Cuando entramos a la escuela de mis hijas hace un año, alguien me contó que había un papá con Párkinson.
Usualmente esto lo oyes sobre un abuelo, pero no acerca de un papá que tiene a sus hijos en el mismo grado de primaria que tú.
¿Cómo será esta persona? ¿Cómo será cuando me lo tope?
Pobre de él y de sus hijos y de su esposa.
Me lo topé por primera vez en una actividad familiar casi acabando el ciclo escolar. Nos tocó hacer equipo en un Rally, nuestra bandera tenía el color café.
Me saludó frontalmente con su mano temblorosa y solo cuando me puse a saludar a los demás, me di cuenta de que era él. Desde el saludo, lástima fue lo último que me transmitió.
Platicamos casualmente mientras caminábamos en el bosque y armábamos la porra del equipo. Cuando fue la carrera de costales, se quedó al margen de la cancha echando porras a sus niños hermosos, como él los llama.
En otro momento de mi vida –tal vez hasta hace unos escasos dos años– yo hubiera corrido de esta situación. Hubiera bajado la mirada o pedido un cambio de equipo. Toda mi vida me he escondido de las personas que confrontan mi comprensión: cuando mi papá atendía niños con Síndrome de Down en su consultorio, cuando evitaba hablar y ver a los ojos a los dolientes que acababan de perder a un ser querido, cuando tenía enfrente a personas sin pelo por la quimioterapia.
Pero ya no. O al menos ya no con personas como él, que te sostiene la mirada mientras él se sostiene para no caerse mientras camina. A veces, cuando hay una subida, hace una pequeña corridita para no perder el equilibrio.
La segunda vez que lo vi yo terminaba de correr y él manejaba su carrito de golf. Usualmente solo sería el saludo automático: cómo estás, cómo les fue en las vacaciones, que bueno, nos vemos pronto.
Pero esta vez no. Era sábado y su sonrisa me invitó a subirme con él y acompañarlo a recoger a sus hijos de sus clases.
Hablamos de medicina regenerativa, de células madre, de azul de metileno. De lo experimental de todas las terapias, de lo incomprendido que es el Párkinson. Hablamos también del efecto placebo y del poder de las historias para crear realidad. Cualquier medicina funciona si la historia que creemos verdadera acepta eso o no, como una medicina. Esto incluye a las palabras que nos decimos.
Hablamos de ZhiNeng QiGong que él practica y yo quiero aprender, de los retiros de Joe Dispenza, de la fuerza de la mente, del poder de la energía, de lo incomprendida pero infinita que es la realidad. De que siempre nos quedamos cortos con las palabras. De que a veces ni nos atrevemos a intentarlo con ellas.
Lo conocía tan poco, que mientras estaba en el carrito le tuve que escribir a mi esposa para corroborar si me acordaba bien de su nombre.
Mientras recogíamos a sus niños y atendía la plática conmigo, él los recibía con total presencia y les preguntaba cómo les había ido y qué querían hacer, y saludaba a los que les habían dado las clases a sus niños. No digo esto porque tuviera una habilidad especial de hacer varias cosas al mismo tiempo, eso lo tenemos todos, lo digo porque noté el grado de no-automatismo con el que lo hacía.
Ahora me empezaba a caer el 20. Que él pudiera levantarse de la cama y atender su vida y estar tan presente en ella, es porque tenía largas noches detrás, arañando las paredes preguntándose por qué él. Por qué así.
Los demás papás de la escuela tal vez podemos caminar en línea recta, pero nos estamos tambaleando en muchas otras cosas. El borracho. El deprimido. El workaholic. El que perdió a su papá y se perdió a sí mismo. El que su esposa tiene cáncer. El que tiene un diagnóstico de algo. El que no logra levantar sus finanzas. El que no ha salido del closet: de su profesión, de su preferencia sexual, del lugar donde quiere o no vivir. El que está aburrido con la vida y lo tapa con lo que sea que se encuentra.
