Arnaldo García Pérez
Un guerrero samurai fue a ver al maestro Hakuin y le preguntó: ¿Existe el infierno? ¿Existe el cielo? ¿Dónde están las puertas que llevan a uno y al otro? ¿Por dónde puedo entrar? Hakuin le respondió con una pregunta: –¿Quién eres?
–Soy un samurai –le respondió el guerrero–, un jefe de samurais. Hasta el emperador mismo me respeta.
Hakuin se rió y contestó: ¿Un samurai, tú? Pareces un mendigo. Sintiendo su orgullo herido, el samurai desenvainó su espada y ya estaba al punto de matar a Hakuin, cuando este le dijo: «Esta es la puerta al infierno».
Inmediatamente el samurai entendió. Puso la espalda en su cinto, y Hakuin dijo: «Y esta es la puerta del cielo».
Todos debemos librar una guerra importante en nuestra vida. Una guerra que se libra en miles de batallas diarias y que, dependiendo de los resultados, nos acerca o nos aleja de nuestros objetivos más esenciales. Esa guerra fundamental es contra nuestro ego.
El ego es esa parte de nuestra personalidad que comienza a gestarse desde el primer momento que comenzamos a interactuar con otros. Engloba nuestro carácter que, influido por el temperamento, se va desarrollando conforme maduramos e interactuamos. El ego es también nuestra mente, esa parte de nosotros más apegada con lo material de la existencia y que funciona de un modo, digamos, más automático y práctico. También participa de nuestras emociones más primarias. Es la exacerbación de nuestras condiciones, en valoraciones exageradas de nosotros mismos. Se trata de un exceso de autoestima, que en la mayoría de los casos nos nubla la visión y el intelecto.
Aunque puede confundirse con exceso de confianza o conocimiento, el ego se trata simplemente de la manera cómo nos comportamos. La arrogancia, la petulancia y el sentir a otros menos que nosotros son síntomas inconfundibles de un ego exacerbado. Estas condiciones se presentan en muchas personas.
Los «dueños de la verdad» padecen de sordera intelectual
Todos, en el plano familiar, tenemos parientes que asumen condiciones económicas como características para ser superiores a otros. En el marco laboral, nos encontramos muchas veces con jefes o dueños de empresas que viven bajo la premisa de tener la sabiduría absoluta de todo y que no permiten el desarrollo de otros.
En el plano social y político, tenemos “lideres” que viven en una permanente e insistente sordera intelectual, producto de la arrogante creencia de saberse dueños de la verdad. Lo vemos en los grupos de WhatsApp, que pueden estar integrados por personalidades con una increíble formación y experiencia, pero que no toleran la discrepancia de criterios y entablan discusiones que terminan en insultos y rompimientos producto de no reconocer la razón en el otro.
Lo sentimos en las calles y comunidades, donde un divorcio abismal entre lo que siente y padece el pueblo de a pie, no se corresponde con los planteamientos que, en representación de estos últimos, hacen los que se supone están allí para defender sus intereses. Una absoluta arrogancia política, representada por seudolíderes que no sienten ni entienden las necesidades de la gente y que pretenden traducir en acciones y políticas planteamientos muy alejados de la realidad de la gente.
Necesitamos bajarnos de esos niveles encumbrados de egocentrismo. El país requiere líderes que se conecten genuinamente con sus ciudadanos y accionen en función a sus necesidades reales. Eduard Deming decía en sus principios de calidad que la máxima en el servicio es “escuchar la voz del cliente”. Entonces la invitación es sencilla, bajen, vayan y escuchen el clamor de un pueblo que requiere acciones concretas. Y si no se consiguen en el momento, por lo menos se sienten atendidos con la compañía cercana de quienes dicen representarlos.
“Dios no encuentra sitio en nosotros para derramar su amor, porque estamos llenos de nosotros mismos”
San Agustín