Momento uno
La movilidad social en Venezuela debe ser uno de los capítulos más fascinantes, diversos y ricos en historias. Me refiero, por supuesto, a la movilidad social ascendente. La que como consecuencia de un conjunto de mecanismos económicos, institucionales, políticos, sociales y culturales hizo que amplios sectores, capas de la población mejorasen sus condiciones de vida. Y como resultado creció y se consolidó una clase media.
El economista Asdrúbal Baptista en artículos, ensayos y libros repetía que uno de los resultados netos de la instauración de una economía basada en la producción y exportación del petróleo era la movilidad social ascendente, especialmente entre 1920 y 1980.
La circulación de recursos financieros puso en marcha un proceso demográfico, la desruralización, simultáneo e inseparable al crecimiento de las ciudades, mientras el territorio se poblaba de escuelas, liceos y universidades; centros de salud y hospitales; calles, avenidas y autopistas; y también, de viviendas, construidas por el Estado y por el sector privado.
El desarrollo de industrias, incluida la producción primaria –agricultura, ganaderías, pesca–, y las de servicios, contribuyó a que cientos de miles de familias tuvieran en sus realidades diarias y concretas, una existencia en viviendas de mejor calidad, dotadas de servicios, y en las que la alimentación se diversificó y mejoró, también los indicadores de salud, en un escenario nacional en el que, en medio de problemas y desigualdades, habían oportunidades, asequibles oportunidades, para estudiar, trabajar y descansar.
Pero más allá de las variables materiales, variables que las ciencias de datos pueden constatar, hay otra dimensión de la movilidad social ascendente, que se refiere al horizonte espiritual, a la configuración mental, a la relación que las familias –porque en el fondo se trataba de proyecciones que han sobrepasado a los individuos y han implicado a toda la familia–, tenían con el futuro. Es decir, la posibilidad cierta de una vida mejor.
Estas proyecciones, esperanzas, no eran meras ilusiones. Se basaban en experiencias comunes bien conocidas por la inmensa mayoría. Las familias progresaban de muchas maneras. El relato del pobre que sale adelante con su esfuerzo, no es una novedad en el siglo XX venezolano. Es el relato predominante, que tuvo en la educación su palanca más importante. Hijos y nietos, con abrumadora frecuencia, estudiaron más, trabajaron mejor, recibieron salarios y compensaciones de mayor proyección, viajaron por el mundo. Pasaron de una visión local de la vida y la experiencia, a una visión de aspiración planetaria.
Lo anotado hasta aquí es apenas un superficial asomo a un temario de vastas ramificaciones y complejidades. Aunque a partir de 1983, las crecientes dificultades que presentó la economía y la política, comenzaron a estrechar las oportunidades, la sociedad venezolana continuó estableciendo una relación entre esfuerzos y progreso familiar. El ideario de “salir adelante”, de que estudiar y trabajar, tarde o temprano producirían resultados, se mantuvo y persistió, en alguna medida. Y se mantuvo porque la movilidad social ascendente había demostrado, hasta la saciedad, que una vida mejor era posible.
Momento dos
En el apoyo a la revolución bolivariana, durante su primera década, había una fuerza motriz que apenas se menciona: la movilidad social ascendente. Muy importante: entre los que votaron a Chávez en diciembre de 1998 no había un cambio de visión. No querían una sociedad socialista. No. Lo que pretendían era que el precepto de la movilidad social ascendente se multiplicara y consolidara. Querían que les alcanzaran los beneficios que otros habían obtenido. Votaron a favor de un reparto más amplio.
Hasta 2010 aproximadamente, la revolución bolivariana, con demagógica astucia y con una política de grotesco despilfarro de los altos ingresos petroleros, repartió dineros de forma incontrolada, mientras el edificio de la economía comenzaba a agrietarse a la vista de todos.
No obstante, un sector de la sociedad pensó que subsidios, bonos, misiones, prebendas y otras dádivas eran una especie de vía rápida de la movilidad social ascendente. Hasta que en el 2014, el edificio crujió y comenzó a caerse a pedazos.
Desde entonces se aceleró y masificó el proceso que comenzó en 1999: el empobrecimiento estructural de la sociedad. Eso significa, contrariando el proceso, que se había sostenido hasta el año 1999 y que mantenía la curva de la movilidad social en sentido ascendente. En 2014 esa tendencia dio un giro abrupto y cayó de bruces. Se convirtió en lo contrario en movilidad social descendente. El principal rasgo actual. Cuando las familias de Venezuela se percataron del cambio de dirección su respuesta fue huir de la Venezuela empobrecedora de Chávez y Maduro. Han huido más de 7 millones de personas y sigue. La huida continúa. Nada la detiene.
Un asunto más.
A la pregunta de si hay sectores de la sociedad venezolana que hayan mejorado en estos 24 años sus condiciones de vida. La respuesta es sí. Los hay y muy minoritarios. En efecto, menos del 3% de la población venezolana, constituida por militares, funcionarios civiles de distintas entidades, enchufados, corruptos sin remedio, contratistas, militantes del PSUV y organizaciones afines, paramilitares, narcoguerrilleros, pranes, alacranes, amiguetes de Maduro, uniformados que han recibido alguna alcabala en concesión –que es hacerse de un peaje, pero sin tarifas fijas y con la posibilidad de apresar y torturar– no podríamos decir que ha ascendido socialmente.
Lo ocurrido pertenece a otro cuadrante: se han enriquecido. Han fabricado (con métodos en los que la corrupción tiene un papel estelar) una oligarquía dotada de cápsulas urbanas, una burguesía cada día más rica, que depende de hacer negocios con Maduro, por una parte, y de la otra, de que se mantenga y profundice el empobrecimiento de millones de venezolanos.
No se trata, de movilidad social ascendente, sino movilidad parasitaria que, como es evidente, no es sostenible y estallará cualquier día, como estallan todas las burbujas, grandes y pequeñas.