Mi oficina es un lago sobre una colina. Al menos en la que comienzo cada mañana. Me pongo mis audífonos, abro el playlist de Watch Later, prendo la app para medir la distancia -siempre la misma de 4.5 km- y empiezo a correr.
La llamo mi oficina porque es mi meditación de la mañana, mi ejercicio del día y también el lugar donde aprendo de la enciclopedia del mundo, lo que es el mundo. Esa enciclopedia se llama YouTube. Y se vuelve mi trabajo cuando me detengo unos segundos, abro mi app de notas, la misma en la que escribo este enunciado, aunque ahora estoy en mi escritorio, y anoto mis ideas para mis proyectos, mis entrevistas, las cuentas por pagar, la llamada que tendré más tarde, lo que le tengo que decir a mi esposa cuando la vea en la noche.
Esta app de notas es mi segundo cerebro, o más bien, tal vez mi primer cerebro. Porque, en nuestra cultura, llevamos siglos asumiendo que la inteligencia, o la consciencia, reside únicamente dentro de nuestro cráneo, de la misma forma que pensamos que el poder computacional de una computadora solo está contenido dentro de la caja de aluminio.
Vivimos en sesgo neurocéntrico, y por eso la insistencia de nuestros maestros de escuela de memorizar la tabla periódica o las fechas de las guerras mundiales, como la única forma de mejorar nuestra inteligencia. Pero ese individualismo cognitivo nos lleva a resolver problemas -lo que algunos llaman “vivir la vida”- usando solo una fracción de la inteligencia disponible.
¿Y dónde está esa inteligencia no utilizada? En nuestros cuerpos, entornos y relaciones humanas y extra-humanas.
La inteligencia está en este lago que circunfiero trotando, en el algoritmo de YouTube que me empuja contenidos, en las conversaciones con otras personas, en la enciclopedia de notas que existe en papel, así como en la enciclopedia de unos y ceros en la nube, que en algún lugar del planeta son campamentos de discos duros donde se almacenan las fotos de mi Bar Mitzvah y los emails que mandé a la niña que me gustaba en la secundaria.
Esos lugares extra-neuronales son mi inteligencia, más allá de las conexiones axonales dentro de la gelatina cubierta de duramadre y hueso reforzado que corona mi cuerpo.
Si esto es así, no solo mi conciencia está fuera de mi cuerpo, sino el control de quién soy está fuera de mi cuerpo, mediado por el algoritmo que lleva décadas guiándome por el laberinto de contenidos en línea. Parece que lo controlo, y sí, porque hay videos a los que les pongo like o los guardo en un playlist para después recomendarlos en mi newsletter, pero el algoritmo me lleva alimentando por años, sin que yo se lo pida o dirija, saberes e ideas que me hacen la persona que soy.
Como lo hace Netflix e Instagram, o LinkedIn y Tiktok, en esta “economía de la atención”, estos algoritmos no solo dirigen la dirección de mi vida, sino mi sentido de identidad. Con el tiempo, el algoritmo cultiva sutilmente la sensación de lo que se siente ser Víctor Saadia. El algoritmo reescribe mi pasado y dicta mis sueños a futuro. Y no lo digo metafóricamente.
Por supuesto que no soy todo lo que consumo, pero sí soy a lo que le pongo atención, y el algoritmo cada vez se robustece más para seguir jalándola.
Se ha sofisticado tanto que aún cuando me detengo un microsegundo en un video que muestra el momento en el que un criminal recibe su sentencia de cadena perpetua, ahora, sin siquiera haber visto el video completo, sin haberle dado click siquiera, el algoritmo me recomienda uno de esos videos cada nueva mañana.
O cuando hablo con alguien y a la mañana siguiente tengo la sugerencia de video hasta arriba de mi feed con algo que habla exactamente de ese tema. ¿Quien jaló a quien? ¿Mi conversación jaló el video, o el video que ya estaba ahí hizo que esa conversación sucediera?
El algoritmo es como esa máxima que todos hemos escuchado: “La vida no te da lo que quieres, pero si lo que necesitas”, o, en su versión menos espiritual y teleológica, “La vida te da más de aquello a lo que le pones atención”.
Si pongo atención a los videos de Trump, más videos vendrán. Si pongo atención a la caras de los reos que condenan a muerte, más de eso vendrá. No solo en forma de contenido, sino en emociones y certezas trascendentales.
Como cuando estás enojado y tu cerebro automáticamente te da ideas y anécdotas y pruebas, para explicar por qué te sientes así. Y por qué está completamente justificado el odio que le tienes a la persona o situación que te hizo sentirte así.
Eso es lo que también el algoritmo está creando: polarización. Por más que quiera describirme como “curioso” o “mente abierta” o “ecléctico” o “polímata” o “multidisciplinario”, o cualquier adjetivo de esos que se están poniendo de moda, o al menos eso me dice mi algoritmo, estoy polarizado. No porque odie a Trump, sino porque solo veo una fracción mínima de la enciclopedia del mundo, solo un idioma de la Torre de Babel, solo una estantería de la biblioteca cósmica, un instante en la fracción infinita del tiempo.
