La política latinoamericana –plagada de anécdotas y de aventuras estrafalarias– raramente es sencilla de comprender. Bolivia ha tenido tres presidentes en un mismo día y Argentina ha estado cerca de igualar ese récord; México ha tenido dos emperadores; Chile nos sorprendió con un proyecto de Constitución que, más bien, parecía una carta a los reyes magos; y, en un giro insólito, la oposición venezolana acaba de decidir poner fin al “gobierno interino” de Juan Guaidó, con lo que fortalece al régimen de Maduro, que, supuestamente, era el enemigo que trata de vencer.
El Perú ya había dado muestras de ese mismo estilo macondiano, luego de las cuestionadas elecciones presidenciales de 2000, en las que se dio como ganador a Alberto Fujimori, que asumió su nuevo mandato para inmediatamente asistir a una Cumbre de la APEC en Brunéi, desde donde viajó a Japón y envió, por fax, su renuncia a la presidencia de la República.
El Congreso del Perú rechazó la renuncia de Fujimori y lo destituyó por “incapacidad moral” para ejercer el cargo. Pero los analistas no logran ponerse de acuerdo en las circunstancias en que concluyó la presidencia de Fujimori, ya sea por abandono del cargo, porque renunció (desde vía fax) o porque fue destituido.
Ahora, con motivo de los confusos sucesos ocurridos recientemente en Perú, con un presidente que dio un golpe de Estado sin revisar si tenía pólvora en los cañones, y que terminó destituido y apresado, el presidente de México –Andrés Manuel López Obrador– ha agregado otro ingrediente a este rompecabezas folclórico. Ofreció asilo al encarcelado Pedro Castillo. México ya concedió asilo a la familia de Castillo, y el gobierno del Perú otorgó los salvoconductos correspondientes para su salida del país.
Aunque ese asilo ha sido motivo de controversia y de tensión entre ambos gobiernos, la pregunta central es: ¿Puede el asilo extenderse hasta el interior de una prisión bajo la jurisdicción de un Estado extranjero? ¿O es ésta otra de las ocurrencias de AMLO tratando de imitar a Cantinflas?
El asilo es el aporte más notable que ha hecho Latinoamérica al desarrollo del Derecho Internacional, por lo que merece ser preservado y ser tratado con respeto. A lo largo del continente, políticos e intelectuales de izquierda y derecha han beneficiado del asilo. Ha servido no solamente para preservar la libertad, sino también para salvar la vida de los perseguidos por motivos políticos.
Sobran las anécdotas de personas desesperadas –a veces heridas– saltando el muro de una embajada para eludir a sus perseguidores, o de diplomáticos que, en gestos verdaderamente heroicos, escondieron en el maletero de su vehículo a un perseguido que trasladaba a la sede de su embajada, o que defendieron con sus puños a una persona perseguida.
La historia de un diplomático sueco, Harald Edelstam, recordado con gratitud en muchos países, y llevada al cine en una película titulada El clavel negro, es especialmente ilustrativa. Tampoco faltan, en los anales de la política del continente, los ejemplos de gobiernos democráticos intercediendo ante una dictadura para que pusiera en libertad a una persona presa o detenida.
Fue el caso de Orlando Letelier, rescatado por el gobierno de Carlos Andrés Pérez de las mazmorras de la dictadura militar chilena, aunque luego el beneficiario de esa medida fuera asesinado –en Washington– por la policía política de la tiranía que lo había liberado.
Durante casi un siglo, desde que el exilio republicano español buscó refugio en sus tierras, México ha sido uno de los pilares fundamentales de la institución del asilo. Un hecho que le enaltece como Nación, y que los demócratas debemos agradecer, como en efecto lo hacemos. Pero, ofrecer asilo a alguien que está preso es, por decir lo menos, curioso.
Numerosas convenciones internacionales regulan el derecho de asilo en Latinoamérica. Algunas se refieren al asilo territorial y otras al asilo diplomático. El primero opera cuando la persona que alega ser perseguida por motivos políticos se encuentra en el territorio de otro Estado, al cual le solicita protección y asilo.
El segundo procede cuando la persona perseguida no ha salido del territorio del Estado que lo persigue, pero ha logrado entrar en la sede de una misión diplomática extranjera, la cual decide concederle asilo. En este caso, la clave está en que la sede de una misión diplomática extranjera es inviolable. Sin el consentimiento expreso del jefe de la Misión diplomática, los agentes del Estado receptor no pueden entrar a capturar a una persona que se encuentre en su interior.
Lo que es inédito es que un Estado conceda asilo a alguien que ni está en su territorio, ni está en la sede de una de sus misiones diplomáticas, sino que está enteramente bajo la jurisdicción de un Estado extranjero. Ese es el caso del asilo concedido por el presidente de México a Pedro Castillo, quien se encuentra detenido en una prisión del Perú.
Teniendo en cuenta el momento de su detención y el momento de su destitución como presidente del Perú, tal vez se pueda discrepar sobre la legalidad de la privación de libertad de Pedro Castillo cuando, quizás, todavía era presidente y gozaba de inmunidad.
Pero no se puede discutir que hoy, siendo ex presidente, está legalmente detenido. Los delitos comunes que venía investigando la Fiscalía peruana aún no forman parte del catálogo de delitos que se le imputan a Castillo; por el momento, se encuentra detenido por la comisión de delitos típicamente políticos (rebelión, sedición, o conspiración para alterar el orden constitucional), que son precisamente los que justificarían una solicitud de asilo.