Tal vez todos nosotros no hemos pasado suficientes noches arañando las paredes tratando de comprender lo incomprensible. Y ciertamente no hemos despertado tantas mañanas sintiendo el regalo infinito de cada una.
Porque así es como el desconocido caracterizó su condición después de que yo mencioné la palabra “regalo”. Con sutileza y aclarando que ciertamente no todos los días, me dijo que a veces el percibe que su condición ha sido una bendición.
Aunque sus bíceps dicen lo contrario, me dice que odia el gimnasio, pero que es una de las pocas actividades físicas que aún puede hacer. Aunque me parece que ya no ve con enojo, sino con nostalgia, los años que se quedaron atrás de subirse a la bici, nadar, esquiar o correr un maratón, como lo hizo antes de sus síntomas y cuyos síntomas aparecieron para impedir su segundo. Tal vez tampoco puede cargar a sus niños cuando se quedan dormidos en su pecho, mientras que yo me enojo cuando tengo que hacerlo.
A este ser le tiembla la mano, pero no le tiembla la palabra.
Le tiembla todo el cuerpo, pero no el corazón.
Hace algo peligroso para los que la hemos tenido más fácil y creemos que así es la vida: a través de su sonrisa y su adueñamiento de sí mismo, normaliza su condición, haciéndonos creer que no hay vida sin pasar por las noches oscuras del alma. Esto me lo confirma cuando hablamos del documental Still de Michael J. Fox, y me dice que le hubiera gustado ver más la parte emocional y existencial detrás de su historia con Párkinson. Al decirme esto, y sin tener que compartir la suya propia, observo ese abismo del cual este desconocido regresa cada mañana para sonreír y abrazar a sus niños hermosos. Para abrazarme a mí.
Después de una hora de estar juntos, nos vamos despidiendo. Hacemos planes para vernos en pareja, en familia. Le manda saludos a mi esposa y me cuenta que cuando fue el Rally, ella lo ayudó a amarrarse las agujetas de los tenis después de una de las actividades. No se dijeron mucho, pero ambos sintieron sus almas.
Le hablo de su valentía, le digo que con poca gente puedo sostener una mirada así. Se lo digo mientras nos miramos sin parpadear.
Y entonces le hablo de mi teoría del tiempo. Le digo que, con la atención precisa, el tiempo es relativo. A veces hay tiempo infinito en unos pocos minutos.
Me dice que sí. Que con sus hijos y su esposa, frecuentemente se preguntan cuánto tiempo le queda. Y entonces él les transmite con palabras y miradas y experiencias, lo elástico del tiempo. La brevedad o longevidad no determinan lo profundo y lo eterno del amor. Pero solo algunos lo saben. Solo algunos lo han sentido con total certeza.
Como este escrito. Me tomó pocas horas escribirlo y solo estuve una hora platicando él. Pero esa hora se estirará toda mi vida y la ha cambiado. Tal vez cambiará un poco la suya. Tal vez también la de las personas que están leyendo esto en menos de 10 minutos.
Sé que estoy completamente loco por querer publicar algo tan íntimo. Pero la entereza de ese desconocido me hace querer sacar mi entereza también.
Mandarle este escrito al desconocido y preguntarle si está de acuerdo en publicarlo. A veces, lo más íntimo es lo más universal. Lo que nos avergüenza es la llave para sanar. A mí me avergüenza pensar que quiero publicar esto para llamar la atención. Para jalar algunos clicks.
Este párrafo lo he escrito más de diez veces y más de diez veces he estado a punto de mandárselo.
Él no esconde sus temblores, yo no voy a esconder los míos.
En esencia, solo quiero agradecerle el regalo que su condición trae para todos nosotros, los que nos estamos tambaleando.
Cuando teníamos la subidita enfrente, me dijiste: “Esta subidita es mejor si la corro”. Te alejaste con tanta gracia y dignidad, que esa hora contigo me recuerda que yo también puedo sostenerle la mirada al abismo.
Y vivir.