Los acontecimientos del 6 de enero en la sede del Congreso de Estados Unidos irrumpen contra el compromiso de 1877, el pacto solemne entre los partidos Republicano y Demócrata para defender la democracia.
El ataque al Capitolio de Venezuela perpetrado por el general José Tadeo Monagas en 1848, en el cual resultó herido de muerte el canciller Santos Michelena, se encuentra a la altura histórica de la arremetida troglodita al Sancta Sanctorum del poder legislativo estadounidense.
El asalto al Capitolio estadounidense constituye un punto de inflexión y encuentro entre los populismos de cualquier signo, que arremeten impíos contra la democracia representativa, único sistema político capaz de asegurar la vida del hombre en libertad.
El Estado de Derecho, su fundamento principal, significa que el comportamiento de la sociedad está bajo el imperio de la ley y su funcionamiento, como un reloj, es posible si se respeta la separación e independencia entre los poderes públicos, dado que su legitimidad dimana del ejercicio del sufragio, libérrimo, universal, directo y secreto.
En Washington, el bello monumento construido por el arquitecto e ingeniero francés Pierre Charles L’ Enfant, ha sido objeto de un ataque propio de bárbaros, costó vidas y mostró la irresponsabilidad de Donald Trump.
En Venezuela, hechos de ese orden, transgresores de las normas jurídicas abundan desde el mismo comienzo de la tiranía —así calificada por el presidente español— hasta la realización de las elecciones parlamentarias írritas del 6 de diciembre, realizados con el avieso propósito de eliminar la Asamblea Nacional del paisaje político venezolano, que desde el año de 2015 atesora y resguarda la última razón de existir de la democracia venezolana.
La imposición a troche y moche de una directiva vergonzosa a la espuria Asamblea confirma el crimen. Jorge Rodríguez, que morirá de venganza, la inefable Iris Valera, cuya primera ponencia solicita la revocatoria de la nacionalidad y bienes de la diáspora venezolana, rayana en 6.000.000 de compatriotas aventados al exterior. Dicha propuesta consagra la locura de Venezuela. Por lo demás, a la eliminación en el ámbito de los tribunales del debido proceso, derecho humano fundamental, se unen la opresión, la tortura, la inseguridad, aliñada con la participación de diferentes grupos terroristas, narcotraficantes y el expolio de las minas auríferas, que ahondan el impacto demoledor al espíritu nacional.
La primera dama Melania Knavs ha sido patética al expresar su desacuerdo con Donald Trump, en el auspicio y ejecución de la violencia. Efectivamente, el rechazo ha sido general, a la salvaje agresión al símbolo excelso de la democracia representativa.
El incidente pone de manifiesto que no existe ningún otro sistema político capaz de garantizar las libertades públicas. Se asientan de este modo, en el ámbito de la historia de las ideas políticas, dos conceptos, en primer lugar, la falsedad de las célebres democracias populares en los tiempos de la Unión Soviética y, en segundo lugar, la fragilidad de las bases intelectuales y filosóficas de la denominada democracia participativa.
En Venezuela aún se recuerda con tristeza, el allanamiento al Congreso de la República en el año de 1848. Hoy, en pleno siglo XXI, registramos a lo largo de 22 años de abyecta dictadura, hechos bárbaros contrarios al Poder Legislativo.
La Asamblea Nacional que fue elegida en el año de 2015 superando innumerables actos de ventajismo electoral. La oposición democrática logró una victoria contundente sobre el régimen de facto, que la exhibe como el último rescoldo solitario y legítimo del ente estatal.
La reacción contra los sucesos, junto a la actitud beligerante del presidente derrotado, ha sido objetada por la mayoría de los países civilizados. Descuellan los europeos, conscientes de la lesión a la democracia y al Estado de Derecho.
El reconocimiento a la elección del nuevo presidente Joe Biden ha sido otorgado por Alemania, Francia y Gran Bretaña que han instado a la transmisión pacífica del poder, a pesar de las denuncias de Trump, estimulantes a la revuelta bajo el argumento del fraude y causando un destrozo inconmensurable al partido republicano.
Josep Borrel, alto comisionado para los Asuntos Exteriores y de Seguridad de la Unión Europea, ha reforzado, vehementemente, la necesidad de bajar las tensiones suscitadas en el contexto electoral de Estados Unidos. Ha evocado la necesidad de poner en marcha un exhaustivo mecanismo de revisión de todos y cada uno de los países miembros de la Unión Europea, relativo al Estado de Derecho, a la calidad democrática, la pluralidad política, la independencia judicial, el respeto a las minorías y la libertad de prensa.
La mirada hacia Venezuela, en cambio, de Mr PESC en el léxico corriente del Derecho International de Europa, es diametralmente opuesta. Su opinión sobre la convocatoria de las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, transgresoras de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, se agota con el reconocimiento a la Legitimidad de la Asamblea Nacional pero es ambigua cuando se refiere a la legitimidad del gobierno del presidente Juan Guaidó Márquez.
Borrel desdeña la aplicación de las normas del Derecho Internacional de Europa a la causa venezolana, aunque sí lo hace con esmero en lo concerniente a los 27 miembros de la organización. Violenta los artículos 334,336 y subsiguientes, los artículos 24 y 25 atinentes a la estabilidad y continuidad de la Constitución y a las cláusulas de salvaguarda de su vigencia plena e ininterrumpida.
Tales disposiciones coinciden con los artículos 2, 4, 5, 6 y 7 de la Carta Democrática Interamericana, adoptada el 22 de abril de 2001 en Quebec, por los jefes de Estado y de Gobierno de América, para la defensa de la democracia y los derechos humanos fundamentales.
Un elenco normativo de elevado rango al cual falta, de manera grave e inexplicable, el máximo representante de asuntos exteriores y seguridad de la organización internacional, de vocación restringida, más importante del planeta, la Unión Europea.
Josep Borrel materializa de modo dramático lo que hemos calificado como la “Maldición de las Relaciones Internacionales”, que consiste en dar prioridad al interés particular en desmedro del interés general.
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