El poder destructor de la energía atómica y sus bondades es la discusión que intenta reflejar la película Oppenheimer, que así como recibió estupendos comentarios sobre la espectacularidad de sus efectos especiales y el trabajo de los actores acapararon todos los comentarios, despertó cierto escozor no tanto en cuanto a su precisión y apego a los hechos, sino sobre el diálogo entre Einstein y Oppenheimer que nunca existió.
Ohad Reiss-Sorokin trata de explicarlo en el ensayo «Lo que realmente hace Einstein en Oppenheimer», que publicó en The Hedgehog Review. Reiss-Sorokin está escribiendo un libro sobre la vida intelectual en la Viena de entreguerras y su contexto le permite una aproximación sobre debate entre los grandes físicos de la época sobre el desarrollo de la bomba atómica.
Oppenheimer de Christopher Nolan se sumergen en el desarrollo del Proyecto Manhattan. Reiss-Sorokin recuerda que la primera escena discurre en 1947. Desde el ventanal del despacho del director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Lewis Strauss, se divisa una figura inconfundible: la melena revuelta de Albert Einstein. J. Robert Oppenheimer y Strauss observan al físico junto a un estanque. Strauss se ofrece a presentar Einstein a Oppenheimer. “No hace falta, le conozco desde hace años”, es la respuesta del científico estadounidense.
Einstein y su determinismo de la ciencia
La película muestra a Einstein en dos momentos cruciales. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Oppenheimer, como líder del Proyecto Manhattan, busca respuestas sobre los cálculos del físico teórico Edward Teller y si una reacción nuclear en cadena podría consumir la atmósfera terrestre. Reiss-Sorokin resalta la sarcástica respuesta de Einstein en la película: «Aquí estamos, perdidos en vuestro mundo cuántico de probabilidades y necesitados de certeza». Devuelve las hojas garabateadas de Teller y sugiere consultar a Hans Bethe, jefe de la división teórica.
Reiss-Sorokin considera que el aparentemente gratuito comentario de Einstein es crucial tanto en Oppenheimer como para la intención general de la película”.
La siguiente aparición de Einstein en la película ocurre en 1954, después de que Oppenheimer regresa al Instituto (del que ahora es director) tras una agotadora sesión ante la Comisión de Energía Atómica, que en ese momento sopesaba si retirarle la autorización de seguridad. Esperándole cerca de la residencia del director, Einstein, el eterno disidente, insta a Oppenheimer a «dar la espalda al ingrato país al que sirvió tan bien». La respuesta de Oppenheimer, llena de amor por su patria, choca con la contundencia de Einstein: “Entonces, mándala al infierno.”
Único encuentro real
Reiss-Sorokin afirma que el intercambio real entre Oppenheimer y Einstein fue mucho menos cordial. Terminó con un exasperado Einstein diciéndole a su ayudante: «Ahí va un tonto», señalando con la cabeza a Oppenheimer. “Es la única la aparición de Einstein en la película que se corresponde con la realidad histórica”. La escena en el césped del Instituto, que vemos en tres momentos críticos diferentes de la película, es una completa invención.
“Einstein tuvo un trato limitado con Oppenheimer, quien nunca le habría consultado sobre asuntos como los cálculos de Teller. Sabía que Einstein ni siquiera había pedido una autorización de seguridad. Una de las razones por las que Einstein no fue invitado a participar en el Proyecto Manhattan. «No por su «obsolescencia», como dice Oppenheimer a Strauss en la película”, aclara Reiss-Sorokin.
Tercer ojo
Una mirada superficial del filme nos lleva a creer que se centra en la tensa relación entre Oppenheimer y Strauss. En la dicotomía entre la ciencia y la política. Los giros dramáticos de la película exploran estas tensiones. Un ejemplo memorable es el encuentro entre Oppenheimer y el presidente Harry Truman en el Despacho Oval. El científico, atormentado por la decisión de lanzar las bombas sobre Japón, se siente responsable de los horrores resultantes. Truman, con desdén, le recuerda que la sangre está en manos del comandante en jefe.
