Toda mi vida, desde que tengo noción de su significado, he sentido aprensión por la palabra Estado. Diría que el solo escucharla me transmite una sensación extraña de recelo, amenaza y temor. Hoy pienso, al igual que Ludwig von Mises: El culto del Estado es el culto de la fuerza. No hay amenaza más peligrosa para la civilización que un gobierno de incompetentes, corruptos y hombres viles…
Las connotaciones que me revela el término, por las consecuencias que ha provocado su actuación en el país donde habito, han sido, en dictadura o en democracia: ineficiencia, arbitrariedad, desorden, abuso, caos, coacción, invasión de la privacidad; con las escalas de represión exacerbada y un legado espantoso en la primera, y moderada con una aportación estimable a la modernidad, en la segunda.
Especialmente en la tradición latinoamericana, herencia del patrimonialismo español, el Estado desde sus inicios ha hecho de todo, ha tenido que ver con todo: lo humano y lo divino, y lo sigue haciendo cada día con mayor impertinencia en todos los asuntos públicos y privados.
El karma del Ogro Filantrópico
El Estado latinoamericano o el Ogro Filantrópico, como lo llamó en su célebre libro nuestro querido Octavio Paz, ha sido un instrumento de uso múltiple, ha producido maravillas y horrores, generosidad y avaricia, abundancias y miserias, desproporciones y equilibrios, riqueza y pobreza, progreso y atraso.
El Estado, al tener injerencia y dominio casi absoluto en la mayoría de las actividades de América Latina, hasta convertirse en un monstruo encantado que los aspirantes al poder codician, se ha vuelto el principal castrador de todo el potencial heurístico de la sociedad civil.
La sociedad civil existe, para los políticos, en el papel y en el momento de elecciones, no para abrirle camino a todas sus reservas de inteligencia y proactividad, sino para simular que juega un rol importante en los países.
Muy poca gente se explica cómo Perú haya tenido que elegir entre la hija de un político tan cuestionado y corrupto como Fujimori y un maestro pusilánime perdido totalmente sin ninguna cultura de poder; en el Chile de Bello, entre un dirigente estudiantil sin ninguna experiencia política y un mediocre empresario chileno, y definitivamente en Brasil, entre dos personajes muy decadentes y sin ningún brillo personal ni intelectual, como Lula da Silva y Jair Bolsonaro.
Todo se agrava aún más para el continente entero si en uno de los momentos más álgidos de la historia de la humanidad, en que toman cuerpo la revolución tecnológica digital, la política como espectáculo, la posverdad y la emergencia del populismo autoritario, la democracia comienza a ser amenazada en la primera potencia del mundo.
Estados Unidos, el referente democrático más emblemático de occidente, se debate entre un anciano decrépito, sensato pero que olvida el nombre de sus colaboradores más cercanos repentinamente, y un maniático compulsivo irresponsable, que aún cree en la supremacía blanca y odia el multiculturalismo, la mejor herencia de una sociedad que ha hecho posible la paz y la armonía de todas las razas del mundo en un solo territorio.
El Estado delincuente de Tilly
De todas las versiones o formas que ha encarnado el gobierno en el Estado latinoamericano, la versión del Estado delincuente de Charles Tilly parece hecha a la medida para dar rienda suelta a la compulsión autoritaria que intenta desfigurar el Estado de derecho, tergiversando la ley, desconociendo a la ciencia y manipulando la verdad, para imponer un orden social distinto.
Hoy, con todos los procesos de cambio que se vienen produciendo en el mundo, paradójicamente cuando la democracia se ve amenazada por primera vez desde adentro y la tentación autoritaria recorre el mundo, toma vigencia el articulo de este eminente sociólogo, escrito en 1982: War Making and State Making as Organized Crime.
En español: Guerra y construcción del Estado como crimen Organizado. Su esencia: Los gobiernos, muchas veces son los mayores enemigos contra el sustento de sus propios ciudadanos.
En este modelo—escribió Tilly—, la depredación, la coacción, la piratería, el bandolerismo y la extorsión están metidos en el mismo saco que sus parientes honrados de los gobiernos responsables… El cobro de los impuestos les permite financiar ejércitos capaces de repeler a sus rivales nacionales y extranjeros.
A la hora de la verdad la única diferencia entre el trabajo del estadista y el de los mafiosos es solo de escala, no de principios. Tilly explica, citando a Frederic Lane, que los gobiernos, al igual que las bandas criminales, se concentran en vender protección en áreas que no pueden controlar, sin importar si la gente la desea o no.
Es aquí donde ha venido funcionando en el mundo la estrategia a largo plazo de la izquierda latinoamericana para posesionarse con un doble discurso sobre las democracias liberales, simulando creer en ellas para progresivamente ir desfigurando con pseudo leyes el Estado de derecho y trastocar definitivamente todo el orden institucional y el progreso reformista y gradual logrado hasta hoy para imponer un modelo de vida con más filiación política organizativa con la China comunista y la Rusia supranacionalista que con la democracia estadounidense.
