Stefan Armborst /Asociación Bona Ona
El siguiente posicionamiento, que fue aprobada en el Consejo Confederal del 20 de marzo de 2021, es probablemente el primero de este tipo que se elabora a nivel mundial desde una asociación ecologista. Destaca por la envergadura de su planteamiento, tocando temas como control social, cambio climático, agotamiento de minerales, etc., y termina con un impactante alegato en pro de una paulatina desdigitalización y desinformatización de la sociedad como única vía para aumentar la resiliencia frente al colapso ecosocial: “Una genuina cultura de los límites que nos permita abrazar una autocontención individual y colectiva”
Ante el despliegue del 5G y las transformaciones que le acompañarán es inevitable preguntarse: ¿en qué mundo queremos vivir?, ¿en una sociedad hiperdigitalizada, robotizada, vigilada, controlada y manipulada o en una sociedad donde primen las relaciones humanas, los cuidados, el bien común y los debates democráticos sobre los asuntos clave para nuestro futuro? O, dicho de otro modo, ¿qué vamos a poner en centro, la vida o la máquina?
Ecologistas en Acción considera que el proyecto de digitalización del mundo, lejos de ser una herramienta para mitigar el colapso ecosocial, está construyendo sociedades peor preparadas para hacerle frente y exacerba algunas de sus dinámicas más peligrosas. Ante la importancia de la red 5G como sustento infraestructural de dicho proceso, Ecologistas en Acción considera que su despliegue debería ser paralizado y someterse a una profunda evaluación política, técnica, ecológica y sanitaria.
En la era del capitalismo digital
En las últimas décadas hemos sido testigos de la formación de un oligopolio de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) que concentra un poder gigantesco en manos de los propietarios de la tecnología informática y de los dueños de Internet. Unas pocas empresas (Microsoft, Apple, Foxconn, Google, Amazon…) controlan las comunicaciones de una gran mayoría de la población, tienen control sobre la información que las personas generan y la ponen al servicio de fines de dudosa utilidad social, como la creación de beneficio económico o la ingeniería de la opinión[1].
El origen de este poder ha sido la identificación de un nuevo nicho de acumulación: lo que Shoshana Zuboff ha denominado la “plusvalía de comportamiento”, que arroja “dividendos de vigilancia”2. Las empresas protagonistas de este capitalismo de la vigilancia han medrado mediante la obtención de enormes masas de datos a partir de nuestro uso cotidiano de plataformas como Facebook, Twitter o Google.
Las conocidas como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) utilizan el Big Data para alimentar algoritmos que progresivamente ocupan el lugar de la pericia, el trabajo o la capacidad de evaluación humanas. A los conocidos algoritmos de búsqueda por palabra, identificación facial, traducción, etc. comienzan a unirse algoritmos que dictan sentencias judiciales o evalúan la idoneidad de determinados perfiles para un puesto laboral o la peligrosidad criminal de determinados individuos o barrios.
De entre los muchos riesgos que la generalización de esa lógica algorítmica entraña3, uno de los más preocupantes es el político. Por un lado, por el modo en que Estados como el chino utilizan estos nuevos medios digitales para crear lo que Marta Peirano no duda en calificar como tecnodictadura4.
Especialmente ahora que su gestión de la pandemia de la COVID-19 ha legitimado sus prácticas, hay quienes, incluso, en Occidente invitan abiertamente a imitarlas5. Por otro, por el poder de injerencia en las elecciones democráticas de estos algoritmos que el escándalo de Cambridge Analytica ha sacado a la luz6 y que ha sido parcialmente responsable del ascenso al poder de figuras como Donald Trump o Jair Bolsonaro.
¿Verde y digital? El peligroso peso metabólico de la digitalización
Además de sus efectos socialmente alarmantes, la digitalización se ha convertido en el sector industrial con el crecimiento metabólico más explosivo del planeta. Lejos de ser “inmaterial”, la economía digital tiene una inmensa huella ecológica7.
