Por Juan Emilio Ballesteros
26/02/2017
“Yo no sé gran cosa de aranceles. Lo que sí sé es que cuando compro una chaqueta de Inglaterra, yo me quedo con la chaqueta e Inglaterra con el dinero, mientras que si la compro en Estados Unidos, yo me quedo con la chaqueta y Estados Unidos con el dinero”. Abraham Lincoln
Nada hay más cobarde que un millón de dólares. El supuesto pánico que el proteccionismo impulsado por Donald Trump iba a generar en los mercados financieros globales se ha traducido, nada más tomar posesión y firmar sus primeros decretos, en una subida sin precedentes en las bolsas de medio mundo, con el Dow Jones rompiendo por primera vez en la historia la barrera de los 20.000 puntos y el índice Nikkei de la bolsa de Tokio registrando su mayor subida en un año y, de paso, corrigiendo su dramático desplome del día anterior, una vez que los inversores revisaron al alza las implicaciones de la sorpresiva victoria del candidato republicano. En el resto de los parqués internacionales y los mercados europeos se saludó con optimismo o, en su caso, cautela, la toma de posesión del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
Tan solo una semana después de que jurara oficialmente su cargo, el mundo ya se agitaba convulso ante las nuevas reglas de juego impuestas por Trump. Es el trumpismo, que ya tiene contestación social. Desde las manifestaciones contra la guerra de Vietnam no se había visualizado una protesta tan masiva de ciudadanos norteamericanos contra sus dirigentes. Una movilización que se extiende como un reguero de pólvora por todo el planeta. Y su mandato no ha hecho sino empezar. Manifestaciones de mujeres en Washington; los aeropuertos colapsados ante el veto a la entrada de refugiados e inmigrantes musulmanes; indignación ante la construcción del muro en la frontera con México… Nunca antes un presidente norteamericano había concitado tanto rechazo desde el mismo día de su investidura.
Y, sin embargo, Trump se ha limitado únicamente a cumplir con las promesas que anunció en su campaña electoral. Eso sí, lo ha hecho desde el populismo y la provocación. Ni siquiera se le ha concedido el privilegio de los cien días de gracia que tiene cualquier gobernante para empezar a desarrollar su programa de Gobierno. Es más, su victoria fue cuestionada hasta el punto de que muchos la consideraron ilegítima con el argumento de que su contrincante, Hillary Clinton, obtuvo casi tres millones de votos más, pero perdió en las urnas a causa del sistema electoral norteamericano, que consagra el voto electoral frente al sufragio popular.
Estados Unidos es el único país del mundo con sistema de sufragio indirecto donde la elección del presidente se decide con los votos del Colegio Electoral, un sistema con 229 años de historia instaurado con el fin de proteger a los estados pequeños ante el poder de los grandes. Muchos expertos consideran que este mecanismo es democráticamente deficitario. No obstante, el procedimiento para el recuento de votos y su proporcionalidad se estableció precisamente para evitar la arbitrariedad de que un solo Estado, especialmente los más poblados como California o Nueva York, pudiera decidir el presidente de Estados Unidos. La candidata demócrata obtuvo su impresionante ventaja principalmente en California.
Las dudas sobre el proceso han dolido a un Trump que admitió abiertamente la intromisión de hackers rusos en el proceso electoral, pero que en ningún caso llegaron a desvirtuar el resultado final. Incluso ha abierto una investigación para esclarecer los hechos y demostrar que fueron los demócratas los que cometieron irregularidades al incluir votos de personas fallecidas y sufragios duplicados.
La cuestión de la legitimidad del resultado electoral introduce una paradoja que, a la larga, sobre todo si continúa la deriva política de Trump y su enfrentamiento con los líderes de la comunidad internacional, podría costarle incluso el impeachment, un procedimiento de destitución presidencial que se inicia con su procesamiento. La duda sobre la constitucionalidad y legalidad de sus decisiones está calando tan hondo que no sólo ha provocado que el poder judicial se rebele contra el veto a los musulmanes, sino que ha llegado a afectar incluso al bando republicano, donde se argumenta que la medida sólo puede dar alas al terrorismo islamista.
Lo populista y megalómano de Trump, su incorrección política –el Washington Post lo ha llegado a comparar con los caudillos latinoamericanos– alimentan hasta el absurdo el contrasentido de que la democracia supuestamente más garantista y de mayor calidad se resista a aceptar unos resultados absolutamente válidos y legales. Se recurre al poder de control de las instituciones para equilibrar los excesos y tratar de limitar los efectos devastadores de quien ha entrado en la Casa Blanca como elefante en la cacharrería. Por el contrario, el dinero lo adora, a él y a los empresarios multimillonarios que conforman su gobierno. Uno no debe hacerse rico con la política, pero nadie ha podido negar que la política no sea un buen negocio.
