Somos una pintura hecha a nanopedacitos de tiempo. Y ese espacio, a veces, es tan imperceptible en su transitar que solo si vivimos en vigilia de lo que acontece en nuestra alma es posible atesorarlo en la memoria. No hay secuencia en su composición, como lo dicta la razón y puede confirmarlo la lógica. Ocurre tan disperso y vistoso como el fuego de una bengala y tan de trazo en trazo como el enamoramiento, si un motivo oculto despierta íntimamente en su esplendor la belleza de Hathor y el sentimiento de Eros.
No es verdad que todo pasado fue mejor. Es mentira que solo cuenta el presente. Es muy relativo eso de que nadie conoce el futuro. Todo está en nuestro disco blando, como está en la genética del genio después de mil cruces y experiencias ancestrales, en imágenes a veces dispersas, en ocasiones juntas, otras en collage. Al igual que el pintor va concibiendo día a día, a veces en tramos, su gran obra, así mismo vamos nosotros armando el más hermoso, original y bello rompecabezas: la vida de cada uno.
Armando la imaginación para pintar
Una idea venía rondando en mi cabeza desde hace siglos, como acecha la del creador en sórdidos y divinos espacios la lenta confección de su inicialmente graciosa hechura. Me bautizaron en la fe de mis padres, católicos cristianos, pero siempre en mi sangre cabalgó más la genética de mi madre y su cultura politeísta. Aunque ella, en silenciosa puja con su conciencia, me lo negara. Siempre sentí, cuando de niño la observaba en la tempestad, que realmente temía los castigos de la naturaleza y a sus dioses, no a las penitencias impuestas a los pecadores cristianos.
Era su costumbre, y aún lo recuerdo con transparente claridad, recoger en una sábana a toda su cría (éramos seis, los menores) y acurrucarse en un rincón a rezar casi temblando de miedo el Padre Nuestro, invocando, paradójicamente, la protección del otro Señor. Siempre me lució precioso el ritual católico cristiano y la poesía de sus oraciones indescriptibles de emoción, conmovedoras de espíritu, pero también sentía que me faltaba algo que había yacido durmiendo en mi inconsciente por siglos. Me faltaban Maleiwa (Dios); Atürüla (el Trueno) equivalente al Thor noruego; Juyá, (la Lluvia); Kashi (la Luna), y especialmente, Kai (el Sol).
Del matrimonio cada uno tomará el más sugerente de los colores para seguir componiendo —de acuerdo a la técnica de cada quien— el cuadro que ha concebido para juntar elementos de un cosmos que continúa su proceso indetenible cuando seleccionamos a la que creemos que será el complemento de nuestra vida. Si resulta compatible, será incorporada al cuadro definitivamente; si no, el artista dejará la cobertura para muchas nuevas experiencias y entre ellas elegirá la que definitivamente incluirá en el paisaje.
A estas alturas no es posible el hermético protocolo civilizatorio cristiano. Ya empieza a haber subversión de normas y revuelta de creencias, porque cada vez nos aproximamos más al ser digital y nos alejamos del humano, y progresivamente se comprende mejor que no son los genitales los que definen la inclinación amorosa, sino la química del alma.
Doy por descontado nuevos vínculos, otros lazos afectivos entre los humanos, con otras normas asumidas responsablemente y sin coacciones ni límites a la libertad individual. Estoy convencido que en el futuro terminaremos eligiendo la religión y el sexo solo cuando estemos preparados para asumir la convicción de una fe y el peso del sexo original no sea una carga tan pesada que obligue a simular y a no ser.
Acontece algo similar con las ideas políticas. Al principio, cuando tomé partido, a los diecisiete años, la figura de Castro en la Cuba revolucionaria era emblemática de heroísmo. Luego, a los cuarenta, era un equivocado temerario. Al cierre de nuestro cuadro, un cruel dictador y un perverso asesino.
Ideológicamente empecé siendo socialista light, después socialdemócrata o socialcristiano y definitivamente cuando me incorporé al cuadro, lo hice como dirigente sin apellido, simplemente partidario del humanismo científico y de políticas públicas eficientes en un escenario de Estado de derecho y de libre intercambio.
Alguien diría que seguir pensando de la manera elemental como suelen hacerlo los partidarios del comunismo marxista y de otras doctrinas europeas sería no solo irresponsable sino también estúpido.
Pasa igual con la música. Cada quien elige la que formará parte de su perfil de vida. A unos, la de sus padres, la orquesta Aragón, las guarachas de la Billo’s y los boleros de José Luis Moneró y Tito Rodríguez; otros se inclinarán por la clásica de Bach, Handel, Mozart y Tchaikovski; algunos por el jazz de Charlie Parker, Miles Davis, Ella Fitzgerald y Duke Ellington. Nuestra generación por el Rock and Roll y las baladas en español de Serrat y en inglés de Bob Dylan.