Solo la computación de la nube consume ya en torno al 2% de la electricidad producida en el mundo8. La filial de Google Youtube es la empresa que más electricidad consume de todo el mundo –esta empresa, y los vídeos en streaming en general, concentran hasta el 80% del total del tráfico de Internet– y, según el informe de 2017 de Greenpeace Clickling Clean9 –que toma como referencia al conjunto del sector de las tecnologías de la información y lo compara con el consumo de países– los datos del año 2012 al 2014 ya situaban al sector de las TIC en el tercer puesto a nivel global, no demasiado lejos de potencias como China y Estados Unidos y por delante de Rusia, Japón e India. Hablamos de un 8% del consumo total de energía, una cifra ya enorme pese a todavía no reflejar la tremenda explosión del tráfico de datos de los últimos años: con el paso del 3G al 4G ésta aumentó hasta en un 60%.
Por supuesto, en una sociedad como la nuestra en la que todavía el 80% del uso de energía a escala mundial descansa sobre fuentes fósiles esta expansión del consumo eléctrico tiene consecuencias directas en el agravamiento de la emergencia climática. Se calcula que las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a las TIC, que hace un decenio superaban el 2,5% del total y están creciendo muy rápidamente10, podrían llegar a sumar como poco el 15% para el año 204011.
A este aumento de emisiones derivado del uso y producción de los dispositivos digitales habríamos de sumarle además el correspondiente a la minería metálica necesaria para abastecer los mercados tecnológicos, ya que las TIC son consumidoras voraces de materiales como el coltán, el litio, el cobalto o diferentes tierras raras. La minería supone hoy entre el 8 y el 10 % del consumo de energía primaria en el mundo, pero como la tendencia apunta a una dependencia de cada vez más minerales, probablemente ese porcentaje aumentará.
Este aumento de la minería supone además una amenaza de contaminación sin precedentes por metales pesados y la destrucción de hábitats, con especial impacto en la Red Natura 2000 y otros espacios protegidos, además de los fondos marinos12. La Península Ibérica no es ajena a esta escalada especulativa sin precedentes de la minería metálica13, implicando con frecuencia proyectos low cost que no asumen los impactos sobre las aguas por drenajes ácidos o altos niveles de consumo, la disminución de la biodiversidad y destrucción de suelos agrícolas y forestales o el empobrecimiento de las economías locales y sus perspectivas de futuro.
A lo anterior habríamos de sumar el cada vez más preocupante problema de los residuos asociados a la digitalización. La obsolescencia programada y la dinámica de constante renovación de los terminales informáticos está en la base de una auténtica emergencia de basura electrónica, que es responsable de contaminación de aguas y de enfermedades en las zonas de vertido, como por ejemplo Ghana14.
A velocidad de crucero hacia el colapso: la doctrina del shock digital
Si los impactos asociados a la “digitalización realmente existente” son ya de por sí alarmantes, en el presente la apuesta por la tecnología 5G trata de crear condiciones para la llamada “Cuarta Revolución Industrial”. Ésta, idealmente, pondría en marcha un nuevo ciclo de acumulación capitalista basado en la automatización, la hiper-conectividad, el trabajo desregulado mediante plataformas, las nuevas formas de gobernanza urbana (smart cities), la digitalización de la agricultura, etc.
Se trata del intento de una nueva “Gran Aceleración” que va en sentido contrario a lo que de verdad necesitamos15. La huida hacia adelante que supone el 5G puede compararse con el despliegue de los últimos moais (esculturas gigantes) de la Isla de Pascua (Rapa-Nui)16. En un mundo que sufre la emergencia climática y se sitúa en una trayectoria de colapso ecológico-social, lo que precisamos no es acelerar más (y las TIC en general funcionan como aceleradoras del “turbocapitalismo”), sino precisamente lo contrario: ralentizar, relocalizar, contraer el metabolismo social, reconectar con la naturaleza y construir un nuevo sentido de la vida que no se base en el consumo de mercancías.
La digitalización masiva que el 5G pretende hacer posible exacerbaría todos y cada uno de los problemas a los que hacemos frente. Por un lado, en lo político, porque el proyecto de las élites es la extensión de la lógica algorítmica y del capitalismo de vigilancia mucho más allá de las pantallas de nuestros ordenadores y teléfonos móviles. El conocido como “internet de las cosas” (IoT, por su siglas en inglés) pretende hacer de casi todos nuestros objetos domésticos captadores de datos que sigan engordando los dividendos de vigilancia de las grandes multinacionales de las telecomunicaciones. Coches autónomos, neveras inteligentes, ropa interconectada, smart cities… Todo ello sería sinónimo de una explosión de sensores que registrarían nuestros desplazamientos, nuestro patrones de consumo, etc. En suma, el grueso de nuestra vida cotidiana.