En realidad, el fenómeno Trump no es más que la herencia envenenada de la era Obama, un legado que evidencia el colapso del sistema, la crisis atroz que ha llevado al empobrecimiento y la desigualdad, al estallido de la burbuja financiera y al abismo de profundas brechas sociales que han alimentado el discurso del odio contra las élites, a las que se responsabiliza de todos los males, una casta impopular que ha exterminado a la clase media y que se dispone a gobernar bajo el signo de la posverdad, ese muro de pensamiento que se sostiene en las emociones y que desprecia la razón. Ya lo decía Bukowski, el poeta de la calle que describía con acidez la Norteamérica vista desde el nivel de la acera: “Hay demasiados individuos que preferirían ser presidentes de la General Motors a quemar la gasolinera de la esquina, solo que como no pueden conseguir una cosa, van a por la otra”.
Más que una ideología en sí, el populismo es una estrategia política basada en dos errores fundamentales: asume un discurso en nombre del pueblo al que no representa, al menos en su totalidad, arrogándose una mayoría ficticia, y propone soluciones simples a problemas complejos. Trump encarna a la perfección al líder populista. “América para los americanos”, proclamaba la Doctrina Monroe. El presidente de Estados Unidos exalta el proteccionismo y quiere reforzar el aislacionismo, pero la globalización es una realidad tan extendida y con tanto peso que resulta muy complejo oponerse a ella. Aquí ocurre lo mismo que ante el negacionismo del cambio climático y la apuesta por los combustibles fósiles: parece imposible obviar la amenaza al medioambiente que entraña el calentamiento global y la emisión de gases de efecto invernadero. Sin embargo, los decretos para poner fin a las restricciones sobre nuevos oleoductos y el levantamiento de las prohibiciones de extracción de carbón, petróleo y gas ya son una realidad. ¿A qué precio? Aun no se sabe, pero el coste lo pagaremos todos.
Resulta inquietante que este cóctel político haya calado tan hondo en los descontentos que, hartos del colapso del sistema, esgrimen el voto como un arma arrojadiza para la confrontación, transformando las urnas en una suerte de arcano para una justicia cuasi divina que sorprende en cada nueva consulta. Nadie esperaba que el Brexit ganara y ganó. Quién podía dar crédito a que la ciudadanía votase en contra del proceso de paz en Colombia y ocurrió. Todas las encuestas apostaban por Hillary Clinton como vencedora y perdió. Nunca antes el proceso electoral, el principio democrático más básico, había resultado tan subversivo. Más allá del bien y del mal, el mensaje populista encuentra su máxima expresión en las redes sociales, donde todo vale y no hay más ética que el odio y la xenofobia como placebo social.
Para los economistas se impone un compás de espera no exento de cierto relativismo. Hasta ahora, el Foro de Davos acogía anualmente al club de los poderosos, una especie de Bilderberg en abierto con luz y taquígrafos donde los más influyentes deciden el destino del mundo y donde se concede la palabra en calidad de expertos a personajes como Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI); Larry Summers, secretario del Tesoro con Bill Clinton, consejero económico de Obama e impulsor de la derogación de la ley Glass-Steagall, promovida por Roosevelt tras el crack de 1929 para separar la banca de depósitos de la banca de inversión y que prohibía a las grandes entidades financieras norteamericanas invertir en Wall Street con dinero de particulares; el multimillonario Ray Dalio, experto en inversión y fundador de la firma financiera Bridgewater, el mejor gestor de fondos que augura que el ciclo de la deuda está llegando a su final, o Jamie Dimon, CEO de JP Morgan, que anuncia que lo que va mal, va mal para todo el mundo y propone como solución para Europa que sus ciudadanos vivan peor. Los lobos cuidando a las ovejas.
Algo está pasando en las élites cuando el sanctasanctórum del capitalismo convierte al líder del último gran Partido Comunista de la historia, Xi Jinping, presidente de China, en el bastión del libre comercio y la globalización, defensor del establishment y vocero de la integración internacional. Para el mandatario asiático, “nos guste más o menos, la economía global es como un gran océano del que no se puede escapar”. Apostar por políticas proteccionistas en la actualidad equivale a “encerrarse en una habitación a oscuras, algo que puede proteger del peligro, así como del viento y la lluvia, pero también evita la entrada de luz y aire puro”. Jinping ha advertido a Trump de que nadie saldrá fortalecido en una guerra comercial.
