El exilio, o la diáspora, es un fenómeno que asola a los venezolanos. Una desgracia máxima que, a día de hoy, roza los 6.000.000 millones de compatriotas, desgarrados al abandonar la tierra que los vio nacer y crecer para tratar de encontrar una vida mejor en otros países de América Latina, Europa o Estados Unidos.
Sin duda, un acto de coraje. Las cifras sólo son comparables con Siria, o con los africanos de Sudán y Níger, ambos azotados por las recurrentes y eternas guerras de baja intensidad.
Investigadores de talla, entre ellos Tomás Páez, han abordado con sentido patriótico y férrea voluntad la peculiaridad de la migración venezolana. Páez tiene el mérito relevante de comprender la desgracia como una enorme posibilidad de ampliar los conocimientos, capacidades y talentos que estarán al servicio de un programa futuro de reconstrucción de Venezuela.
El desplazamiento forzoso de ese ingente número de compatriotas muestra el hundimiento del país. Jamás en nuestro decurso histórico hubo hechos que tan rudamente golpearan el espíritu nacional. Miramos, aturdidos, un proceso cruel y ruin que nos muestra las plagas del hambre y las enfermedades –el paludismo, la difteria y la tuberculosis de vuelta– a las cuales se une la terrible COVID-19.
Tanto la ONU como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se han referido al alto porcentaje, próximo al 40%, de migrantes y refugiados venezolanos desalojados por la pandemia. También advierte que una quinta parte de las personas afectadas son embarazadas o madres de niñas o niños, lo que agrava aún más la situación migratoria en América Latina y el Caribe.
El éxodo más famoso de la antigüedad es el protagonizado por el pueblo judío de Egipto a Canaán, actual Líbano, conducido por Moisés en el siglo XIII a.C. De esa patética tragedia da testimonio La huída israelita del británico David Roberts, obra pictórica de 1918, exhibida en la National Gallery de Londres. Asimismo, el español Esteban March consagra el acontecimiento en su óleo El paso del mar Rojo, que engrandece, con tristeza, la excelsa pinacoteca del Museo del Prado.
En torno a los años setenta, a través de las bellas artes, se intentó dulcificar la desdicha con la representación de Le violon sur le toit, en el teatro Odeón de París, narrativa del exilio judío desde Rusia, protagonizada por el actor Peter Ustinov. Más tarde, en el año de 1970, el beatle George Harrison, clama a Dios protección y amor para aliviar el sufrimiento de las gentes por la separación abrupta entre Bengala Oriental o Bangladesh y Pakistán. Se vale de “My Sweet Lord”, la composición musical más difundida de todos los tiempos.
La migración es, por antonomasia, una herida profunda a la condición humana. En Europa, Polonia, por reminiscencias de la segunda guerra mundial, sobre todo, la persecución de los judíos sigue arrojando sombras sobre la investigación calificada, realizada por Jan Grabowski, profesor de la Universidad de Otawa y por Barbara Engelking, directora del Centro Polaco de estudios del Holocausto.
Las resultas documentales reflejan que la ocupación desde el principio del conflicto por alemanes y soviéticos derivó en 6 millones de polacos asesinados por el Tercer Reich, entre ellos, 3 millones de judíos. No obstante, el gobierno populista de ultraderecha del partido Ley y Justicia, en el poder desde 2015, ha lanzado una ofensiva legislativa contra la investigación independiente, de impecable fundamento científico. Semejante actitud exacerba la sensibilidad del intercambio migratorio que lleva en su seno el trato humano, digno y respetuoso.
En el Continente Americano, el presidente de Colombia, Iván Duque, ha tomado una valiente decisión que podría constituirse en ejemplo para el mundo. La regularización de más de un millón de venezolanos indocumentados, una medida política que pone fin a la precariedad de los inmigrantes. Resuelve su situación administrativa y abre, generosas, las puertas de los servicios públicos y del mercado laboral a un colectivo en extremo vulnerable.
Este proceso, incorporado al orden legal, en mi opinión, constituirá un potente mensaje de acogida y convivencia. Se impondrá una senda de concordia en un paisaje internacional afectado por la xenofobia, los nacionalismos, los populismos, los muros y las exclusiones ocultas en los trámites burocráticos.
El destrozo económico e institucional de Venezuela por el régimen castro-chavista desencadenó un éxodo inédito en Iberoamérica. Al otro lado de la frontera de 2.200 kilómetros, una cifra próxima al millón y medio de venezolanos salió a buscar oportunidades al país vecino. ¡Oh paradoja! Antes del arribo del inefable comandante, Venezuela les ofrecía cobijo y trabajo a los hermanos de Colombia. Esa circunstancia la describe, con brillantez, Gabriel García Márquez en su crónica Cuando era feliz e indocumentado.
La iniciativa política le ha valido a Duque, jefe de un gobierno democrático y progresista, los elogios de Estados Unidos y de la Unión Europea. Pero lo principal es la trascendencia e impacto sobre las personas. En definitiva, una actitud de estadista con clara visión de futuro que marca un camino a otros países de la región: Perú, Ecuador, Brasil o Chile, en donde viven miles de venezolanos. Al mismo tiempo, deja en evidencia a los gobernantes de los países más desarrollados.
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