El derecho de toda persona a entrar y salir libremente del territorio del país del cual es nacional es parte de lo que el presidente de Colombia, Gustavo Petro, denomina “la democracia liberal”. Este derecho se encuentra desarrollado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, al igual que en numerosas constituciones de Latinoamérica, sin perjuicio de que algunos de sus gobiernos estén lejos de profesar los principios democráticos, o de estar genuinamente comprometidos con la defensa de la libertad.
A título ilustrativo, el artículo 50 de la Constitución de Venezuela dispone que “toda persona puede transitar libremente… por el territorio nacional, cambiar de domicilio y residencia, ausentarse de la República y volver…, sin más limitaciones que las establecidas por la ley”. Haciendo uso de este derecho, en los últimos seis años, más de siete millones de venezolanos han salido de su país, en busca de más libertad y de mejores condiciones de vida. Asimismo, por razones laborales, académicas o de otro tipo, muchos venezolanos se suelen ausentar temporalmente de su patria, para regresar cada vez que les apetece.
El derecho de todo ser humano a salir de su país, o a quedarse en él, se complementa con el derecho al reconocimiento –en todas partes– de su personalidad jurídica, lo cual supone el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a los documentos de identidad que le permitan ejercer el derecho a desplazarse de un sitio a otro. Sin un pasaporte, el derecho a cruzar las fronteras de un país sería ilusorio.
Pero el ejercicio del derecho a ausentarse del país no puede ser objeto de medidas restrictivas que no respondan a un fin legítimo, y que no estén previstas por la ley. En los años de la guerra fría, intentar salir de Berlín oriental –o de cualquier país situado detrás de “la cortina de hierro”–, podía tener consecuencias letales. Pero salir de un país libre no es un acto que pueda ser obstaculizado o criminalizado.
Este derecho lleva implícito el derecho a la protección del Estado, a través de sus autoridades consulares, cada vez que la persona se encuentre en el extranjero. Sin embargo, el derecho a la protección consular no sustituye el derecho de toda persona a regresar a su país y obtener, de sus autoridades, los documentos de identidad que requiera.
Hasta allí la teoría pues, en la práctica, teniendo su documentación en regla, y sin que haya una orden judicial de prohibición de salida del país, a muchos venezolanos –casualmente de oposición a quienes hoy están en el poder– se les ha incautado su pasaporte y se les ha prohibido salir del país, a veces con el pretexto de que su pasaporte habría sido reportado como robado, y otras veces sin necesidad de ningún pretexto.
Es, sin duda, una forma de castigar el ejercicio de la libertad de expresión, y del derecho a no ser molestados a causa de sus opiniones. Pero ahora hay una nueva modalidad de perseguir y sancionar a quienes son críticos del llamado “proceso revolucionario”, o que, por lo menos, no se han plegado a él. El siguiente caso es un ejemplo que ilustra otra de las formas como actúa un régimen despótic, en su afán por amedrentar y someter a los ciudadanos.
En respuesta a una solicitud de cita para renovar su pasaporte, al Dr. Rafael Badell, un venezolano de excepción, vicepresidente de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de Venezuela, se le ha enviado un extraño y amenazador mensaje, notificándole que, como él se encuentra fuera del país, no tiene derecho a ese servicio.
De seguidas, la notificación de marras le indica que, cuando se encuentre en Venezuela, deberá dirigirse a la sede central de la Oficina de Identificación y Extranjería, para “verificar” su situación. En caso contrario, se le remite a la representación diplomática o consular más cercana, “a objeto de actualizar su condición migratoria”. ¡Como si Venezuela tuviera muchos consulados en el exterior! ¡Y como si, periódicamente, quienes están en el extranjero debieran reportarse a las autoridades políticas de su país, para rendir cuenta de sus actividades!
Huelga señalar que, si el Dr. Badell estaba solicitando una cita para renovar su pasaporte en Caracas, es porque, en ejercicio de su derecho a volver a Venezuela, pensaba presentarse a esa cita en Caracas. Lo otro es, simplemente, hostigar a la persona que hace uso del derecho a desplazarse fuera de su país y a regresar a él, para que se inhiba de ejercer sus derechos civiles y políticos, como son la libertad de opinión y de expresión.
