El 6 de diciembre los españoles celebran la Constitución de 1978, garantía de paz y de libertad, orgullo de un país que ha sabido hacer historia por las buenas y por las malas. Siendo ejemplo moderno para sus iguales europeos, ahora se muestra pudorosa y se podría decir que hasta avergonzada. No por la sangre derramada en balde en guerras fratricidas, con generales impuestos a trasmanos y con fines todavía inconfesados, que usaron los campos y sierras, también aldeas y urbes en experimentos bélicos, en combates inquisitoriales y en desavenencias que por ser ideológicas no fueron menos sanguinarias.
España con la Constitución de 1978 ha vivido tiempos de esplendor, como los hubo en otros tiempos de su historia, pero no con tanta paz duradera, tanto progreso ni tanta libertad. Ha servido, no vale la pena echar atrás, volver a las trifulcas y a los duelos. Sin embargo, todavía quedan resabios de los mariscales del fracaso, de quienes pretenden seguir con el hocico en el barro, en el degredo, y no cesan en las insensatas maniobras de romper a España con la misma mala voluntad de tiempos pasados. Prevalece esa torrontuda petulancia tan ibérica que impide la rectificación y la admisión del error. No aceptan que las equivocaciones son tan humanas como los aciertos.
España y todos quienes hablan español están dolidos. Les hiere la intención de eliminar la lengua que hablan y les mantiene el orgullo en alto a más de 500 millones de personas, que pueden leer a Cervantes, a Calderón de la Barca, al Inca Garcilaso de la Vega, a don Francisco de Quevedo y Lucientes y a ese poeta todavía incomprendido que sigue siendo Antonio Machado. Y también a Jorge Luis Borges y a Arturo Pérez-Reverte, y a tantos otros que hacen maravillas con la riqueza que ofrece con abundancia y gracia el castellano.
El dolor es más hondo que una tachadura del «español como lengua vehicular» perpetrado por la Ley Celaá. Frente a la puerilidad de la propuesta ha imperado un silencio que aturde, un dejar hacer que emula muy bien la cobardía y hasta falta de huevos. No es un silencio cómplice, mucho peor, es un silencio canalla, que fusila, que ataca por la espalda, que niega la lengua que hizo grande a España, que mostró su bondad, su picaresca, su inteligencia y su mucha valentía. No son poca cosa las cartas de Hernán Cortés después de haber quemado sus naves como tampoco es poca cosa que se considere “un problema ficticio” que se elimine de un machetazo el español como lengua vehicular de la educación en España. Mucho menos que se llame “envenenamiento y confrontación” la defensa del español como primera lengua. ¿Acaso es pluralidad relevarlo al cajón de los trastos inservibles, a la par de las medallas inútiles de los nuevos e inflados mariscales de la derrota?
La España grande, democrática y ganada para hacer futuro es la España reforzada en su unidad por un idioma común, que se presenta al mundo coherente y capaz de diálogo fecundo entre españoles y con los otros, que puede convivir con particularidades regionales, con folklores marchitos y costumbres insepultas, y que es consciente de que las barreras debilitan y las aduanas doctrinarias empobrecen.
Al contrario de lo que se piensa y se repite como verdad, el español sí corre peligro. No tanto porque se le pretenda arrumar con lo que avergüenza, sino porque quienes deben defenderla por oficio y beneficio callan, dejan hacer olas a los charlatanes. O asumen posturas alcahuetas que afectan la lengua imponiéndole reglas que van contra la esencia del idioma, como el “monosilabo” guión, hasta la confusión generalizada con el adosamiento de “ex” a la palabra que modifica. No hablemos ahora de pecados como la incorporación de palabras para ganar indulgencias con alcaldes autoproclamados de la lengua como “ir a por agua” y hasta giros peores que casi legalizan el «haiga». Sin embargo, nada supera el contrasentido de que algunos de los hijos de España no puedan ser educados en la lengua que hablan los españoles: el castellano.
Han sido los hispanoamericanos quienes más han defendido el español como lengua materna común, casi carnal y sanguínea. No solo grandes poetas como el mexicano Octavio Paz o novelistas como Mario Vargas Llosa han sido cruzados del idioma castellano, también los son los poetas y escritores todavía desconocidos que se aferran a la lengua matriz y la ennoblecen mientras los “emponderados” meten baza para que devenga en dialecto o lengua muerta.
El 6 de diciembre Día de la Constitución, el español Mario Vargas Llosa, volvió a sus andadas desde la pagina web de la plataforma Libres e Iguales y se incorporó a la campaña que también respaldan las agrupaciones Consenso y Regeneración, Fundación Joan Boscà, La España Cívica, La España que Reúne, Sociedad Civil Ahora Societat Civil Catalana y Transforma España. En conjunto rechazan las maniobras que intentan la liquidación del orden constitucional y que el castellano “pase a la condición de lengua oculta, disimulada, clandestina».
La Constitución es muy clara: “Todo español tiene derecho de ser español y de hablar su lengua, el español”. Pedro Sánchez pide a todos los partidos cumplir la Constitución en su integridad. Hay que hacer buena la palabra y hablar español, en la casa y en la escuela, sin temores a ser plato de segunda mesa.
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