La película de Joseph Losey sobre el asesinato de Trotsky me da la pista para escribir sobre el choque entre la democracia representativa y el comunismo, que instaurado en 1917 por los bolcheviques ya sobrepasa el siglo. No podían imaginar los actores principales de la Revolución de octubre, Vladimir Ilich Uliánov, apodado Lenin, Lev Danídovich Bronstein, que firmaba como León Trotski, ni Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, que usaba el remoquete de Iósif Stalin, la trascendencia que tendrían sus proclamas dirigidas a la destrucción del concepto de Estado en Occidente.
La antorcha encendida con la aniquilación violenta del zarismo encabezado por Nicolás I de Rusia y rey de Polonia es el acta de nacimiento de la ideología del comunismo, de cuya piedra filosofal dimanan la eliminación del Estado y del sufragio, la aportación esencial de Lenin que plasmó en su libro El Estado y la revolución.
Trotsky, fundador del Ejército Rojo, pone en claro su carácter cruel y obsesivo en su texto La revolución permanente y revela su ambición de llevar a todos los rincones del mundo los postulados revolucionarios, entre ellos, el traslado del poder estatal a la comunidad en una sociedad sin clases.
Stalin, antes de la prematura extinción Lenin en 1924, se apuntala en el poder y se impone como el sucesor dos años más tarde con objetivos fundamentales: la desaparición de la libertad, mediante el reforzamiento del centralismo político y económico y la imposición de un régimen unipartidista que daba el control total al Kremlin, al buró político del Partido Comunista de la Unión Soviética y especialmente a su secretario general.
Durante la Segunda Guerra Mundial la colisión entre ambas concepciones se acentúa. Aunque el nazismo y el fascismo desconciertan a la opinión pública europea, la monarquía amenazada ante la cruenta liquidación del zarismo, cae en la trampa de Hitler y Mussolini. Sin embargo, la «abuela de las monarquías» -el Reino Unido- advierte el peligro y el Parlamento eleva a la jefatura del gobierno a Sir Winston Spencer Churchill. El rey Jorge VI lo designó primer ministro.
Churchill nació en el castillo de Blenheim, palacio de sus antepasados, los duques de Marlborough, vecino al elegante Trinity College de Oxford y a Stratford Upon Avon, la tierra de William Shakespeare.
Su prolífica pluma dejó un legado monumental, premiada en el año de 1952 con el Nobel de Literatura, pero en el ámbito político su apasionada defensa de la democracia lo retrata como el más distinguido y valiente defensor del único sistema capaz de garantizar la vida del hombre en libertad.
Desde mi punto de vista, las democracias populares soviéticas o participativas constituyen una retorcida interpretación de los principios democráticos esenciales. Hoy semejantes elucubraciones acerca del pensamiento político serían clasificados, con sobrada razón, por el derecho público y la ciencia política como la «mentira de Estado».
A Churchill, héroe de la Segunda Guerra, se le atribuye haber dicho que la democracia es la menos mala de las propuestas políticas. No obstante, en honor a la verdad, lo que dijo fue que la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás.
Los criterios irrespetuosos a la opinión ajena están vivamente representados en la Plaza Roja por el alto muro que separa el Soviet Supremo de la Catedral de San Basilio, a la derecha el féretro de Lenin momificado y a la izquierda, uno tras otro, los bustos de los antiguos secretarios generales de la derrumbada URSS. Todos esculpidos en bronce, salvo los ucranianos Nikita Jrushchov y Trotsky que disputó la posición. Stalin, el último al extremo, apenas se nota, castigado por su desprecio a la legitimidad y alternabilidad democráticas.
El escenario político de este año de 2022 pinta mal. Exacerbado por la recurrente pandemia del coronavirus y el cambio climático, no es difícil apreciar los atrevidos movimientos bélicos en el tablero de Vladimir Putin, el nuevo zar, devoto de un imperio agonizante, no son mías estas palabras; son de Steven Lee Myers.
Putin refuerza la intervención de los territorios secesionistas de Osetia del Sur y Abjasia, en Georgia; reafirma el dominio de Crimea avanzando decidido en Ucrania, un paso vital para el comercio de los hidrocarburos, tan importante para la debilitada economía de Rusia. Este empeño de determinar la orientación exterior del espacio postsoviético congela de un golpe las aspiraciones independentistas y democráticas de Ucrania y Georgia, que persiguen adherirse a la Alianza Atlántica y a la Unión Europea.
El segundo, el cierre de la Organización Memorial de Derechos Humanos, fundada por Mijail Gorbachov, cumplidas tres décadas de arduo trabajo a favor de la memoria histórica de los crímenes soviéticos.
China, por su parte, paciente y cautelosa muestra las garras a Taiwán y Hong Kong. Hace pocos días ocurrió la intervención arbitraria y la detención de la junta directiva del diario Stand News, uno de los pocos medios democráticos de la antigua colonia británica.
No obstante, lo más resaltante es la alta inversión de Pekín en el continente americano para satisfacer su hambre energética. Un punto, por cierto, que señala la abierta competencia entre la democracia profesada por Washington y el autoritarismo de los sucesores de Mao.
Hugo Chávez y Nicolás Maduro han cedido la soberanía política venezolana a La Habana de Fidel y Raúl Castro. Con el respaldo de la empresa petrolera china CNOOC y la poderosa rusa Rosneft, los socios sino-soviéticos que explotan sin control los ingentes recursos de hidrocarburos y mineros de Venezuela. Esta es la evidencia de los astutos y engañosos pasos del Gato con botas autoritario, comunista populista, en la inmensidad del continente americano, desde el río Grande a la Patagonia.
El desafío es de vida o muerte para los demócratas del mundo. Europa, escarmentada, escaldada cruelmente por la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial entenderá su papel. Estados Unidos, por su lado empieza a comprender el grave peligro que corren la democracia y la libertad. Pienso que solos, sin ayuda, los países de América Latina están perdidos.
Concluyo con un llamado a todos mis paisanos americanos, convencido que el bien común requiere unidad, mesura, decencia, prudencia y bon sens.