La historia –fabulada, mítica o real– de Hernando Cortés [Hernán o Fernán como lo popularizó el historiador Antonio de Solís, Historia de la conquista de México 1684] al decir de Esteban Maira Caballos, es realmente fascinante en múltiples direcciones. El metelinense [de Medellín] “no ha dejado indiferente a nadie ni en vida ni después de su óbito”. Ha sido uno de los personajes más admirados y, a la vez, más odiados de la historia.
Comenta Caballos: “Para Bartolomé Bennassar, Cortés fue el único conquistador al que se le puede considerar genial, por su capacidad para fascinar a miles de personas a lo largo de cinco siglos. Oswald Spengler lo consideró un verdadero «héroe de la raza», conquistó inmensos territorios con un grupo muy reducido de hombres.
Para miles de personas encarna un verdadero héroe civilizador, un auténtico profeta moderno que consiguió expandir el cristianismo. En cambio, para otros, siguiendo a Bartolomé de las Casas, el dominico padre de la corriente humanista de la Iglesia Católica del siglo XV, fue un ambicioso que no dudó en destruir todo un imperio para conseguir sus fines. ¿Por qué hablar de Cortés?
Nuestro clivaje histórico: el despojo
Quiero tomar al autoproclamado Amadís de Gaula, Hernán Cortés,paladín de batallas épicas y cruentas contra los mexicas, porque en ese andar quedó una huella perenne de dolor y queja. Enlaza con la tesis cultural de lo que significa ser hispano y colono, al decir de Guillermo Morón: 1.-vocación de pueblo mestizo, 2.- influencia de la fe católica y 3.-afán emancipador bajo el ideal de cabildo abierto, expresión originaria de ciudadanía y república. Este último elemento cultural, la más débil de las virtudes.
El mayor atributo de Hernán Cortés, como sostuvo Salvador de Madariaga, fue su genialidad política. Sus dotes diplomáticas, su capacidad de seducción y visión de futuro. Genialidad semántica acompañada de su ego guerrista, sangriento, radical y cruel, con enemigos y traidores. Un talante feroz, que dice mucho de la idealización del hombre [aun forastero] sobre pueblos subyugados y asaltados.
Cortés es heroísmo militar, arrojo en la batalla y temeridad. También empatía y comprensión con los naturales de carácter pactista. Él mismo subraya su intención de pactar a toda costa antes que hacer la guerra, “por lo que plantea la matanza de Cholula como defensiva [advertencia] para evitar la destrucción de la capital mexica”.
Cortés, Colón y Pizarro –iconos de la conquista hispana– tienen en común ir por las riquezas del Nuevo Mundo, cristianizar y lograr el honor y la gloria por sus dominios y territorios. Este deleite por el superhombre concede, en el análisis historiográfico, la respuesta al culto de la personalidad, la fascinación de los pueblos por el hombre de poder; por el todopoderoso, por Estado-Imperio; la centralización; los negocios de la mano [mordida] del Estado; la externalidad como cultura y no menos relevante, el mesías [el caudillo], como patrón/rigor de mando.
Es el afán providencialista de Cortés: “El elegido para expandir la cristiandad por territorios ignotos” apunta Maira Caballos. “Son reiteradas las alusiones a la voluntad del Altísimo y a su continua ayuda, tratando de evidenciar el carácter sagrado de su empresa”.
La gran batalla de Cortés fue su lucha por la eternidad. ¿Cuántos quieren reencarnar a Cortés? ¿Cuánto mito convertido en épica? ¿Cuánta identidad con el hombre –Amadís, el hombre– Aquiles, guerrero y redentor, mesiánico y pastoral, quien en el poder reescribe la historia? ¿Cuántos hoy deseando eternizarse, vistiendo de túnica como Jesucristo, pero con licencia para excluir, controlar y despojar?
Los egos y el robo del alma
“Moctezuma II, con lágrimas en los ojos, se negaba a renunciar a sus dioses, de los que decía que eran muy buenos pues «le daban agua, pan, salud y claridad y todo lo necesario». Como ha escrito Octavio Paz, ningún otro pueblo se sintió tan desamparado como los mexicas cuando interpretaron que el fin de su mundo se estaban cumpliendo. “Los hombres blancos no solo les robaron su cuerpo ¡sino también su alma”.
Entonces nuestra historia de viajeros de indias nos aporta otro elemento: cicatrices sin sanar. Resentimientos. Desde la colonización, la esclavitud, las misiones evangélicas, la división de clases; el desplazamiento de nativos y su transculturización, más guerras contra naturales –de resistencia, de independencia y después civiles y montoneras–Hispanoamérica ha cargado un reflujo de imposiciones, tradiciones, lengua, muerte, segregación, fe, venganza, diversidad y ostracismo, que nos lleva a un metabolismo social maravilloso de mestizaje e integración multicultural, pero sufrido en su alma originaria.
El despojo y la ansiedad ególatra del conquistador, el “robo del cuerpo y del alma”, ha creado un marcaje que facilita la narrativa [exacerbada] de desquite y reparación. Hernán Cortés es un ritual andante, un fundamentalista del combate, un místico autoconsagrado en el siglo de oro, quien creía que «La vida es breve, la muerte cierta, el bien vivir es bueno, pero el bien morir gloriosos”.
Es la guerra inherente al hombre. Es la oda para morir por el poder, no el poder para vivir y dar la vida, libremente. El alma de la nación al servicio del nuevo hombre. Cortés, el hombre imperio, el hombre-armadura, sin pena ni gloria. Un terrible arquetipo de superhombre, que amolda la república a su imagen y semejanza. Y lloran los moctezumas.
El síndrome del hijo único
La historiografía cortesiana nos confirma “el afán de héroe-civilizador, del Moisés moderno, del caudillo ególatra, propio de un hijo único”. En ese cajón de voluntarismo identitario, de impronta mansa y guerrera a la vez, subyace el hijo noble a la cristiandad e irreverente al dominio. Los hispanos nos adeudamos un impostergable reencuentro cultural, un gesto de redención grupal, donde el héroe-civilizador sea cada uno de nosotros.
Redactado de su puño y letra, Cortés construyó su mito a través de sus propias Cartas de relación, contando con humanistas y clérigos idólatras de la diócesis de Osma, Francisco López de Gómara y Francisco Cervantes de Salazar. Pero como dijo Antonio de Solís en el siglo XVII, “la verdad es el alma de la historia, según la forma en que nos aproximamos al pasado”, y agregaría yo, según la forma como nos desatemos del presente.
La revolución pasó de moda en el mundo civilizado. La guerra dejó de ser inherente al hombre. Dejémosle esa expresión a santo Tomás y san Agustín, a sus tiempos, a su pasado. Dejemos a Cortés descansar en paz. El hombre nuevo, el de hoy, eres tú.