“Por estos momentos, se podría pensar que la película trata principalmente sobre el error de cálculo de los científicos que creen que el conocimiento teórico y los milagros tecnológicos pueden canjearse por la moneda fuerte del poder y la influencia, para finalmente descubrir que su pericia no tiene valor más allá de su campo”, pero Reiss-Sorokin considera que la inclusión de Einstein en la narración cuestiona esta interpretación simplista.
La presencia del padre de la Teoría de la Relatividad en la película no es accidental. Fue colocado intencionalmente para introducir un tercer punto de vista en la dicotomía entre Ciencia y Política y socavar la lectura puramente política de la película. De hecho, para Reiss-Sorokin, la política en Oppenheimer es un poco una pista falsa.
A color
Reiss-Sorokin considera que la fabricación de la bomba atómica es un acontecimiento de proporciones existenciales en la historia de la humanidad, «no un episodio de la serie The West Wing«. La penúltima escena, ambientada en 1959, revela la verdadera naturaleza de la película: Strauss, devastado por el rechazo de su nombramiento como secretario de Comercio, culpa a Oppenheimer. La conversación en el césped, en la cual Oppenheimer supuestamente puso a Einstein en contra de Strauss, desencadena una cadena de eventos que sellan el destino político de Strauss. Un asistente del Senado, harto de las acusaciones, exclama: «¿Es posible que no hablaran de usted en absoluto?».
La escena final es un eco de la charla en el césped, pero esta vez el blanco y negro se transforma en color y desde la perspectiva de Oppenheimer. Por primera vez, se conoce la conversación completa entre los dos físicos. Einstein, con su sabiduría y humor, recuerda una ceremonia de entrega de medallas en Berkeley, donde la generación más joven de físicos celebró sus logros. “Te servirán salmón y ensalada de patatas”, le advierte a Oppenheimer. Mientras vemos cómo él, ahora dos décadas mayor, recibe el Premio Enrico Fermi de manos del presidente Lyndon Johnson. Mientras sus colegas más jóvenes -como los dolientes ante el ataúd- le presentan sus respetos. «La gloria mundana es efímera, anota Reiss-Sorokin, “incluso para los genios”.
De vuelta en el césped del Instituto, Oppenheimer, todavía en la cima de su poder, no dice nada en respuesta al consejo de su viejo colega. En su lugar, recuerda a Einstein su conversación sobre la advertencia de Teller acerca del potencial de la bomba atómica para destruir el mundo. «¿Y qué?», pregunta Einstein. «Creo que lo hicimos», responde Oppenheimer. La ominosa música de fondo va in crescendo y vemos el rostro apesadumbrado de Oppenheimer junto a imágenes de misiles balísticos, explosiones atómicas y fuego que se apodera de la Tierra.
Ambivalencia moral
Reiss-Sorokin afirma que en una era de claridad moral falsa, el director Christopher Nolan no le dice al público si debe amar u odiar a J. Robert Oppenheimer, que presenta como un personaje complejo: héroe y villano, destructor de mundos y, al mismo tiempo, humano, demasiado humano. «Su rostro, a veces iluminado y otras veces en sombras, refleja la dualidad del Batman de Nolan, la ambivalencia moral rodea a este genio científico que es lo suficientemente ingenuo como para ser engañado fácilmente por los políticos. Esta ambigüedad moral es lo que hace que la escena final sea tan poderosa. Oppenheimer confiesa que su vida de trabajo podría haber sido un error. Que el mundo quizás estaría mejor si Prometeo no hubiera robado el fuego. Lo más sorprendente: Nolan hace que Einstein, el santo patrón del genio científico, sea testigo de esta confesión», detalla Reiss-Sorokin.
Agrega que Nolan crea un diálogo ficticio entre Einstein y Oppenheimer para explorar dos visiones opuestas sobre la ciencia. La emergente mecánica cuántica, desarrollada rápidamente por jóvenes teóricos, llevó a un grupo de veinteañeros a dominar la física teórica. Wolfgang Pauli, bautizó el campo de la mecánica cuántica como Die Knabenphysik (la física de los chicos). Los “chicos” quisieron reclutar a Einstein, pero el laureado físico se mostró escéptico ante las teorías emergentes en Gotinga y Copenhague. Se mantuvo firme en su posición, lo que le ganó acusaciones de senilidad y obsolescencia entre las nuevas generaciones.