Un golpe de estado fallido es un delito político, porque su objetivo es atacar a las instituciones políticas del Estado; pero no por eso deja de ser delito. Si el golpe hubiera tenido éxito, quienes hubieran sido tratados como delincuentes serían quienes se habían opuesto a ese acto inconstitucional.
La realidad es que Castillo fue detenido por las autoridades del Perú antes de que pudiera consumar sus planes golpistas, y antes de ingresar en la sede de la misión diplomática de México, a la cual se dirigía luego de haber conversado con López Obrador.
El asilo es una institución humanitaria que, sin embargo, debe ser utilizada con cautela, para no servir a fines distintos de aquellos para los que fue diseñada, y nunca para socavar la democracia en el continente. En este sentido, el asilo otorgado a la familia del expresidente Castillo, y particularmente a su esposa, Lilia Paredes, ha generado la natural protesta del gobierno peruano pues, desde hacía meses, a ella la investigaba la Fiscalía del Perú por formar parte de una red de corrupción, y no por delitos políticos, que son la premisa necesaria del asilo.
No hay indicio alguno de que la familia de Castillo esté siendo perseguida por razones políticas. Además, al conceder asilo a la ex primera dama del Perú, México está dando por sentado que en el Perú no hay separación de poderes y que –como en Venezuela o en otros regímenes similares– el Poder Judicial no es otra cosa que un brazo represor, encargado de ejecutar las decisiones de los que mandan. Y ese no parece ser el caso del Perú en este momento.
Como era previsible, el gobierno peruano procedió a declarar persona non grata al embajador de México, Pablo Monroy, otorgándole setenta y dos horas de plazo para que abandonara el Perú.
Cuando, en un país, se produce un cambio de gobierno en forma irregular, distinta de la prevista en la Constitución de ese Estado, o cuando hay dos bandos organizados que alegan ser el gobierno (de jure o de facto) de un Estado, los demás Estados podrán plantearse el reconocer o no reconocer al nuevo gobierno, o reconocer a uno u otro de los bandos que alegan ser el gobierno –legítimo o de facto–, de ese Estado, como ocurrió con España, luego de la Guerra Civil, y como ocurre hoy en Venezuela, con un gobierno que tiene el control efectivo del territorio y de la población, y otro que alega ser el gobierno legítimo de la Nación.
Pero ese no era el caso del Perú. La destitución de Castillo se realizó siguiendo el procedimiento establecido en la Constitución. Además, superando ampliamente el quorum calificado requerido; asimismo, quien le sustituyó fue su vicepresidente, Dina Boluarte, como estaba previsto en la Constitución.
Por tanto, al no estar planteada ninguna hipótesis de reconocimiento o no reconocimiento de un nuevo gobierno, las relaciones diplomáticas entre México y Perú podían seguir su curso normal, pues en el Perú no se rompió el hilo constitucional. No obstante, al estilo Jalisco, AMLO sostiene que Pedro Castillo es el presidente del Perú.
En materia de reconocimiento de gobiernos, desde 1930, siendo secretario de Relaciones Exteriores Genaro Estrada, México ha sido muy cauteloso, para no inmiscuirse, por esa vía, en los asuntos internos de otros Estados. Pero ahora resulta que López Obrador dice conocer el Derecho Constitucional del Perú mejor que los propios expertos peruanos, y se siente en capacidad de decidir cuál es el gobierno legítimo del Perú, cuáles son las competencias del Congreso peruano, y cuáles son las competencias de los jueces peruanos.
De la doctrina Estrada, México ha dado un giro de ciento ochenta grados, para llegar a la moderna doctrina López Obrador, que se convierte en tribunal de última instancia de la política latinoamericana. Si su doctrina la hubiera anunciado antes, López Obrador podría haber desconocido los regímenes de Nicaragua y Venezuela, en vez de interceder en favor de ellos para que fueran invitados a la Cumbre de las Américas, celebrada recientemente en Los Ángeles. Lo cierto es que esta nueva política exterior mexicana tiene muy poca coherencia, y mucho de folclor, populismo e improvisación.
Está bien que los Estados no sean indiferentes al tipo de gobierno que tienen sus vecinos, y que tampoco sean indiferentes a la forma como esos gobiernos tratan a sus propios ciudadanos. Asimismo, hay que celebrar que un Estado sea generoso en otorgar asilo a quienes son víctimas de la persecución política, sean de izquierda o de derecha, sean golpistas fracasados, guerrilleros, intelectuales, estudiantes, banqueros, empresarios o lo que sea.
Está muy bien que se vele por el respeto de los derechos humanos de cualquier persona, en cualquier parte del mundo, y de las garantías judiciales indispensables para preservar esos derechos. Pero llama la atención que López Obrador haya prestado tanta atención a la detención de Pedro Castillo (quien había intentado disolver el Congreso del Perú e intervenir el Poder Judicial y la Fiscalía), y nunca haya intercedido por la libertad de los presos políticos víctimas de las tiranías de Cuba, Nicaragua, o Venezuela, o que alguna vez haya levantado su voz para denunciar las recientes elecciones presidenciales nicaragüenses, en las que todos los candidatos de oposición fueron apresados.
Mientras el Perú ha puesto fin a la aventura de un aprendiz de dictador, el actual presidente de México no desperdicia ninguna oportunidad para mostrarse solidario con los enemigos de la democracia en el continente.