Un escenario tal lanza proyecciones preocupantes en ámbitos como el de la privacidad, pero sobre todo escondería un desafío de primer orden para nuestras ya limitadas democracias. La combinación de un flujo de datos tal con algoritmos opacos que invadan cada vez más ámbitos de nuestra vida promete dibujar un escenario en el que nuestra capacidad de decisión se vea fuertemente mermada. Parecería que esta Cuarta Revolución Industrial (IVRI) tuviera la pretensión de dar forma a la tan anhelada Máquina de Gobernar que sustituyera la decisión popular y el criterio humano por una suma de parámetros objetivos, decisiones técnicas y cálculos algorítmicos. A día de hoy la digitalización se ha convertido en una herramienta clave del Capital y los Estados tanto para el aumento del control social como para dirimir las diferentes disputas geopolíticas que atraviesan un mundo cada vez más multipolar.
Pero, además, los impactos metabólicos que conlleva una transformación social de ese calado tendrían una escala monstruosa, y sin lugar a dudas remarían en dirección contraria al tipo de aterrizajes de emergencia que el presente colapso ecosocial requiere. No es descabellado afirmar que la IVRI es un genuino desastre ecosocial en ciernes.
Por un lado, el consumo de energía promete explotar debido a un aumento vertiginoso del tráfico de datos. Aunque a día de hoy sólo unos pocos objetos pueden conectarse a internet, el consumo de energía de dispositivos y servidores, y sus emisiones asociadas, son ya comparables a las de países enteros. ¿Qué esperar de escenarios en los que el número de objetos interconectados alcanzara, tal y como se proyecta, el número de un 1.000.000 por km2? ¿Qué otra interpretación resta posible a la luz de que un 1.000.000 de coches autónomos necesitarían un nivel de intercambio de datos equivalente al de 3.000.000.00017 de personas usando su smartphone?
Ya a día de hoy el consumo de energía de las pocas antenas 5G instaladas en China es tan elevado que las empresas responsables de estas se están viendo obligadas a apagarlas durante la noche18.
Por otro, es también fácil prever que el impacto de este mundo 5G sobre el cambio climático sería también profundo. Especialmente porque el aumento en el consumo de energía que generaría difícilmente podría desligarse de la quema de unos combustibles fósiles que no son tan fáciles de sustituir por energías renovables como algunos pretenden defender19. Además, empresas privadas y gobiernos, han lanzado ya cientos de satélites vinculados al despliegue del 5G20 y el lanzamiento de otros miles ha sido ya aprobado.
Los astrónomos alertan21 de que este despliegue masivo no solo cambiará por completo nuestro firmamento (que debería ser patrimonio de la humanidad), sino que también interferirá con las observaciones astronómicas y afectará a las predicciones meteorológicas22 en un momento en que son cruciales para la lucha contra la Emergencia Climática. En conclusión, y como nos recuerda Ben Tarnoff, para descarbonizar necesitamos desdigitalizar y descomputadorizar23.
En síntesis, el proyecto de digitalización del mundo está construyendo sociedades muy poco resilientes. Sobre todo porque, como nos recuerda Jorge Riechmann24, hacer que todo dependa de las grandes multinacionales de las telecomunicaciones (las GAFAM) y sus propuestas digitalizadoras conduce a escenarios de enorme fragilidad social.
Primero por la tremenda indefensión en la que Estados e individuos quedan al depender en cada vez más ámbitos de su vida de empresas privadas que hacen uso de algoritmos opacos para alcanzar sus propios fines. Pero, sobre todo, porque la digitalización extrema que propone la IV Revolución Industrial no será viable en contextos de descenso energético como los que tenemos frente a nosotros. Cada vez que entregamos una faceta de nuestra actividad social o de nuestra capacidad productiva a estas nuevas propuestas digitales, reducimos la posibilidad de construir salidas de emergencia que, asumiendo algunos de los inevitables impactos del colapso, nos permitan llevar vidas lo más dignas, justas, igualitarias y autónomas posibles.
