En mi despedida de soltero nos fuimos a Cancún. Mi amigo me dijo que ahí me iba a dar mi regalo de boda.
Fue en la segunda noche, dentro de mi cuarto de hotel.
Me citó a las 8:30 PM, cerró la puerta y me sentó en la mesa frente a la cama.
“Este es tu regalo” me dijo mientras se sentaba también.
Puso una bocina en la mesa y picó play.
Me regaló una canción de Joan Manuel Serrat.
Con este amigo había manejado la altiplanicie mexicana unos años antes cantando canciones de desamor con las ventanas abiertas, nos encontramos con las estrellas a la altura de los ojos en un mirador de Sonora, y recorrimos en moto las carreteras del país después de yo haber estrellado su moto, roto mi clavícula y manejado tres horas de regreso al hospital en una grúa en la que filmó mi cara durante todo el trayecto.
Cuando estuve a punto de divorciarme, este amigo oía mis lágrimas en el teléfono y en medio segundo brincaba a su moto y me venía a ver. Otro amigo -que era también muy amigo de mi esposa- no tomó partido en ese momento de ambivalencia. Sostuvo la complejidad de la relación y el amor que nos tenía a ambos. Veía nuestras dudas y no daba respuesta, solo nos daba su abrazo.
Cuando murió mi cuñado a los 21 años, mis amigos vinieron al templo cada viernes durante todo un año. Se sentaban en la parte de atrás y no decían nada, solo se quedaban ahí. Al terminar el rezo, se iban a su casa.
No faltaron ni un viernes. Nunca dijeron nada.
Años después yo cargué en mis hombros el cuerpo del papá de uno de ellos para llevarlo a su sitio de descanso eterno. Eché tierra sobre su tumba y tampoco dije nada.
Años antes viajé a Houston a ver a mi amiga que estaba en su segunda vuelta del cáncer, pero el día que se suponía que íbamos a pasar juntos se la pasó vomitando en su cuarto de hospital en la penumbra donde nadie decía nada. Cambié mi vuelo para quedarme un día más y así al menos poder platicar. El día que me fui, mi amiga caminó conmigo al mostrador de Delta para que la vieran con sus ojos hinchados y su calva, y no me cobrasen nada por el cambio del vuelo.
La del mostrador no dijo nada y me dio mi lugar en el avión.
Años después, otra amiga nos confesó en un Zoom que no quería firmar los papeles para entrar a su tratamiento de cáncer. Todos le insistían y ella no podía decirles que no quería. Solo nos lo dijo a nosotros. No dijimos nada y dijimos todo.
Un día caminé con otro amigo por la playa, me contó la historia de abandono de su papá, y otro amigo, en esa misma arena, me contó la relación que acababa de terminar con su esposa y hermana espiritual.
Después de la pandemia, otro amigo me mandó un mensaje para pedirme perdón por haber estado desconectado por tanto tiempo. Me lo había encontrado un día antes en una kermés y al día siguiente se dio cuenta de que tenía algo conmigo y desde su gracia, me pidió perdón. Esos tres años de extrañeza se colapsaron a un tiempo que dejó de existir.
Cuando él se casó, y yo fui a su boda a Cancún, le pregunté: “¿cómo estás?”, me contestó: “recibiendo”. No había nada más que decir.
A otro amigo mexicano lo conocí en Venecia. Me introdujo a la Filosofía. Pero no la de los libros sino la de los cuerpos encarnados. Me dijo: “la verdadera filosofía está en el cuerpo y en la acción, no en la teoría”. Y así confrontó todos mis prejuicios de sexualidad, género, política y religión. Me mostró mis opiniones sesgadas, y, luego, me compró una cerveza y brindamos por una nueva amistad que se acuerpó en las tres semanas que dormimos en el mismo cuarto bajo las montañas.
A un amigo que estaba en un antro se le acercó una vez una chava de la nada y le dijo: “hoy cumplo 21 y quiero perder mi virginidad contigo”.
Yo perdí mi virginidad de tantas maneras con estos amigos y amigas.
Llorar en la línea telefónica, en un restaurante, en un temazcal. Llorar después de besar y llorar cuando vas en el coche y escuchas la canción que por siempre te unirá a ese ser. Como si el tiempo no existiera, como si fuera omnipotente. Porque lo soy y no digo nada.
Un amigo me llamó pocas horas después de que alguien de su familia se suicidara. Otro, pocas horas después de que le saliera una prueba de embarazo positiva. Lo último que quería.
Un amigo le escribió a otro amigo: “Si lo único que hay en esta vida es pérdida y dolor y desesperanza, puedes tener una cosa segura: yo siempre estaré contigo”.
No digo nada.
Los tiempos de la amistad no se planean. No puedes hacer una agenda para quedarte de ver y tomar un café con ellos. Los tiempos son cósmicos: que te toque en el mismo camión de escuela, que tu vuelo se atrase y el de ella también, que te los encuentres del otro lado del mundo y como si nada, continues la conversación que dejaste hace cinco días o hace cinco años.
La amistad se cuela en el tiempo que pasa entre que mandas un whatss y te lo contestan. A veces es instantáneo, a veces se tardan días, pero el momento de la respuesta es perfecto. El dios de la amistad lo controla.
Parece que mientras más tiempo pasa, más significativas se vuelven estas memorias. Pero no son memorias, porque no están en el pasado. Y no son memorias, son la tela de la que estoy hecho. Y esta mancha, esta cicatriz, esta sorpresa en la tela que soy, son tal vez el único destino al que quiero llegar.
Cargar el cuerpo de sus ancestros. Sonreírles mientras celebran sus cumpleaños número 50. Regalarles un pedazo de mis dudas y saber que ellos las sostienen mejor que yo, tan solo con su mirada y su silencio. Firmas como testigo en su boda, a veces firmas como testigo en su divorcio. Firmas de socio en una empresa, firman el voucher cuando no te alcanzó para el viaje, firmas de aval cuando piden un préstamo.
Los amigos te dan la bienvenida al mundo. No al mundo de lugares, cosas y experiencias, sino al mundo donde tu mirada y tus células atraviesan los lugares, las cosas y las experiencias, y sabes que estás hecho de sueños. Esa es la tela con la que está hecha, y por la que existe, la realidad.
Bailar. Brincar. Cantar. Reír. Meterte a un jacuzzi y celebrar. Leerles poemas en voz alta. Que te lean poemas en voz alta. O que te los regalen en papelitos y mensajes de whatss. Imaginarte el poema que escribirán para ti cuando te vayas, escribir ya el poema antes de irte.
Somos bienvenida y despedida. Como cuando cargan a tus hijos recién nacidos, o cuando les dices lo que sientes al convertirte en papá. En una mirada, sin ninguna palabra, sabemos que estamos vivos y que la vida es eterna.
Ven, fuma de mi cigarro y abrázame mientras las bombas caen. Baila conmigo, hermano, hermana. No conozco mejor destino que este.
No digo nada. Solo gracias.
Gracias al dios de los sueños.