Pasión de juventud
La película presenta a otros héroes de la historia: Bohr, Heisenberg, Lawrence, Teller, Fermi, Rabi, Bethe y Oppenheimer, pero hay una importante omisión: Leo Szilard, el impulsor de la reacción en cadena, a quien deja en segundo plano. Quizás para inflar la fama de Oppenheimer antes de Manhattan.
El primer acto de la película muestra la intensa competencia y cooperación entre científicos. Nolan captura la pasión que impulsó a estos jóvenes físicosr. Renunciaron a vacaciones y sueño por temor a que otros publicaran sus descubrimientos antes. La competencia era feroz, pero también la cooperación. La física fundamental dio un vuelco
Antes de llegar a la bomba atómica, Nolan hace un viaje al corazón de la física cuántica. Reiss-Sorokin destaca la escena de la manzana envenenada como un punto de inflexión en la vida de Oppenheimer. Simboliza su entrada en un mundo nuevo y desconocido, un mundo donde las leyes de la física clásica no se aplican.
Música para sus oídos
La música de Ludwig Göransson acompaña a Oppenheimer en su viaje europeo hacia el país de las maravillas de la mecánica cuántica. Las cuerdas se entrelazan con un ritmo electrónico, creando una melodía en espiral. Cada repetición amplía el tono y acelera el tempo. La música empuja hacia un clímax explosivo en el corazón mismo de la ciencia.
La música de Göransson logra transmitir la emoción y la complejidad de la física cuántica. La secuencia en la que Oppenheimer viaja a Europa para conocer a los grandes físicos de la época es un tour de force visual y auditivo, que nos sumerge en un mundo de ideas revolucionarias. Bohr, por ejemplo, compara la física cuántica con partituras musicales. «Lo importante no es si sabes leer música, sino si sabes oírla. ¿Puedes oír la música?», le pregunta al joven estadounidense. La melodía de la ciencia se eleva, y Oppenheimer está en el centro de esta sinfonía.
Reiss-Sorokin cita a Bohr, que declara que la física cuántica no es un paso adelante sino una nueva forma de entender la realidad. «Einstein abrió la puerta y ahora nos asomamos a través de ella. Viendo un mundo dentro de nuestro mundo, un mundo de energía y paradojas que no todos pueden aceptar», dice. Y Werner Heisenberg añade: «Se podría relacionar con la presunción de que tras el mundo cuántico se esconde el mundo real en el que se sostiene la causalidad, pero tales especulaciones nos parecen explícitamente infructuosas».
Entre la pastilla roja y azul
El joven Oppenheimer no puede resistir el encanto de este nuevo mundo. Tampoco puede el público. La película de Nolan ofrece una elección entre la verdad y la conveniencia. Los espectadores quieren «aceptar» y ver «el mundo dentro de nuestro mundo». La tesis de Reiss-Sorokin es que la atracción de Oppenheimer por la física cuántica iba más allá de la mera curiosidad científica. Era una búsqueda de un significado más profundo. Una manera de comprender la realidad más allá de lo observable.La mecánica cuántica, con sus paradojas y su incertidumbre, ofrecía a Oppenheimer una vía de escape de un mundo cada vez más caótico y destructivo.
A los dados
Reiss-Sorokin se refiere a la apasionante disputa entre Einstein y los jóvenes lobos de la física cuántica. Oppenheimer fue un ferviente defensor de esa nueva teoría en pleno apogeo. En cambio, Einstein, el padre de la relatividad, se mostró escéptico ante los postulados de la mecánica cuántica. Se negó a unirse a la fiesta a pesar de haber sido el anfitrión en sus inicios. Su célebre frase de la carta de 1927 a Max Born: «Dios no juega a los dados» encapsula su rechazo a un universo gobernado por el azar y la incertidumbre.
