En un reportaje del 16 de marzo de 2016, publicado en el diario El País, de España, sobre César Acuña, entonces candidato presidencial en las elecciones que se celebraban en el Perú, presidente y fundador del partido Alianza para el Progreso (actualmente con 15 parlamentarios), se señalaba que Acuña estaba acusado de plagio en sus tesis de maestría y doctorado, además de hacerse pasar por el autor de un libro escrito enteramente por un tercero, y de haber obtenido irregularmente su título de bachiller en ingeniería.
Hasta allí, no habría nada de inusual si se le compara con similares acusaciones formuladas en contra de otros dirigentes políticos, igualmente empeñados en exhibir calificaciones profesionales que no poseen, o que no han obtenido en buena lid.
La diferencia está en que, mientras, acusaciones similares, condujeron a la renuncia de Pál Schmitt, nada menos que a la presidencia de Hungría, y a Karl-Theodor zu Guttenberg a la renuncia de su cartera como de ministro de defensa de Alemania, César Acuña –olvidándose de las acusaciones de plagio en su contra– demandó por difamación al periodista Cristopher Acosta, autor del libro titulado Plata como cancha, al igual que al director de la editorial que publicó dicho libro, y a la prestigiosa casa editorial Penguin Random House, como solidariamente responsables de lo que se afirma en dicha publicación en relación con las andanzas de Acuña, que van más allá del simple plagio.
No es un hecho inusual que un dirigente político, ignorante de las dimensiones de la libertad de expresión, demande por difamación a un periodista en defensa de su honor mancillado. En el presente caso, la diferencia estriba en que –por ignorancia u otras razones– esta vez ha habido un juez de la Corte Superior de Lima –Raúl Jesús Vega–, que le ha dado la razón a ese hombre público que con tanta fiereza defiende lo que él llama su “dignidad”, y ha condenado al periodista Acosta a dos años de cárcel suspendida y al pago de una indemnización equivalente a alrededor de cien mil dólares.
No es primera vez que un juez demuestra desconocer los parámetros de la libertad de expresión y su carácter preferente sobre otros derechos humanos, ni es un suceso extraordinario que un juez se preste para servir a los que mandan. Lo que es digno de destacar es que, en ese reportaje de marzo de 2016 ya referido, se señalaba que Acuña había tejido una “red útil ante las irregularidades e investigaciones en las que [él estaba] involucrado”, regalando becas de estudio a periodistas, otorgando empleo a hijos de fiscales, o contratando a jueces como profesores en las universidades de las cuales él era propietario.
No es la ocasión de especular sobre las vinculaciones del juez que dictó la sentencia que hoy comentamos con César Acuña, o con esa red de corrupción a que hacía referencia el reportaje de 2016. Pero sí deseo referirme al tenor de su sentencia, que vacía de contenido la garantía de la libertad de expresión, y que tiene el efecto de hacer del periodismo de investigación una actividad ilícita o, por lo menos, sujeta a restricciones que la hacen imposible de realizar.
El fallo que comentamos coarta el debate político sobre cuestiones de interés público, como es el carácter de quien ha ocupado cargos públicos, manejando recursos del Estado; había –y hay– un legítimo interés público en recibir información sobre una persona que ha sido tres veces candidato presidencial, y que –desde la trinchera de un minúsculo partido político–, pretende ser el árbitro de la política peruana.
En Plata como cancha (expresión peruana que habría sido utilizada por el mismo César Acuña durante su campaña presidencial y que significa algo así como “dinero en abundancia” o “tanto dinero como granos de maíz”), una biografía no autorizada de César Acuña, el periodista Cristopher Acosta reproduce lo consignado en actas judiciales o diarios de debates de sesiones parlamentarias que hacen referencia a Acuña, así como lo manifestado en declaraciones rendidas ante el Congreso del Perú por tres antiguos asistentes de Vladimiro Montesinos sobre los vínculos de Acuña con los servicios de inteligencia del Perú en tiempos de Fujimori, o lo expresado por terceras personas cercanas a Acuña, incluidos familiares suyos y su ex esposa, que le acusa de violencia doméstica.
De acuerdo con la doctrina y la jurisprudencia de tribunales nacionales e internacionales, quien se limita a reproducir fielmente lo expresado por otros no asume ninguna responsabilidad; si en esas expresiones hay difamación, el agraviado debió ejercer las acciones judiciales que considerara pertinentes en contra de los autores originales de tales expresiones y no en contra del periodista o del medio de comunicación que las difunde.
