André Malraux decía que la cultura es la suma de todas las formas de arte, de amor y de pensamiento que han permitido al hombre ser menos esclavo en el curso de los siglos. No se equivocaba Octavio Paz cuando, en su ensayo Nueva España: orfandad y legitimidad, dijo:
Durante más de un siglo –yo sería más temerario al afirmar que hasta el presente– los mestizos hemos vivido de las sobras de los banquetes intelectuales de los europeos y norteamericanos.
En Latinoamérica no hemos producido, aparte de literatura y pintura, nada original. Solo hemos reproducido bien la industria de los espectáculos, los certámenes de belleza y la preparación de peloteros y futbolistas de calidad para la liga del béisbol mayor y el fútbol profesional. Casi todo lo demás lo hemos copiado, y mal.
Nuestro drama se acrecienta porque nos hemos negado, por ignorancia o inercia, a incluir como ventajas y bondades el alumbramiento de un multiculturalismo, que posee fortalezas a las que las elites de América Latina no han sabido sacar provecho en tanto ventajas comparativas de un proceso histórico genuino y de distinciones raciales y culturales muy específicas.
La democracia mestiza
Ese proceso, según Germán Carrera Damas, inédito en la historia universal, la decisión de los conquistadores españoles de asentarse en territorios previamente ocupados por poblaciones indígenas –más o menos densas poblacional y culturalmente– sin poder trasladar plenamente los esquemas europeos, les permitió crear sociedades bajo nuevos parámetros y con nuevos propósitos. Ese es el inconmensurable aporte de América Latina a la cultura universal.
Ese mestizaje, cuando se funda la República Liberal, aunque asumiendo la herencia cultural hispánica y latina, tenía que establecer un perfil propio de las instituciones, y unos valores que confirmaran la naturaleza del sistema económico en que se fundaba esa República, teniendo como referencia el libre intercambio, el Estado de Derecho, la propiedad y la ley.
De allí que tengan pertinencia de nuevo las palabras de Paz, cuando en uno de sus últimos ensayos dice: La democracia latinoamericana llegó tarde y ha sido desfigurada y traicionada una y otra vez. Ha sido débil, indecisa y revoltosa, enemiga de sí misma.
Lo mucho o poco que hemos logrado en estos países se ha hecho bajo el régimen democrático. De ahí el reto de los demócratas de darle cuerpo y hacerla funcionar a partir de nuestra idiosincrasia. Pero no con revoluciones, constituyentes y nuevas constituciones, sino con una legislación que nazca de nuestras singularidades culturales. De nuestra manera de encarar los problemas y la visión del mundo. Con las peculiaridades de nuestro sentir y de experimentar la alegría, el triunfo, el dolor, el placer y los celos, que es bien diferente a como los sienten un noruego o un inglés.
Nuestra principal limitación es cultural
No tengo ninguna duda de que nuestra limitación fundamental para alcanzar estadios superiores de desarrollo –que superen la fragilidad institucional, la ausencia de contrapesos al poder, la corrupción descarada, la mentira como hábito, las ideas equivocadas sobre el rol del Estado en la economía– es de índole eminentemente cultural. Y que, en esa misma dirección, hasta hoy, no hemos sabido encararlos con eficiencia y sabiduría.
Los obstáculos solo tienen superación en una sucesión de hechos y acciones estimuladas, maduradas, dirigidas y consolidadas, a través de un renovado proceso de formación educativo y cultural, que incluya otros paradigmas distintos a los que hasta hoy han servido de referencia a nuestros sistemas económico, social, educativo, judicial y militar.
Nuestra herencia multicultural tiene elementos de la cultura universal, pero posee también particularidades que la hacen única, específica y diversa, que todavía no han sido lo suficientemente investigadas ni trabajadas con el rigor que se merecen, ciientíficamente.
Así como existe una medicina general, también hay una medicina tropical que estudia muchas enfermedades propias de nuestro entorno y el modo como nos relacionamos con él. De la misma manera como existe una justicia, un delito, una forma de castigo y de administración de justicia universal, también debe haber una justicia, una tipología de delito, un procedimiento de castigo y de administración de justicia que considere en su aplicación nuestro perfil cultural.
Por tanto, los problemas y los puntos nodales que frenan el desarrollo no pueden ser abordados con la misma óptica paternalista y antiliberal ciega del pasado. Las fuerzas sociales de vanguardia deben entender que el tiempo de las ideologías pasó, su fracaso fue mayúsculo, y que se impone una nueva visión, sensata, científica y práctica de la realidad, que no puede ser tratada con políticas públicas ortodoxas y convencionales, sino cargadas de sentido común, ingenio y creatividad.