Y justo porque creo que no estoy polarizado es que estoy más polarizado aún. Éste es para mi el principal problema civilizatorio: no sabemos mantener ideas contradictorias y ambivalentes al mismo tiempo dentro de nuestro primer y segundo cerebros.
A diferencia de lo que la imagen de una persona corriendo a lado de un lago puede ilustrar en el interior de la caja de aluminio de mi lector o lectora, correr en un entorno natural no des-artificializa al corredor, no lo naturaliza, dándole una dosis de vegetación y aire limpio, sino que nos recuerda que el mundo siempre ha sido virtual y no solo porque ya vivimos dentro de las pantallas. Desde que entramos al mundo del lenguaje y los símbolos, ya somos virtuales en el mundo “real”. Nuestro mundo es un mundo virtual, aunque haya lagos cuya quietud y belleza nos recuerden los tiempos en los que aún los microchips no se inventaban ni imaginaban.
La Inteligencia Artificial es igual de natural y artificial que la Inteligencia Natural. Porque solo la podemos codificar mediante nuestros algoritmos que además no comprendemos.
Porque no comprendemos el algoritmo de YouTube como tampoco comprendemos realmente el algoritmo de estas mariposas que migraron desde Canadá, o el algoritmo que lleva a esta garza a posarse sobre el agua, esperar a que las olas desaparezcan y emprender de nuevo el vuelo hacia las nubes. ¿Lo comprenderá ella? ¿Cuáles son lo inputs del algoritmo que ella recibe? ¿Cómo está su consciencia viviendo dentro de su minúsculo cerebro y al mismo tiempo en el exocerebro que compone sus guiños de ojo con sus amigas cuando vuelan, o con los árboles en los que se posa, o las nubes a las cuales tiene acceso como si formaran parte de ella misma?
¿Qué pasa cuando a esta garza se le cae el 5G y se queda sin señal?
Cuando yo pierdo la mía, no solo siento que perdí acceso a la biblioteca cósmica, sino a mí mismo. Siento una desconexión de mis células, una desconexión con mi gente que soy yo, una desconexión con quien se supone que soy yo. Se me cae el 5G y hasta me siento desconectado de los árboles que se reflejan en el lago inamovible.
Pero ese “soy yo”, ya no es una serie de contenidos. Nadie puede saber quién soy viendo mi biblioteca de videos likeados y guardados, y mi iCloud con mis exceles, contraseñas, documentos de Word, currículums que he ampliado a lo largo de los años, aplicaciones a maestrías, cartas no enviadas e emails no leídos. Más que ser el contenido archivado, soy el algoritmo. Y como mi algoritmo no lo controlo al igual que tú tampoco el tuyo, pues también soy tu algoritmo, y tú el mío. No somos contenido, somos proceso que interconecta ideas y personas y saberes y muertes, y apenas lo comprendemos.
En esta biblioteca cósmica, hay un grado de orden y otro de aleatoriedad y arbitrariedad. Caos y cosmos a la vez. Caosmos.
Parafraseando (y modificando un poco la frase) a Pessoa, que no estaría en desacuerdo conmigo a pesar de haber vivido y muerto antes del invento de los unos y ceros escritos en silicio: “Feliz es quien se contenta con el espectáculo del algoritmo”.
Mis 45 minutos se acaban, mis piernas se cansan, mi primera llamada del día espera en mi escritorio. Antes de despedirme del lago, antes de bajar del Monte Olimpo o del Monte Sinaí donde conecté con las deidades del algoritmo de un martes en la mañana, recuerdo, o más bien, siento en mi cuerpo, una emoción que me aprieta por un tema que tengo pendiente con mi pareja. Entonces me acerco a un árbol y lo toco con mi mano derecha. Le pido que me de fuerza y confianza, nada más.
Cuando usualmente recurro al algoritmo de YouTube o de Amazon para que me den saber, técnicas, conocimiento, justificaciones, distracciones, metodologías y terapia, hoy solo le pido al árbol fuerza y confianza. Y se lo pido sin mi lenguaje usual que obtuve en mi pequeño rincón de la Torre de Babel.
En eso, noto que mi mano derecha está sobre el árbol, pero mi mano izquierda no, porque está sosteniendo el iPhone. ¡Soltarlo de repente! se me ocurre. Así que lo dejo en la banca y abrazo al árbol con mis dos manos, con todo mi cuerpo. Esto se siente de verdad. Esto se siente como si estuviera inmerso de pies a cabeza en una realidad virtual, donde lo real no es el sustantivo y lo virtual el adjetivo, sino donde es eso y también su complemento: la virtualidad real. Y también, donde lo virtual y lo real son sustantivos. Y sinónimos.
Me siento como un árbol que abraza otro árbol, y que se sale de lo que cree que es su cerebro racional para conectarse con el único cerebro que hay: el primer cerebro que engloba todos los demás.
Lo abrazo fuerte, siento sus arrugas arrugadas con las mías, su aliento mojado con el mío, mi silencio que es invitado a recargarse con el suyo.
Y estando en ello, no puedo quitarme la sensación de certeza de que el algoritmo me trajo justo a este momento.