La percepción que tenga cada quien de las expresiones musicales será incorporada por igual al cuadro que componga cada uno, sin menosprecio de los otros. Importante es saber que no son pocos los de la actual generación que dan la espalda al reguetón y asumen con naturalidad lo clásico y el rock, lo que indica que copiaron bien las lecciones de buen gusto musical del pasado y el presente y que por tanto merecen nuevos incentivos. Puedo seguir sumando elementos personales a este cuadro, pero la tela tiene límites y prefiero dejarlo hasta aquí por ahora.
El cuadro colectivo
Tengo en dos épocas pretéritas los registros estéticos, políticos, sociales y culturales más valiosos para terminar de componer mi cuadro dibujado mentalmente. De allí, casi por inercia, he incorporado episodios de donde extraigo un muy útil aprendizaje colectivo que desearía sumar a mis vivencias políticas y sociales: La Belle Époque y la Rebelión de los sesenta.
Esas dos eras me dicen que no somos expresión de un tiempo, sino que somos cada vez más una mezcla de muchísimos episodios de tiempo, solo que inteligentemente decidimos borrar las pinceladas perdidas y los momentos tormentosos que pudieran romper la armonía del cuadro que componemos. En literatura, diría Stefan Zweig, he decidido escribir solo lo que no me duele y olvidar todo lo que me ha hecho sufrir.
Corresponden a dos momentos estelares de la historia que dejaron una huella perenne en los hábitos de vida, las costumbres, los valores y el progreso social, económico, político y cultural de la humanidad. Dos épocas de triunfo de los seres humanos sobre el atraso y la adversidad. Dos tiempos de sosiego y paz, luego de guerras y confrontaciones sin sentido, en las que también el hombre, padeciendo y en silencio, acumulaba innovaciones, reformas, descubrimientos e invenciones que lo fortalecerían en el futuro para seguir adelante.
El primero de esos periodos, expresión del final de la guerra franco-prusiana en 1871—coincide con la segunda revolución industrial y la paz armada— y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914. Nuevos valores se imponen en la sociedad europea, especialmente en Francia y Austria; se expande el imperialismo, se fomenta el capitalismo y se estimula la fe en la ciencia y el progreso como benefactores de la humanidad.
Los avances de la ciencia, la tecnología y la moda de la misma manera provocarían cambios culturales y económicos en todos los sectores de la población. Europa concentraba en esos años la producción de escritores y músicos más prolíficos en mucho tiempo.
En cuanto a la rebelión de los sesenta, pocas veces se han concentrado en un tiempo tan corto tantas reformas importantes y han aparecido concepciones novedosas acerca de la visión de la sociedad y el mundo; en escasas ocasiones ha tenido tanta repercusión en la humanidad los cambio en los valores y las costumbres encarnados por la juventud de Estados Unidos en esa época. La sociedad norteamericana venía saturada de dos guerras mundiales y su población se hallaba agotada en todos los ámbitos, deseosa de un modo de vida donde imperaran la paz, la justicia y la prosperidad.
Los jóvenes serían los portavoces de esos cambios que pujaban en la sociedad por hacerse realidad. Lo más resaltante de esa rebelión, donde tuvo su epicentro y se hicieron patentes las reformas, ocurrió en Estados Unidos de América, allí donde nació en 1776 la democracia liberal viva más exitosa y más representativa del mundo. Fue un momento en la historia, para decirlo con palabras del poeta y dramaturgo Friedrich Hebbel, en el que una generación de jóvenes tuvo al mismo tiempo la copa y el vino. Aludo al hecho de que el Estado liberal estaba preparado para asumir los cambios y los jóvenes tenían la disposición, las ideas y el aliento para hacerlos posibles.
Hasta aquí tengo dos opciones: aparto la paleta y la dejo en reposo o en un ejercicio de imaginación, imitando a Herman Hesse, me embarco en el tren que terminaba de dibujar, que va a entrar en un túnel para atravesar la montaña y desaparezco, con lo que concluyo mi obra. Individualmente puedo hacerlo; el problema es cómo cierro el cuadro colectivo más grande, el de mi país y, más allá, el del subcontinente. Evidentemente, debo trazar otro diseño mental y pienso que la América hispana pudiera llegar a tener su bella época y su rebelión de los sesenta de manera conjunta.
Nada es imposible. América Latina siempre ha tenido un gran potencial económico y político que no ha sabido canalizar y en otros casos sostener. Demostró en el caso argentino, en la década de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo, que podía alcanzar niveles de crecimiento propios de un país en vías de desarrollo. En el caso venezolano, el país probó que podía poner en práctica con éxito la democracia liberal y una economía de libre intercambio por más de cuatro décadas. Por solo citar un dato muy alentador, irrefutable y nostálgico, para 1978, el 45% de la población venezolana era clase media.
Analizar con detenimiento esas dos épocas nos lleva a concluir que luego de grandes tragedias las sociedades entran en un proceso de invernadero de donde nacen nuevas ideas, nuevas reformas, rebeliones y revueltas que anuncian otros momentos estelares. Esperemos que ya agotado definitivamente el pernicioso legado marxista y extinguida la fiebre revolucionaria que todo lo marchita, podamos empezar a concebir una pintura que quede para la historia con más belleza, profundidad y grandeza que todos los bocetos diseñados erróneamente hasta el presente.