La película presenta un Einstein marginado, no por su capacidad intelectual, sino por sus convicciones filosóficas. Einstein no solo rechazó la mecánica cuántica, sino que también cuestionó su esencia. Tras leer el artículo de Heisenberg sobre la mecánica matricial, escribió a su amigo Paul Ehrenfest: “Heisenberg ha puesto un gran huevo cuántico. En Gotinga creen en ello. Yo no». En las famosas Conferencias Solvay, Einstein y Bohr protagonizaron acalorados debates sobre la naturaleza de la realidad. Einstein, con sus ingeniosos experimentos mentales, desafiaba constantemente a Bohr y a sus seguidores. Con su agudeza y su dominio de la teoría, Bohr siempre encontraba una respuesta. “Con dados o sin ellos, no es asunto tuyo decirle a Dios qué hacer”, llegó a replicarle.
Razones de Einstein
Reiss-Sorokin explica que Einstein rechazaba todos los principios fundamentales de la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, rechazó el determinismo a nivel subatómico. Einstein estaba en desacuerdo con el «principio de incertidumbre» de Heisenberg y la noción de leyes naturales estadísticas. El «principio de incertidumbre» es que no podemos medir con exactitud el momento y la posición de una partícula, pues cuanto más precisa sea la primera, menos precisa será la segunda.
¿Por qué se negó Einstein a aceptar el consenso científico? ¿En qué se basaba para negar la realidad empírica desvelada por la física cuántica? ¿Por qué Einstein se aferraba a un universo determinista y ordenado? Son preguntas que atormentaban a los físicos, que querían ver a Einstein en su bando, por no hablar de los historiadores de la física, que intentaban explicar su marginación.
Reiss-Sorokin argumenta que el escepticismo de Einstein no se debió a su edad o falta de comprensión, sino a sus creencias filosóficas y científicas. Arthur Fine, filósofo e historiador estadounidense, estableció que Einstein no estaba senil y no perdió el contacto con el campo ni malinterpretó sus afirmaciones. La correspondencia de Einstein revela que estaba bien informado de los acontecimientos. Su principal objeción se refería a las teorías no deterministas (probabilistas) de sus interlocutores. No podía aceptar que la naturaleza se comportara de forma diferente en las mismas condiciones, que que la realidad no pudiera describirse con leyes deterministas.
Realismo Motivacional
Reiss-Sorokin dice que Einstein no tomó la “píldora roja” de Heisenberg. Su negativa no se debió a un desacuerdo específico sobre resultados experimentales o afirmaciones teóricas, sino a las creencias fundamentales de Einstein sobre la naturaleza del conocimiento científico.
Einstein creía que una teoría científica debía producir una imagen coherente y comprensible del mundo porque, sin ella, no merecía la pena llevar a cabo el esfuerzo. «Los físicos no pueden jugar a la ligera con conceptos básicos como la causalidad, por muy populares que les hagan entre la élite culta. Si lo hicieran, correrían el riesgo de abandonar por completo el valor de la ciencia”, apunta.
Arthur Fine acuñó el término ‘realismo motivacional’ para describir la perspectiva de Einstein. No se adhiere a una concepción metafísica específica de la realidad y más bien es una actitud, creer que la ciencia expresa verdades independientes y coherentes con el mundo, y que era lo que hacía la ciencia una actividad humana valiosa. «Cuando se pierde la coherencia y la causalidad se desvanece, la dedicación a la ciencia deja de tener sentido», decía Einstein, que esperaba refutar partes de la mecánica cuántica, pero fracasó. El tren de la ciencia había salido de la estación. La causalidad determinista quedaba atrás y la ciencia cambiaría para siempre.
Muy tarde
Einstein no fue el único en lamentar la pérdida de valores sagrados. Quizás el énfasis real de Einstein estaba en Dios, en los principios subyacentes a la realidad, más que en los dados. La escena final de la película es reveladora. Oppenheimer confiesa a Einstein que cree que han destruido el mundo. No es una confesión pacifista ni una política. Es más profundo. Oppenheimer admite que Einstein siempre tuvo razón. Su proyecto, al disociar la ciencia de sus raíces humanísticas, hizo posible la bomba atómica y creó un mundo donde la humanidad puede autodestruirse. Einstein no responde. Se aleja, frunciendo el ceño. Sabía que su voz había sido escuchada, pero era demasiado tarde”, concluye Reiss-Sorokin.