Los gobiernos -las administraciones locales, regionales y nacionales- no han atendido lo importante, aunque la palabra ‘resiliencia’ es infaltable en sus discursos y declaraciones
Estamos consternados, tristes, golpeados. Nos duele cada muerte ocasionada por la DANA que se ensañó con un buen trozo de la península Ibérica, desde las islas Baleares hasta el sur de Galicia, y dejó tierra arrasada, desolación y lágrimas.
No culpamos a los pronosticadores que no acertaron con la gravedad de lo que venía ni a los bomberos y funcionarios de Protección Civil que no pudieron multiplicarse en número, habilidades ni herramientas. Tampoco estamos preparados para entablar una demanda al cambio climático y sus causantes. No.
Sabemos que es consecuencia de la imprevisión, de dejar las cosas para después y a esa tendencia ibérica de dejar todo para el último minuto, menos la lotería y el fútbol. Ahí somos puntuales y precisos.
Los informes sobre las emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente dióxido de carbono y metano, siguen al alza. Pese a las promesas, los acuerdos, las leyes y el palabrerío a todos los niveles de la burocracia pública, multilateral privada; de los alertas de los activistas del medioambiente y la biodiversidad; de los políticos y sus consejeros; de los influencers con muchos o pocos seguidores, seguimos tan indefensos como en 2015 y quizás peor que en 1979, por escoger un año al azar.
Si no hemos disminuido las emisiones de dióxido de carbono, tampoco hemos adaptado nuestra forma de vida y su mueblaje a las nuevas condiciones climáticas que van de las lluvias extremas a las sequías extenuantes, con muchas contrariedades entre unas y otras. Siempre hay urgencias, y lo urgente desplaza lo importante, que se va acumulando hasta que revienta y, entonces, apaciguar sus consecuencias se convierten en la urgencia del día. Un círculo caprichoso.
Los gobiernos, las administraciones locales, regionales y nacionales no han atendido lo importante, aunque la palabra resiliencia es infaltable en sus discursos y declaraciones, junto con sostenibilidad, cambio climático y el tan campechano como mentiroso «no dejaremos a nadie atrás».
La comunidad de Valencia, la propia ciudad y sus habitantes, han sido víctima del Estado español y de la multiplataforma en la que ha devenido la Unión Europea. No son los cientos de litros de agua por litro cuadrado sino la absoluta dejadez, ¿desidia?, que provoca calificar de «incólume», pero que ha actuado como un impune asesino serial. La muertes y los desaparecidos se lamentan, y se les honran con minutos de silencio y lazos negros a la altura del corazón, pero nadie se considera responsable.
Los más atrevidos señalan a los pronosticadores y bomberos, los conformistas culpan a la naturaleza, al clima y al mismo Dios, pero no a quienes siguen pidiendo prórrogas, nuevos plazos y excepciones para seguir lanzando CO2 a la atmósfera, plásticos al mar y alentando un modo de vida insostenible y destructivo.
Con el cambio climático y sus consecuencias se ha procedido con la receta más expedita. Dejarlo para después, que sean otros los que resuelvan y se atengan a las consecuencias. Pero se equivocaron, las consecuencias están aquí y no llegaron el martes de esta semana. Ocurrió en Brasil, ocurrió en Alemania, en Polonia, en Italia, en Estados Unidos, también en China y el sudeste asiático. Desde antes del Acuerdo Climático de 2015 se sentía su presencia. ¿Nadie recuerda el deslave que costó miles de vida en Venezuela en 1999?
Como se dice en España en situaciones menos dramáticas, el mundo es un pañuelo. Un estornudo en Malasia puede tener efectos impredecibles en Irlanda o Terranova. Afrontamos una calamidad mundial y cada individuo, sea jefe de Estado, instructor de ballet o taxista tiene la obligación de actuar y evitar que la catástrofe siga creciendo.
Seamos conscientes y activemos la solidaridad para socorrer a los afectados por la DANA, pero ante todos seamos responsables y reordenemos las infraestructuras, desde torrenteras hasta los cauces de los ríos. Lo que tenemos, está visto, no sirve; hay que mejorarlo, cambiarlo, a toda prisa y de la mejor manera. Cambiemos de canal, no sigamos haciendo de la tragedia un espectáculo televisivo de ribetes amarillentos.