Por Gorka Landaburu
Las elecciones generales del 28 de abril arrojan un panorama poselectoral incierto. La política con mayúsculas y el espíritu de la Transición brillan por su ausencia, aunque la Constitución esté en boca de todos. En su lugar, la ciudadanía observa con hartazgo la incapacidad de consensuar de los principales líderes, instalados en la confrontación fútil. Con este escenario, será necesario garantizar la gobernabilidad para no certificar un nuevo y rotundo fracaso de la política.
La campaña electoral que nos conduce directamente hacia las elecciones generales del 28 de abril se ha convertido en la más larga, más tensa y más incierta de todas las que hemos vivido desde el inicio de la transición democrática. Como ya apuntamos en nuestro anterior número de Cambio16, estos comicios y, sobre todo, la dilatada campaña electoral, se desarrolla “a cara de perro”. Además de desacreditar continuamente al adversario, los partidos políticos centran todos sus mensajes y estrategia en dar pábulo y excesiva publicidad a los fichajes estrellas para provocar golpes de efectos y adhesiones sorprendentes, que tienen que ver más con el mundo del fútbol o cualquier alfombra roja festivalera. Para llamar la atención al electorado, algunos partidos no han dudado en deshacerse de sus pesos pesados, incluyendo en sus listas a toreros, militares, cazadores, tertulianos, víctimas del terrorismo y hasta hijo de presidente del Gobierno…
Las cúpulas de los partidos han cerrado sus listas, dejando claro que no se admiten disidencias ni divergencias y que todos los elegidos deben mostrar una fidelidad incondicional y absoluta. Así lo evidencia la renovación, en muchos casos, del 80% de sus candidaturas.
En la política de hoy como en la de ayer siempre han existido corrientes y batallas internas que se han solventado con el paso del tiempo. Pero esta vez el compromiso con la línea marcada por las direcciones de los partidos ha de ser sin fisuras, al unísono, siempre tras el líder “indiscutible”. Un líder que se ha convertido (o le han convertido) en presidencialista, en el guía supremo. Una coyuntura en la que el personalismo es quizás más importante que las ideas o el propio debate con el propósito de llegar en las mejores condiciones al recuento de los votos.
Nadie pone en duda que la cita electoral de finales de abril es trascendental para todas las formaciones políticas. O España gira a la izquierda de la mano del actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o la derecha logra recuperar el poder bajo la batuta de Pablo Casado. La clave de todo este meollo va a estar en las alianzas, así como en desvelar si los distintos pactos o acuerdos poselectorales, previsibles e inevitables, logran los apoyos necesarios para configurar gobiernos estables.
Del bipartidismo al pentapartidismo
Por ahora, los vientos son netamente favorables a Pedro Sánchez, que según todos los sondeos goza de una ventaja cómoda sobre sus contrincantes. Sánchez, que arrancó hace diez meses la moción de censura a Mariano Rajoy, parece haberse gestionado con habilidad a pesar de las dificultades su paso por la Moncloa. Estos mismos sondeos apuntan a que el PSOE recuperaría gran parte de los votos que le abandonaron en las últimas convocatorias electorales de los años 2015 y 2016. Unos votos que provendrían esencialmente de Podemos, la formación morada que constata que las crisis internas y el desbarajuste que se ha producido en su seno en los últimos meses pueden pasarle una factura de incalculable consecuencias.
Los sondeos tienen su conveniencia y hasta cierta predisposición, sin obviar que son simples sondeos. Pero sí marcan tendencia y orientación sobre la intención del voto, más aún cuando todos coinciden. De la misma manera que el incombustible Pedro Sánchez lidera todas las encuestas, también estas apuntan a que la fragmentación del centro derecha y la aparición del fenómeno Vox provoca una sangría de votos que afecta principalmente al Partido Popular. El crecimiento del partido de Santiago Abascal ha troceado a la derecha y puede objetivamente impedir una mayoría liberal conservadora. Por mucho que Pablo Casado llame al voto útil, por ahora las cuentas no le salen al líder popular, que sí mantendría su liderazgo, pero tendría dificultad en repetir el pacto andaluz entre PP, Cs y Vox.
Estas elecciones son de una enorme importancia con dos problemas mayores: el pulso secesionista permanente de los independentistas catalanes y la irrupción de Vox, un partido ultramontano cuyo principal interés es aterrizar con fuerza en el Congreso y las instituciones para preparar las siguientes citas electorales. Santiago Abascal, que ha entrado en la campaña como un elefante en la cacharrería electoral, sigue a la letra los consejos de Steve Bannon, el que fue estratega de Trump, Bolsonaro y Salvini. El gurú Bannon ha instalado su cuartel general en Europa para impulsar el “nacionalpopulismo” y, como él dice, colocar el “producto” asegurando, además, que Vox va obtener un “resultado asombroso”.
Vivimos tiempos convulsos. Hemos pasado del bipartidismo al pentapartidismo. Las alarmas se han disparado en los partidos de centro derecha, el terreno en el que Pablo Casado va a intentar recuperar el voto que se le escape a Ciudadanos y a Vox. Por su parte, Albert Rivera, que se las prometía muy feliz cuando hace meses todo las encuestas le colocaban en posición favorable hasta para anhelar el sillón de la Moncloa, ha cometido el error de vetar al PSOE y a Pedro Sánchez de cara a cualquier acuerdo poselectoral.
Un Gobierno fuerte y estable
Este cálculo estratégico y erróneo del partido naranja puede volverse en contra, sobre todo cuando los socialistas, por boca de su número tres, José Luis Ábalos, ha manifestado que no están cerrados a ninguna alianza, pero sí más proclives a ententes con partidos constitucionalistas que con partidos que quieren romper España. Albert Rivera debería saber que en política todo es posible, hasta reconocer que “donde dije digo, digo Diego” y, si es preciso y no queda otra alternativa, sellar matrimonios de conveniencia.
El eje de la campaña, que se iba centrar fundamentalmente sobre la cuestión nacional y las consecuencias del procés con la amenaza de la ruptura de España, como se vio en los comicios en Andalucía, ha cambiado de rumbo. La sensibilidad de gran parte del electorado que está dispuesto a movilizarse se ha producido por la irrupción de la extrema derecha y no por lo secesionistas catalanes, cada vez más enfangados en sus propias contradicciones y suicidio político.
El escenario está enmarañado y enrevesado. Nadie puede afirmar con certeza qué va a ocurrir la noche del 28 de abril. Todos los escenarios son posibles. Además de sacar la calculadora se tendrá que tener en cuenta el voto por correo, que ha aumentado notablemente. Tener un diputado más o menos puede depender de una diferencia mínima en el número de votos y en qué circunscripción se produzca el recuento.
Y este baile de escaños, el último de cada circunscripción, puede afectar a más de 30 provincias. En todo esto embrollo, que tendrá su continuación en las elecciones municipales, autonómicas y europeas del 26 de mayo, no se puede descartar que, a falta de Gobierno como en el año 2015, se repitan las elecciones generales. Este escenario, que nadie pretende, confirmaría el fracaso de la política y el de todo un país que necesita un Gobierno fuerte y estable, independientemente del color que elija.
Todo queda pues en el aire. Solo hemos de exigir que los partidos se muestren a la altura de las circunstancias porque lo que está en juego el 28 de abril es más que unas simples elecciones generales.
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