La crisis del petróleo en la década de los años setenta supuso un punto de inflexión para la economía de las potencias occidentales en general y de Estados Unidos en particular. Lograr la independencia energética se convirtió en el santo grial de la política exterior de Washington. Liberarse de la espada de Damocles que significaba la incertidumbre en las conflictivas regiones productoras –sobre todo en el Oriente Próximo– ha sido desde entonces la mayor aspiración de gobiernos, tanto demócratas como republicanos. Luego aparecería el fracking, que desató un torrente de petróleo. Pero en pocos años, lo que parecía una panacea terminó convertido en un suplicio de Tántalo.
A principios de 2019, el fracking había contribuido a apuntalar a Estados Unidos como el mayor productor mundial de petróleo. Llegó a superar a Arabia Saudita y a Rusia. En ese momento, el presidente Donald Trump se deleitaba al decir que no solo se había logrado la independencia, sino más bien el «dominio energético». Y a la par, los sondeos de opinión le auguraban una segura reelección.
Pero del Lejano Oriente llegó la COVID-19. La paralización de las economías golpeó a un mercado petrolero que ya deprimido. La tregua entre Arabia Saudita y Rusia, bajo la cual ambos países limitaron la producción para apuntalar las cotizaciones, terminó. El precio del petróleo experimentó las caídas interdiarias más pronunciadas en casi 30 años. En un punto se cotizó en negativo.
Una caída previsible
Como resultado, las empresas petroleras y los países productores acusaron la estocada. La rentabilidad del negocio cayó y sus ingresos se desplomaron. Comenzaron los recortes y el cierre de operaciones.
Para el fracking, que cuenta apenas con alguna rentabilidad, el impacto fue mortal. No podía ser de otra manera. Este tipo de producción, que permite extraer el llamado petróleo de esquisto o shale oil, no es financieramente viable. En realidad, esta industria se mantenía sobre la base de premisas más políticas que financieras.
La primera, que su continuidad suponía defender la independencia energética de Estados Unidos. La segunda, que el crecimiento de la demanda y los conflictos que afectaban la producción y el transporte mantendrían los precios del crudo excesivamente altos. El fracking podría cubrir los costes y esperar obtener buenas ganancias en un futuro.
Sin embargo, el Gobierno y la industria de Estados Unidos olvidaron los principios del libre mercado que –curiosamente– deberían conocer mejor que nadie: los precios los fijan las leyes de oferta y demanda. No las decisiones políticas.
En este entorno, el destino del fracking estaba sentenciando. La crisis de precios, producto del coronavirus, aceleró la caída y fue un desplome en barrena. Desde 2015 era conocido que los productores de esquisto habían gastado más de lo que habían recibido por venta de petróleo. La industria confiaba en que una subida abrupta de los precios les brindaría las ganancias que esperaban.
Esos ingresos no se materializaron ni siquiera cuando el petróleo rondaba los 55 dólares el barril. Pocas empresas eran rentables. Quedaba claro, desde entonces, que este modelo de negocio de petróleo de esquisto no funciona, ni siquiera en las mejores condiciones del mercado.
Independencia a cualquier coste
Lo que ha quedado claro es que –intencionalmente o no– los formuladores de políticas públicas que querían promocionar la independencia energética ignoraron esta realidad. Mientras, los inversores comenzaban a perder la paciencia. Como resultado, las acciones de las empresas de fracking obtuvieron un rendimiento muy inferior en el mercado. A pesar de que había un entorno de precios inusualmente altos.
En abril, la Administración de Información de Energía recortó su pronóstico para la producción de petróleo de Estados Unidos. La agencia estimó que caería tanto este año como el próximo. Estas proyecciones sugieren que los días de gran crecimiento del fracking y la producción de esquisto han terminado.
A lo largo del año, Donald Trump buscó la fórmula para salvar la industria del esquisto. Incluso, llegó a participar en acuerdos con Rusia y Arabia Saudita para reducir la producción. Ciertamente, había apostado mucho para lograr ese «dominio energético» del que se ufanaba todavía a principios de año.
Resulta evidente que la independencia energética no puede sostenerse sobre los hombros de una industria que no es rentable. Pero también se ha demostrado que sin ese apoyo, no podrán continuar.
Perspectivas modestas
Después de años de altas tasas de producción de petróleo y gas de esquisto, la industria de hidrocarburos se enfrenta actualmente con algunos de sus mayores desafíos tras los efectos de la pandemia de coronavirus y la caída drástica en la demanda de energía.
Se esperaba que la producción de esquisto estadounidense creciera 650.000 barriles por día este año. Ahora se prevé que se contraiga entre 1,5 y 2,3 millones de barriles por día en comparación con el año pasado y puede acelerarse aún más.
Aunque los precios del petróleo crudo se han recuperado ligeramente y ahora se sitúan por encima de los 45 dólares el barril, el punto de equilibrio para los productores de petróleo de esquisto es de entre 50 y 70 dólares el barril.
Una de las compañías petroleras más grandes de Estados Unidos, ConocoPhillips, anunció el recorte de su producción de petróleo en América del Norte en 225.000 barriles de petróleo por día y una reducción de su gasto planificado a 4.300 millones de dólares.
Los gigantes petroleros ExxonMobil y Chevron también han establecido planes para frenar la producción y el gasto petrolero. Los proyectos se ven afectados por la fuerte caída en la demanda mundial.
Derrumbe político y económico
Los acuerdos y precios más altos del petróleo podrían ayudar a la industria. Pero no solucionan su problema fundamental: la rentabilidad. La independencia energética terminó siendo un castillo de naipes que se vino abajo con los vientos de la pandemia.
Curiosamente, esta realidad no hizo que Donald Trump perdiera en los estados petroleros, como Texas. Aunque los efectos de la pandemia terminaron pasándole factura. El fracking y la reelección se sumaron a las víctimas de la COVID-19.
Luego de la promoción de los ejecutivos de las empresas de fracking, los financistas de capital privado y Donald Trump, la independencia energética sigue siendo un premio esquivo. Un eventual gobierno de Joe Biden, con el apoyo de la industria de las energías renovables y grupos ambientalistas, podría dar a la producción de esquito la estocada final.
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