Sería, además, un error pensar que las constricciones sistémicas que acompañarán al colapso ecosocial harán imposible la generalización del mundo del 5G, por lo que no deberíamos despreocuparnos de esta cuestión. Además de que el grado de avance del mismo será inversamente proporcional a nuestras posibilidades de vida buena, como antes señalábamos, existe un riesgo muy real de que sus recursos queden finalmente en manos de capas reducidas de la sociedad que podrán utilizarlos con fines de control y represivos. Un escenario de descenso energético puede transformase en un sector social que se ve obligado a llevar vidas indignas y unas élites que utilizan la parafernalia high tech para mantener la desigualdad social. Un miedo bastante justificado a la luz de que en torno al 70% de la inversión proyectada en 5G estará en manos de empresas de seguridad y videovigilancia25.
Por último, es más necesario que nunca poner en tela de juicio el 5G y su mundo porque no existe hoy bloqueo imaginario mayor para la construcción de sociedades justas, ecofeministas y en decrecimiento que la idea de que gracias a la tecnología podremos solucionar todos los problemas que nuestras sociedades capitalistas industriales han generado. Para construir una genuina cultura de los límites que nos permita abrazar una autocontención individual y colectiva, una Nueva Cultura de la Tierra26, necesitamos abandonar de una vez por todas la tecnolatría que nos conduce paso a paso hacia el colapso.
Conclusiones: para decrecer (y colapsar mejor) necesitamos (también) desdigitalizar
El modo en que a día de hoy el grueso de la sociedad asume el despliegue de la red 5G, y el mundo que le acompañaría, como un fenómeno inevitable no es más que la enésima expresión de un sonambulismo tecnológico27 que en realidad supone la asunción generalizada de un determinismo indeseable. La sociedad parece creer que más dispositivos, más potencia, más conectividad, más cobertura, etc. es poco más que la trayectoria natural de un progreso social que se confunde con progreso tecnológico, y ello nos impide comprender que casi toda decisión técnica es, en realidad, una decisión política28.
La implantación del 5G y de un mundo hiperdigitalizado no tiene nada de racional o inevitable29, puede y debe ser expuesta a crítica y someterse a debate democrático. Ninguna tecnología es neutral: en su aparición y extensión están en juego nuestras estructuras políticas, nuestro trabajo, nuestras relaciones personales, nuestra salud…
Un escenario sociotécnico como el del 5G (consistente en conectar miles de millones de objetos, multiplicar los centros de datos, intensificar el extractivismo minero y posibilitar niveles inéditos de control social) nos parece indeseable. Nos inunda la propaganda sobre cómo los vehículos automáticos disminuirán los accidentes de tráfico, podremos bajar la persiana de casa desde el trabajo, o la nevera nos avisará de que el yogur está a punto de caducar, pero ¿qué sentido tiene todo ello si acelera nuestra trayectoria de colapso ecosocial? ¿Para qué nos servirá la supuesta liberación (de tiempo, de necesidad de organización) que nos ofrece la informatización si por el camino se erosiona toda posibilidad de una vida libre, o de una vida a secas?
Teniendo en cuenta todo lo anterior, y en el marco de una necesaria reconsideración global de la trayectoria de informatización, digitalización y automatización de nuestras sociedades, concluimos que:
1. Es habitual que, desde el ecologismo social, partamos de la base de que la informatización de la sociedad es irreversible30. Mientras que sí ponemos en cuestión tecnologías como aquellas asociadas a la producción de energía nuclear o, recientemente, el coche eléctrico, exigiendo la necesidad de un debate democrático al respecto de su deseabilidad y peligros, no solemos extender esa exigencia a las TIC o a la nueva tecnología 5G31.
2. En este contexto se plantea el debate sobre la informatización y la digitalización. A la luz del gran número de impactos (consumo de recursos, minería de materiales escasos, chatarra tecnológica, erosión de la democracia, control social, etc.) entendemos que el uso de dispositivos informáticos debe limitarse en una sociedad sostenible, justa y democrática. El control social sobre los desarrollos tecnológicos de envergadura (aquellos que tienen el poder de reconfigurar la economía, la sociedad y la relación de éstas con la biosfera) sigue siendo una exigencia democrática elemental.