Es lo que sostuvo la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso New York Times v. Sullivan, y ese es el criterio sostenido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por la Corte Europea de Derechos Humanos, por el Comité de Derechos Humanos, y por otras instancias internacionales. Lo contrario es restringir la libertad de expresión más allá de lo establecido en tratados internacionales de derechos humanos, y más allá de las garantías previstas en el Derecho Constitucional de los propios Estados, incluido el Perú. Pero el juez de marras pretende que, para que se pueda publicar lo afirmado por terceros, sea corroborado por fuentes confiables.
Si, en la publicación que se objeta, había informaciones inexactas o agraviantes, el político Acuña podía haber hecho uso del derecho de rectificación o de respuesta. Si eso no le parecía suficiente reparación, por considerar que las afirmaciones vertidas constituían difamación, Acuña podía haberse dirigido en contra de los autores de tales afirmaciones. Pero, en vez de esclarecer si el contenido del mensaje se ajusta a la verdad o si es incorrecto, Acuña optó por atacar al mensajero.
Ningún juez tenía le obligación de acceder a las absurdas pretensiones expuestas por Acuña en su demanda. Según un viejo refrán, contra el vicio de pedir existe la virtud de no dar. Desconocemos los motivos que puede haber tenido el juez del 30 Juzgado Penal Liquidador de la Corte Superior de Lima, para fallar en la forma como lo hizo. Pero no es mera casualidad que, en un país abrumado por las denuncias de corrupción, se recurra a sanciones penales y pecuniarias para intentar silenciar a la prensa libre e impedir que los ciudadanos tengan acceso a información de interés público.
Con su sentencia, el juez Vega se llevó por delante más de medio siglo de jurisprudencia y doctrina en materia de libertad de expresión, para no mencionar las disposiciones constitucionales, leyes y tratados ignorados en el fallo que se comenta.
Al no estar permitida la censura previa, mediante una desviación de poder, con su sentencia, el juez Vega recurrió a una forma más sutil para inhibir el debate político, mediante la amenaza de prisión, sanciones pecuniarias exorbitantes, y el costo de un largo litigio en los tribunales.
El efecto que se perseguía era dejar sentado que el honor o la reputación de quienes, voluntariamente, han incursionado en el mundo de la política y en la búsqueda del poder, es más importante que el derecho de los ciudadanos a estar debidamente informados sobre asuntos de interés público.
Eso es inaceptable en una sociedad democrática. Eso es tender un velo de opacidad que impida controlar a los que mandan, y que impida contrastar su doble discurso.
La libertad de expresión, que garantiza el derecho a difundir y recibir informaciones e ideas de toda índole, ocupa un lugar destacado en la jerarquía de los derechos humanos. Se trata de un derecho que hace posible un debate franco y abierto sobre asuntos de interés público, y que es la vía para canalizar nuestra participación en la toma de decisiones que nos conciernen a todos; ésta es la forma más inmediata y directa para autogobernarnos.
A diferencia de otros derechos humanos, la libertad de expresión es un instrumento del proceso político y, como tal, forma parte de la esencia misma de una sociedad democrática, y es parte del sistema de frenos y contrapesos que permite controlar a quienes se les ha confiado el ejercicio del poder público, incluidos los jueces.
Ni los políticos ni los jueces están por encima del interés general o del derecho de los ciudadanos a estar informados de cómo se manejan los recursos de todos, o del carácter de quienes pretenden administrarlos.
Dicen que la ofensa la inventó un fanático acorralado por una sonrisa, o un ladrón atrapado con las manos en la masa. Como quiera que sea, en democracia, la respuesta a la ofensa no está en un margen más reducido para la libertad de expresión, sino que, muy por el contrario, en más información y más debate.
Sin duda, la reputación de las personas es un bien jurídico digno de protección. Pero, para hacerla prevalecer, no se puede recurrir a cualquier artilugio; para los casos en que alguien se considere afectado por informaciones inexactas o agraviantes, allí está el derecho de rectificación o de respuesta; pero, lo que no es admisible es recurrir a la adopción de medidas que, por la vía de sanciones penales o pecuniarias, anulen o supriman la libertad de expresión, conduciendo a la autocensura de otros comunicadores sociales que no deseen verse expuestos a un desatino semejante.
Corregir informaciones inexactas o reparar cualquier posible daño causado por un comentario agraviante, no se solventa encarcelando periodistas que solo se han limitado a reproducir información de interés público –que no ha sido desmentida–, o condenándolos a pagar indemnizaciones escandalosas. Esa es la función que le corresponde al derecho de rectificación o de respuesta; no a la censura ni a la represión de quienes, en democracia, tienen la misión de informar.