Si, según se señala en la referida notificación, “de acuerdo a los controles migratorios disponibles en [los] sistemas de tecnologías de información” con que cuentan las autoridades venezolanas, ya se había establecido que, en ejercicio de sus derechos, el Dr. Badell se encuentra –temporalmente– fuera de Venezuela, ¿por qué tendría que presentarse en la oficina central de identificación, migración y extranjería, para “verificar su situación migratoria”?
¿Si hay tanta premura en que el Dr. Badell se presente a “verificar” algo que ya se conoce y no se discute, ¿no hubiera bastado con concederle de inmediato la cita que solicitaba para renovar su pasaporte? ¿Acaso una persona que se encuentra en el exterior –por las razones que sea y por el tiempo que sea– no tiene derecho a la identidad, y no tiene derecho a renovar su pasaporte?
Este hecho, que podría pasar como un problema burocrático más, tiene su explicación en el país de “la revolución bonita”. No hubo ningún control para concederle la nacionalidad venezolana a Alex Saab, un empresario colombiano (hoy preso en Estados Unidos) que, para adquirir la nacionalidad venezolana, no tenía el tiempo de residencia requerido por la ley.
Tampoco ha habido el mismo examen riguroso con el ingreso al país de ciudadanos sirios, supuestamente vinculados con el grupo terrorista Hesbolá, ni con los guerrilleros colombianos –de las FARC y del ELN– que operan desde el estado Apure y otros estados fronterizos, y que son atendidos en las clínicas más exclusivas de Caracas.
No es casual que, mientras los garimpeiros, con sus actividades de minería ilegal, están devastando la selva venezolana, sin tener que “regularizar su situación migratoria”, y mientras los sistemas de información de Venezuela son incapaces de detectar la entrada y salida de narcotraficantes, a un venezolano decente se le niegue una cita para renovar su pasaporte. ¿Por qué será que ese sistema es tan eficiente en unos pocos casos, y tan inoperante cuando más se le requiere?
Como abogado, al Dr. Badell le ha correspondido participar en numerosos procesos judiciales y procedimientos arbitrales (muchos de ellos fuera de Venezuela), en los que, a veces, le ha tocado litigar contra el Estado venezolano, o contra empresas del Estado venezolano, incluida PDVSA. Eso, que no es ningún delito, se lo están cobrando.
En su condición de jurista, el Dr. Badell ha dictado numerosas conferencias, en las que se ha referido a la erosión de la democracia y del Estado de Derecho en Venezuela, habiendo llegado a sostener que el actual régimen es una dictadura. Sin faltar a la verdad, sería ingenuo afirmar algo distinto. Pero, incluso si el Dr. Badell estuviera equivocado, al decir eso en un país libre, solo estaría haciendo uso del ejercicio de su libertad de expresión, sin que pudiera ser molestado a causa de sus opiniones.
Sin embargo, sus afirmaciones han sido confirmadas por la conducta de las autoridades venezolanas que, una vez más, han hecho uso arbitrario del poder público, para castigar a una voz disidente, pasándole factura por manifestar lo que piensa. El hecho es que, desde hace dos décadas, en Venezuela no hay libertades públicas, no hay independencia del poder judicial, y los que mandan se comportan como dictadores. ¡Y, como si eso no fuera suficiente, tampoco se puede llamar a las cosas por su nombre!
Lo cierto es que, en la Venezuela de hoy, como en Cuba o Nicaragua –al igual que ayer en las dictaduras militares del cono sur de América Latina–, la libertad de salir del país y de regresar no es un derecho, ni siquiera precario, sino una concesión graciosa de los que mandan, sujeta a condiciones. Quien no se comporte servilmente, y quien no guarde silencio ante las tropelías de un régimen liberticida, no tiene derecho a un documento de identidad, y menos a un pasaporte que le permita viajar al exterior. Nadie, en un país libre, tiene que pedir permiso para ausentarse del país, o para regresar a él.
Ninguna persona que se ausente de un país libre tiene que informar adónde viaja, con qué propósito, o dónde piensa establecer su residencia temporal o permanente. Pero Venezuela no es un país libre.