3. Además, y recogiendo los consensos confederales del Programa ambiental de Ecologistas en Acción de 2018, afirmamos que existe evidencia suficiente para poner en práctica el principio de precaución frente al despliegue de la red 5G, según los principios jurídicos de la Unión Europea.
4. En línea con lo anterior, los gobiernos deben obligar a las empresas a tener un seguro de responsabilidad civil que responda ante posibles daños producidos por los despliegues 5G, como ya sugirió en 2009 el Parlamento Europeo ante la generalización de la práctica contraria. Permitir que se instale la idea de riesgos no asegurables32 es aceptar que los beneficios de estas transformaciones sean para las empresas mientras que los costes los asume la sociedad…
5. En la dimensión del hardware, debemos abandonar el paradigma de “una persona, un dispositivo”. Para reducir la enorme huella ambiental de las TIC, es imperativo separar los dispositivos de la dinámica de renovación permanente y pensarlos como bienes comunitarios. Para ello habría que profundizar en modelos de uso compartido como los ordenadores municipales o las cabinas telefónicas.
En lo que respecta a la telefonía y a internet, creemos necesario apostar por una vuelta al cableado en detrimento de las tecnologías inalámbricas. Apuesta generalizada, por tanto, por el teléfono fijo y uso de conexión a internet por cable.
Por último, es necesario promover avances en el diseño de modelos de teléfonos y ordenadores modulares, no dependientes de materias primas raras, durables y fáciles de reparar.
6. En la dimensión del software, y a fin de erosionar el enorme poder acumulado hoy en día por las grandes empresas tecnológicas, se apostaría por el desarrollo de sistemas operativos y programas menos pesados. Esto, a su vez, estaría en armonía con una apuesta por formatos libres y abiertos.
Un segundo elemento clave sería el avance de los bienes comunes digitales, partiendo de la base de que es un campo bastante implantado ya (código abierto, software libre, redes p2p, etc.).
7. El tipo de medidas anteriormente bosquejadas supondrían ya, de facto, la imposibilidad de desarrollar medidas de control social y seguimiento masivo como las que a día de hoy caracterizan a regímenes como el chino. Además, un proceso de desdigitalización selectiva supondría avances importantes en posiciones antimilitaristas (hoy existen ya robots asesinos autónomos) y de construcción de autonomía (reducción de posibilidad de represión y vigilancia, limitación del alcance de la burocracia estatal, aumento de la soberanía alimentaria, tecnológica y energética).
Para adaptarse a esta transformación metabólica, en lo social sería imperativo desinformatizar muchos ámbitos de la vida (burocracia, entretenimiento, cultural, etc.) retornando a sus organizaciones previas o inventando nuevas. Así, haríamos nuestras sociedades más resilientes ante las transformaciones del colapso ecosocial en curso que, de seguir sus trayectorias más destructivas, pondría en tela de juicio en un futuro cercano el acceso universal y de alta velocidad a internet33. Y, por tanto, fragilizaría economías e instituciones dependientes de éste para su funcionamiento cotidiano.
En lo económico, minimizar el uso de tecnología automatizada no solamente permitiría reducir las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero) y el consumo de materiales y energía, sino que dejaría espacio para una mayor presencia de trabajo humano y contribuiría a la construcción de una Nueva Cultura de la Tierra gaiana y al ejercicio de la autolimitación individual y colectiva. Esta necesidad es especialmente acuciante en ámbitos como el financiero, hoy absolutamente dependiente de algoritmos automatizados.
En contraste, un diseño modular y convivencial34 de las tecnologías de comunicación e información permitiría una gestión democrática tanto de su producción como de su uso y desecho.
Para concluir, ante el despliegue del 5G y las transformaciones que le acompañarán es inevitable preguntarse: ¿en qué mundo queremos vivir? ¿en una sociedad hiperdigitalizada, robotizada, vigilada, controlada y manipulada o en una sociedad donde primen las relaciones humanas, los cuidados, el bien común y los debates democráticos sobre los asuntos claves para nuestro futuro? O dicho de otro modo, ¿qué vamos a poner en centro: la vida o la máquina?
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