta, el hombre que no era Francis Garland se atrevió a preguntar.
-Manco… ¿Les diréis que soy un cómico o un espía?
-Ser o no ser… ¿Qué más da? Les diré que sois como yo. Alguien que vive para dar palabras a los demás.
Y el hombre que no era Francis Garland se quedó con aquella pregunta abierta como una herida. Qué más daba ser un espía o un cómico. Tener un nombre o no tenerlo. Qué más daba ser o no ser.
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