Hay que plantearse una nueva Venezuela
Vivimos en un mundo globalizado, en el que las nuevas tecnologías y la sociedad del conocimiento son una nueva realidad. La sociedad venezolana debe poner a prueba todo su potencial heurístico, toda la disciplina y toda la capacidad organizacional y de trabajo para sustituir la sociedad parasitaria y dependiente del petróleo, por una sociedad responsable, de sólidas instituciones, de producción diversificada y desarrollo de todo el potencial de los distintos sectores que integran la economía venezolana. Especialmente, el relativo a la explotación y desarrollo de la industria petrolera y sus conexiones con el resto de la economía y del mundo.
Es vital llevar adelante una política económica integral que considere todas las variables macroeconómicas en un plan que comprometa a todos los sectores de la sociedad, pero que además considere –sin lo cual una política económica de corto, mediano y largo plazo no tendría éxito– la profundización de la descentralización, dé prioridad al sector educativo en cuanto a inversión y a orientación para el desarrollo y la competitividad; y al Poder Judicial su independencia y eficiencia, como fundamento de la armónica marcha de la dinámica social y la democracia.
También es necesario enfrentar sin tabúes ni temores, para lo cual deben ser ventilados públicamente por la sociedad civil, tres de los problemas básicos ligados al desarrollo, conjuntamente con el económico, el educativo y el judicial: la misión, visión, dimensión y el objeto de las Fuerzas Armadas, las políticas de asistencia social, su tratamiento, alcance y contraprestación por parte de los beneficiarios.
En tal sentido, resulta imprescindible someter a revisión algunas ideas que son la base de una nueva conceptualización de la vida pública que permitirá sustituir gradualmente la cultura paternalista, rentista y dependiente, por una participativa, descentralizada, creativa, productiva e independiente. Pasar de la sociedad centralista, parasitaria, atrasada y dependiente que somos hoy, a la sociedad responsable, descentralizada, de sólidas instituciones, diversificada y productiva, con la que sueña todo ser civilizado.
Sin responsabilidad individual no hay desarrollo
Son varios los tópicos sobre los cuales debemos volver la vista para formular un auténtico programa de desarrollo cultural, político, institucional, económico y social. Los prioritarios son los conceptos de responsabilidad individual y responsabilidad social.
Etimológicamente, la palabra responsabilidad, proviene del latín responsum, que es una forma de ser considerado sujeto de una deuda u obligación. La responsabilidad es un valor que está en la conciencia de la persona, que le permite reflexionar, administrar, orientar, y valorar las consecuencias de sus actos, siempre en el plano de la moral. Una vez que se pasa al plano ético (puesta en práctica) se establecen las magnitudes de dichas acciones y de cómo afrontarlas de la manera más positiva e integral.
En la tradición kantiana, la responsabilidad es la virtud individual de concebir libre y conscientemente los máximos actos universalizables de nuestra conducta. Para Hans Jonas, la responsabilidad es una virtud social configurada bajo el imperativo kantiano: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténtica en la tierra”.
No hay civilización si no tiene preeminencia –como valor supremo para la sociedad– la responsabilidad individual, soporte inseparable de la razón y la libertad. Base fundamental del trabajo, de la educación, de la justicia, del mérito y del progreso en democracia. El bello sendero que nos separa de la tribu y nos diferencia cuando hemos crecido del grupo matriz. Nuestra motivación en solitario para refundar y ser otra familia. La fuerza de nuestra trascendencia natural, nuestra prolongación y nuestra inmortalidad. El valor primario que marca la diferencia entre primitivismo y modernidad. El más original de los atributos para empezar a transitar el camino a la ciudadanía.
Solo las sociedades afianzadas en la responsabilidad individual de la mayoría de sus ciudadanos alcanzan a plenitud el desarrollo económico y humano. Son sociedades productivas, con educaciones competitivas y sistemas judiciales eficientes. Sociedades con instituciones sólidas, probadas a través del tiempo y en el ejercicio del poder de gobiernos de diferentes signos.
Solo cuando se consolida la responsabilidad individual es posible, y de forma simultánea, establecer una responsabilidad social voluntaria y selectiva, no coercitiva ni impuesta. La base primaria de la sociedad civilizada es la responsabilidad individual.
La tribu, la comuna ni el colectivo se configuran como expresión de la responsabilidad individual y los niveles de competencia de cada uno de los participantes. Son aglomeraciones de gente sin estímulos para crecer y diferenciarse, que solo se sostienen porque se acicatean desde arriba y con la amenaza de la fuerza y el castigo.
Todo lo que germina, crece y florece en la naturaleza es responsabilidad de la voluntad divina. Todo lo que en la Tierra se produce y se multiplica es fruto de la responsabilidad de los seres humanos que compiten para sobrevivir, destacarse y ser mejores, sin lo cual la vida carecería de sentido, no en el deporte y la cultura folklórica únicamente, como lo expresan algunos idiotas, sino en la grandeza del trabajo, de las bellas artes, de la gran ciencia, de la nanotecnología y, en general, del conocimiento y en etapas crecientes de progreso y bienestar.