El mundo al revés. O en palabras de Ray Dalio: “El populismo es la gran amenaza para las multinacionales, para la globalización y para los países emergentes”. La Unión Europea es caldo de cultivo para el hartazgo de sus ciudadanos. Hasta Reagan y Thatcher eran más liberales, su visión de la economía buscaba básicamente una menor presencia del gobierno, no convertir el país en una empresa. No obstante, en este cambio de paradigma al que asistimos las ideologías también tienden a diluirse. El mismo Trump, que encarna al Partido Republicano, sabe que los suyos siempre han defendido el comercio internacional y un Estado pequeño. No obstante, se ha hecho con el poder con promesas electorales que propugnan un Estado con fuerte impacto y aumento notable del gasto público.
Desde la Segunda Guerra Mundial la comunidad internacional ha impulsado una mayor colaboración global, la integración de países y un régimen económico, social y político que busca alianzas abiertas, transfronterizas. Se trata de derribar muros, no de construirlos. Por primera vez estamos ante un presidente que da un paso atrás, pese a que muchos ven a Trump más como una oportunidad que como un riesgo. Para Gonzalo Gómez Bengoechea, profesor de Economía en el ICADE de la Universidad Pontificia Comillas, el presidente de Estados Unidos no va a dar marcha atrás en la globalización para volver a la autarquía.
“Simplemente, va a apostar menos por los macrobloques comerciales, tipo TTIP y TTP, donde su poder de negociación se reduce, en favor de acuerdos bilaterales en los que tiene ventaja y más facilidad para imponer su posición. Al final, cuando tienes que poner de acuerdo a 15 países no tienes más remedio que ceder y no está dispuesto a eso. No habrá pues vuelta atrás y sí una forma de relacionarse con el mundo más bilateral que multilateral. Vamos a asistir a un cambio notable en la política económica doméstica de Estados Unidos que consistirá en mayor gasto público, menos impuestos, apreciación del dólar y, en definitiva, reducir la separación entre la política fiscal y la monetaria”.
Entre el paquete de medidas inminentes propuestas, y que pretende hacer efectivas durante los 100 primeros días de su mandato se encuentra la ya oficializada salida de EEUU del TPP y la revisión del NAFTA, iniciando con ello el camino a la implantación de sus ya conocidas políticas proteccionistas anunciadas de manera reiterada a lo largo de la campaña electoral. Trump plantea como alternativa la negociación de acuerdos bilaterales justos.
Siendo como es el término “justicia” un concepto tan ambiguo, lo que cabe esperar según Cristina Noguera, profesora de International MBA de EAE Business School, es que la interpretación del mismo por la Administración de Trump venga traducida en la obtención de mayores ventajas comerciales para los EEUU. “Es incierto conocer el devenir de dichas políticas, pero lo que sí es seguro es que este tipo de proposiciones económicas que pretenden proteger los productos nacionales frente a otros extranjeros, a través de la aplicación de gravámenes en la importación o similares medidas, no han ido acompañadas de épocas de crecimiento en el pasado y nada hace pensar que en esta ocasión el resultado pudiera ser distinto, más aún teniendo en cuenta el contexto de globalización comercial actual”.
Se trata de la misma receta que en Europa aplica el Reino Unido de Theresa May, defensora a ultranza de un Brexit salvaje, y los eurófobos de la Unión, agrupados en la extrema derecha del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia; la Alternativa para Alemania de Frauke Petri; la Liga Norte italiana de Matteo Salvini o el Partido de la Libertad holandés, liderado por Geert Wilders. Para todos ellos, el Brexit tendrá un efecto dominó. “Estamos viviendo el fin de un mundo y el nacimiento de otro. ¡Es el regreso de los estados-nación!”, ha proclamado Le Pen, quien argumenta que “me gusta Alemania porque es alemana. ¡Me encanta Francia porque es francesa!”. Así, ha augurado que 2017 será “el año del despertar de los pueblos de la Europa continental”.
“¡Ojalá Trump fuera el único problema!”, apunta Antonio Garrigues Walker, presidente de la Fundación Garrigues y patrono honorífico de la Fundación Consejo España-Estados Unidos. “El problema es que el mundo se ha llenado de Trumps, con el ascenso de partidos de extrema derecha. Hay que interpretar esto como un voto antiélites, antiestablishment. La clase media norteamericana ha perdido progresivamente poder adquisitivo en los últimos años y quiere que las cosas cambien. Se ha producido una ruptura del pacto liberal y la rebelión de los perdedores de la globalización. Lo primero que las élites tendrían que hacer es aceptar esta situación, cosa que no están haciendo, y establecer políticas que frenen ese avance permanente de la desigualdad. La parte positiva de todo esto es que tendrá que haber una reacción, que se entenderá la necesidad de un crecimiento inclusivo que no deje a nadie fuera”.
