En 1879 el polímata francés Gustave Le Bon escribió que “incluso en las razas más inteligentes” existían “un gran número de mujeres cuyos cerebros tienen un tamaño más parecido al de un gorila que al de los cerebros masculinos más desarrollados”. Siguió con su insulto con lo siguiente: “Su inferioridad es tan obvia que en este momento nadie puede negarla; lo único que vale la pena discutir es la magnitud de esta inferioridad”.
Hemos avanzado desde entonces, ¿verdad? Pero siempre que se intenta explicar la infrarrepresentación de la mujer en la ciencia vuelven a asomar, de distintas formas, una serie de mitos ridículos, sin importar lo refutados que estén. Ahora que se cumple un siglo del nacimiento de Rosalind Franklin, codescubridora de la estructura del ADN, por desgracia vuelve a ser necesario sacar a la luz los prejuicios que existen sobre los cerebros y capacidades de las mujeres.
Las visiones que sostienen la inferioridad de las mujeres con respecto a los hombres han ido adoptando numerosas formas a lo largo de la historia. En el siglo XIX esta neurosis patriarcal se tradujo en la convicción de que someter a las mujeres a la exigencia de una educación científica dañaría su frágil biología. En 1886, William Withers Moore, el entonces presidente de la Asociación Médica Británica, advirtió sobre los peligros de “sobreeducar” a las mujeres. En su opinión, esto podía hacer que desarrollasen una patología que él denominó “anorexia scholastica”, y que convertía a las mujeres en inmorales, desequilibradas y asexuales.
En el siglo XX las explicaciones se centraron en mayor medida en los déficits que poseían las mujeres en una serie de habilidades supuestamente necesarias para el trabajo científico, como por ejemplo la percepción espacial. Se pensaba que los cerebros testosterónicos de los hombres estaban mejor diseñados para la búsqueda de conocimiento, y por tanto el mensaje era claro: las mujeres no contribuyen a la ciencia porque no son capaces.
Pero hay pruebas cada vez más sólidas de que las mujeres a menudo son mejores que los hombres en numerosos campos de investigación, lo que refuta por completo el mito de que las mujeres carecen de la capacidad cognitiva necesaria para la investigación científica. Incluso se ha demostrado que, en lo que se refiere a la capacidad de percepción espacial “superior” de los hombres, la brecha se ha ido reduciendo con el tiempo (e incluso en algunas culturas las mujeres superan a los hombres en este aspecto).
El mito de la selectividad femenina
Pero el mito que sigue saliendo una y otra vez, como los topos del juego del aplastatopos, es el de la “selectividad femenina”. Se trata de algo que tomó cuerpo en el célebre memorándum de Google en el que el ingeniero James Damore sostenía que las preferencias biológicamente predeterminadas de las mujeres hacían que la igualdad de sexos en el campo tecnológico fuera poco probable. En su opinión, las mujeres preferían a las “personas” antes que a las “cosas”.
Pero la ciencia ha puesto en duda esta conclusión. Solo porque haya más posibilidades de que un puesto de enfermera lo ocupe una mujer y no un hombre, y solo porque haya más posibilidades de que un puesto de conductor de autobús lo ocupe un hombre y no una mujer, eso no implica necesariamente que nadie prefiera antes a las personas o a las cosas. La sociedad empuja a hombres y mujeres a realizar diferentes trabajos desde la infancia, y durante mucho tiempo a las mujeres se les prohibió realizar ciertos oficios, como el de conductor de autobuses en Londres.
Pero el argumento de la selectividad femenina se sigue usando para explicar la brecha de género en la ciencia. En 2018 dos psicólogos de Reino Unido publicaron un artículo titulado “La paradoja de la igualdad de género en ciencia, tecnología, ingeniería y educación matemática”. En dicho texto, la paradoja se refería al hecho de que las mujeres son más susceptibles de estar infrarrepresentadas en el ámbito científico en países donde existen mayores niveles de igualdad de género.