Hay que poner fin al liderazgo providencial
La visión providencialista y a su vez paternalista del liderazgo constituye una de las más serias limitaciones en el comportamiento político y tiene severas consecuencias en el orden institucional. El nuevo liderazgo debe derrotar definitivamente esa concepción mesiánica de gobernar, que tanto daño ha causado a la cultura democrática.
Nada se opone más al sano ejercicio de gobierno en democracia que esa mentalidad delirante y desmesurada del poder. La idea del designado, del predestinado, es antidemocrática y contraria al espíritu científico.
Hoy es más oportuno y necesario que nunca retomar a toda marcha el camino de la descentralización y del liderazgo colectivo, compartido, articulado y técnicamente eficiente y armónico. La posmodernidad exige, en un mundo individual y de solitarios, escuchar con mucha atención el discurso de los otros.
Poner los oídos no solo en el corazón de la sociedad civil, en las demandas de cada región y en las comunidades, en lo que dicen los expertos, los técnicos, los científicos, los poetas, los amigos, los adversarios, pero especialmente los enemigos de la democracia liberal capitalista, porque en la esencia de su discurso están los límites de la actuación del que gobierna.
Es necesario, en consecuencia, que el nuevo liderazgo cuantifique el discurso. No en términos exactamente matemáticos, sino en términos estrictamente realistas y que destierre para siempre el populismo insolente, fatuo y mentiroso. Un discurso vinculado a lo real y a los límites, con carga y pasión humana, pero posible. Un discurso que sea lo suficiente cristalino para precisar dónde se inicia la responsabilidad individual y dónde termina la del Estado. O, por el contrario, dónde comienza la del Estado y dónde es compartida con el individuo.
Un discurso diáfano, para diferenciar lo posible de lo imposible, y lo bastante valiente para hablarle a la sociedad civil de lo que podemos hoy y de lo que conquistaremos mañana. Suficientemente sensato para transmitirle a los venezolanos hasta dónde es posible ceder en las negociaciones con el resto del mundo, y dónde definitivamente debemos pararnos a pelear como un todo por los intereses nacionales
Hay que acabar la discrecionalidad en el manejo del poder
La discrecionalidad constituye otra de nuestras más grandes inconsistencias en el manejo del poder. No hay contrapesos que eviten los excesos, la corrupción y el negociado en los organismos públicos. Sin instituciones consolidadas, la discrecionalidad, especialmente en la administración de la renta petrolera, es uno de los signos más perversos de nuestro subdesarrollo político y cultural.
Existe porque nadie teme a los mecanismos de control, por la impunidad que asiste a quien rompe las reglas o se salta el protocolo. La responsabilidad en los cargos es etérea, se diluye, nadie la cobra y, si se hace, es por razones políticas subalternas para sacarte de la escena. Venezuela es un paraíso de impunidades.
Los sucesos actuales son una simple demostración de como lo que debería representar un escándalo que en cualquier país decente obligaría a la renuncia del presidente, se exhibe más bien como un espectáculo que lo enaltece.
Todo ser humano debe aprender desde el comienzo de su vida, de la manera menos traumática y más pedagógica posible, el concepto de “costo de oportunidad”, tan esencial para crecer; es decir, para comprender con facilidad todas las cosas que dejas de hacer para producir una que representa mucho más para ti, así en ese momento no puedas evaluar su satisfacción y el enorme valor que tendrá a largo plazo. Por ejemplo, lo que representa para una adolescente embarazada prematuramente el abandono de sus estudios para terminar pariendo hijos de tres o cuatro padres diferentes sin ninguna garantía de futuro.
Por último, entre muchos otros conceptos, el nuevo liderazgo deber revisar lo que significa para nosotros el orgullo nacional, ese que nos hace percibir como extraña y peligrosa la idea de asumir experiencias exitosas de otras culturas, empezando por la estadounidense.
Mientras que los chinos, los indios y muchos otros pueblos están reduciendo la pobreza a pasos agigantados viven mirando qué se está haciendo en el resto del mundo y copiar lo que más les conviene, en Latinoamérica lo usual es mirar hacia adentro. “Vivimos mirándonos el ombligo”, según Andrés Oppenheimer.
Al final, como bien escribió Milan Kundera, la cultura no es otra cosa que la memoria de un pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir. Las nuevas generaciones estamos obligadas a enriquecer esa memoria, a darle continuidad, enalteciéndola, a exaltar y a engrandecer nuestro pensamiento y tradiciones y, con ellas, el buen vivir.