El fracaso de la unión política y monetaria en Europa da alas al monstruo del populismo en el seno de la Unión. “Yo no hablaría de fracaso –puntualiza el profesor Gómez Bengoechea–. El fracaso es terminal, significa el fin de algo. Sin embargo, el proyecto de construcción europea aún no está liquidado, todavía hay opción de que vaya hacia adelante, lo que ocurre es que se trata de una avance confuso, sin liderazgo, con un alejamiento de la realidad y un exceso de burocracia difícilmente entendible por los ciudadanos, que perciben la Unión Europea como algo lejano. Todo esto forma parte del problema.
El hecho de que esté pasando en otras regiones del mundo como Estados Unidos no significa que esté originado por el fracaso o mala gestión del proyecto europeo, sino que las causas son más de fondo: ni Estados Unidos ni Europa están siendo capaces de competir con economías que están produciendo más barato y con un valor añadido muy alto. Ahora percibimos que muchos están perdiendo en términos absolutos y en términos relativos. Mi sueldo crece pero crece menos que el del vecino, por decirlo de alguna manera. Todo esto genera desafección con las consecuencias que estamos observando”.
Es posible que los líderes políticos no estén sabiendo responder al reto de las economías asiáticas más competitivas y, en consecuencia, se equivoquen en el diagnóstico y yerren en la toma de decisiones. Según Gómez Bengoechea, “la teoría económica y la evidencia empírica nos muestran que el comercio internacional es bueno en términos agregados para los países que se involucran en él, aunque genera aspectos positivos y otros negativos. Si en la industria del automóvil comienzan a llegar coches de China más baratos, empiezo a tener un problema y algunas empresas podrán competir y otras no. Ese juego en agregado hace al país más rico, le permite importar y a las empresas que sobreviven en este proceso las hace más fuertes, no obstante es innegable que hay empresas que se quedan en el camino.
La cuestión es cómo enfocas el problema de los que pierden dentro del proceso de integración internacional. Las medidas populistas proponen que no comerciemos, que no firmemos acuerdos de libre comercio y que se adopte el proteccionismo. La solución en realidad pasa por buscar salida para aquellos que están perdiendo, protegerlos, favorecer su reconversión hacia sectores donde haya más futuro, hacia actividades económicas donde exista margen de crecimiento. En lugar de culpar a la competencia exterior, el objetivo sería la reconversión doméstica y la ayuda y protección de aquellos que están perdiendo en este proceso de integración”.
Con todo, los expertos económicos no acaban de ver la política redistributiva en las propuestas de Trump porque, a la larga, su política distorsionará el mercado y no creará puestos de trabajo o, al menos, no recuperará los que se han perdido. Así lo ve Pilar L’Hotellerie-Fallois, directora general adjunta de servicios internacionales del Banco de España, que en el Observatorio de Economía Global de la Escuela de Organización Industrial (EOI), en el que ha participado junto a Garrigues Walker, ha insistido en que el grado de desigualdad en la sociedad estadounidense ha crecido muchísimo en los últimos años, con una polarización del mercado de trabajo y la desaparición de empleos manufactureros de cualificación intermedia. “Esto ha ocurrido –señala– no tanto por la deslocalización de las industrias como por el cambio tecnológico, que ha llevado a la automatización y robotización de ese tipo de trabajos”.
A la vista de esta situación, la analista pone en duda la capacidad del nuevo Ejecutivo norteamericano para recuperar esos empleos industriales con las políticas proteccionistas que ha prometido poner en marcha. “Resulta paradójico que haya ganado las elecciones aupándose en la población que se siente maltratada por la crisis, cuando las políticas que anuncia beneficiarán sobre todo a las clases más altas, como la reducción del impuesto sobre la renta en el tramo que afecta a las rentas más elevadas.
Unos analistas creen que la economía puede crecer hasta un 4% y otros que se hundirá. Sus prometidas medidas de impulso fiscal, basadas en una disminución drástica de los impuestos de sociedades y sobre la renta y en el incremento del gasto público en infraestructuras, podrían tener resultado a corto plazo. Pero también podrían obligar a la Reserva Federal a aumentar los tipos de interés, llevar a la apreciación del dólar y al incremento de la deuda, planteándose problemas de sostenibilidad fiscal”. Sería el fin de la era Trump