La salud ética de los gobiernos depende de los controles y de las constantes auditorías que realicen los órganos institucionales encargados de ello. Mientras más controles, más salvaguarda de los patrimonios nacionales. La sociedad civil debería crear los suyos propios, de manera que la ciudadanía tenga acceso y sea partícipe de esos controles y evaluaciones.
En sociedades de un solo partido no puede haber estadísticas confiables, pues las elaboran los técnicos del partido o simplemente son estadísticas sesgadas. Los controles son aquiescencia a la gestión de los jerarcas y nadie a ciencia cierta sabrá nunca si los presupuestos se han ejecutado en los fines propuestos o si fueron a dar a las cuentas bancarias de algunos funcionarios.
En el caso más cerrado, donde ni siquiera gobiernan partidos únicos sino un puñado de funcionarios prevalidos de todos los poderes públicos, la situación es aún peor. La delincuencia se vuelve más sofisticada, empoderada en los órganos decisorios del Estado: Tribunal Supremo, Asamblea Nacional, Consejo Supremo Electoral y un Altísimo Mando militar, que hace de guardia pretoriana del autócrata.
La dimensión del abuso y usufructo del poder adquiere dimensiones verdaderamente inquietantes, que al final pueden desbancar un país y lograr que la parte de la ciudadanía de mejores niveles de educación y preparación técnica y profesional lo abandone y se trunque la posibilidad de un futuro de esperanza y trabajo para la población que se queda.
El Estado mafioso
Nace el Estado mafioso, ese que también definió el profesor Steven Dudley: El Estado convertido en conducto de los intereses del crimen organizado y la corrupción, con una estructura jerárquica que ocurre de manera sistemática y que se presenta por un periodo prolongado de tiempo.
Este tipo de Estado se ha hecho mucho más perceptible en Centroamérica y el Caribe, se insinuó en Colombia y ha sido progresivamente controlado por el sector institucional, y puedo afirmar que se ha consagrado en Venezuela con consecuencias catastróficas para nuestro futuro. Según Lilian Bovea, en un interesante ensayo titulado El Estado demiurgo de la criminalidad:
El núcleo de la relación entre Estado y criminalidad compleja radica en el tipo de vinculación que estos dos agentes establecen con sectores de la sociedad. Esta articulación se expresa en la triangulación abigarrada entre agentes, prácticas y/o transacciones en contextos escasamente monitoreados por regímenes jurídicos. Sin estado de derecho, no puede haber monitoreo de ningún poder del Estado
En el caso venezolano, la revolución quería el monopolio de la violencia y lo logró bien temprano, imponiendo el desarme total de la población y cediendo el control de los barrios a la delincuencia en una política que el gobierno denominó Zonas de Paz y después entregaría las zonas fronterizas a los grupos irregulares que se negaron a pacificarse en Colombia.
Sistemáticamente fue apoderándose, por encima de la Constitución y las leyes, de todo el poder institucional, desarticulando a la oposición, encarcelando y aniquilando a las voces disidentes que le hicieran peso. Los pocos espacios para la oposición son los que bajo presión resguarda el poder de los Estados Unidos al interinato y a algunas individualidades, cada vez más solitarios en la defensa de la democracia.
El desafío de las democracias
El problema más grave que deberán encarar las democracias del mundo es que esta es una tendencia que tiende a ampliarse, porque se cree que es posible vivir sin democracia y mejorar de alguna manera, al estilo chino. La gente asume que las cosas marchan más ágilmente transgrediendo las normas y las leyes. En las sociedades mafiosas todos reciben su parte, porque la extorsión es una forma de vida, desde el policía que pide licencias hasta el general que compite en una licitación viciada.
La transgresión a las normas es lo habitual en el Estado mafioso; la idea es que todos se corrompan para que nadie reclame. Alguien me decía que hay catorce alcabalas entre Maracaibo y Caracas; algo tendrás que dejar en el camino. No salgas los fines de semana, porque así no te eches un trago van a decir que estás borracho y si no pagas te llevan con todo y vehículo. El comerciante que viene a vender su pescado en una cavita desde Mara -un municipio situado a media hora de Maracaibo-, tiene que dejar un tercio de su mercancía en el camino para llegar a su destino.
El Estado siempre ha representado una amenaza para los hombres y mujeres de bien, aun siendo dirigido por líderes inteligentes e íntegros, pero siempre con diversos y plurales contrapesos a su poder. Hasta ahora era impensable que dirigentes sin credenciales, aventureros y crápulas, pudieran dirigir los destinos de las naciones; la gente no imagina qué podrá suceder con los dineros públicos y el futuro de las generaciones dirigidas por mafias hambrientas de poder y riqueza.
Desafortunadamente, la actuación de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos a través de la historia abre las puertas para que una frase del conservador Murray Newton Rothbard cobre vida hoy con los casos venezolano, cubano y nicaragüense:
El Estado es la vasta maquinaria de la delincuencia y de la agresión institucionalizada, la organización de los medios políticos con el objetivo de enriquecerse; esto quiere decir que nos hallamos ante una organización criminal y que, por consiguiente, su categoría moral es radicalmente distinta de la de cualquiera de los legítimos dueños de las propiedades.