La explicación de los autores tenía dos partes. La primera era que, en los países menos igualitarios desde un punto de vista de género, los trabajos relacionados con las STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, en sus siglas en inglés) estaban mejor pagados, y estas aspiraciones económicas guiaban por igual las decisiones de ambos sexos. La segunda parte de la explicación, que contaba con el respaldo de otros científicos, era que en los países con mejores condiciones económicas y sociales la “expresión natural” de las “diferencias innatas” podía emerger de esta forma.
A pesar de que está aceptado que no hay diferencias de rendimiento entre hombres y mujeres en lo que tiene que ver con el trabajo científico, en los últimos años el mito de la “capacidad cognitiva” ha resurgido bajo una forma diferente. Así, y dado que existe un consenso universal sobre el hecho de que las mujeres poseen una mayor capacidad de comprensión lectora que los hombres, lo más probable es que ellas encuentren más gratificante decantarse por ámbitos y profesiones no científicos.
La paradoja descrita en el artículo ha provocado un fuerte debate en círculos científicos, sobre todo en lo relativo a la fiabilidad de los factores que se eligieron para medir la igualdad de géneros así como la interpretación causal de las correlaciones obtenidas. Este debate obligó a los autores a publicar una rectificación de su análisis original de los datos, ya que resultó que habían utilizado métodos bastante poco comunes para medir las diferencias de género en los graduados STEM. Cuando se utilizaron métodos más habituales (como por ejemplo ver qué porcentaje de los licenciados STEM eran hombres o mujeres) un equipo de científicos declaró que las conclusiones obtenidas eran distintas.
Muchos científicos sostienen que aún existen prejuicios y discriminación contra las mujeres en los países más igualitarios, y que esa podría ser la razón por la que ellas descartan dedicar su carrera profesional a la ciencia. La historia demuestra que las mujeres han tenido un gran papel en el desarrollo de las distintas disciplinas científicas. Pero, a medida que el desarrollo científico se fue profesionalizando, las mujeres fueron deliberadamente excluidas de las instituciones de investigación con el argumento explícito de sus déficits innatos.
A una le gustaría pensar que todo esto ha quedado atrás, pero estas visiones implícitas resurgen adoptando distintas formas, lo que en muchas ocasiones desanima a las mujeres. Está probado que existe entre la gente la creencia arraigada de que los grandes científicos no se hacen, sino que nacen (y, más concretamente, que nacen hombres).
Y todo esto a pesar de que hay evidencias científicas que demuestran que los conceptos “cerebro masculino” y “cerebro femenino” son muy discutibles. Lo cierto es que las experiencias que vives pueden cambiar tu cerebro, pero esto también incluye los esteoreotipos a los que te enfrentas. Si te animan a leer, tu cerebro será mejor leyendo. Y lo que es más: se ha demostrado que cuando una persona tiene pensamientos negativos acerca de cómo realizará una tarea, evita tener que hacerla; y cuando la tiene que hacer, la hace peor de lo que podría.
Existen muchos factores relacionados con el éxito científico, incluidas las contrataciones y los ascensos, en los que también existen pruebas claras de discriminación contra las mujeres. Una amplia investigación en el campo de la química demostró que los artículos cuyo primer firmante era una mujer tenían menos posibilidades de ser aceptados por las revistas, y también de ser citados por otros investigadores.
No cabe duda de que Franklin tuvo que enfrentarse a numerosos prejuicios, y que durante mucho tiempo su papel en el descubrimiento de la estructura del ADN no fue reconocido. Resulta descorazonador que, un siglo después de su nacimiento, el mensaje de que la ciencia no es para mujeres se mantenga tan fuerte.
Artículo traducido gracias a la colaboración con Fundación Lilly.
Gina Rippon, Professor Emeritus of Cognitive NeuroImaging, Aston University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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