El distanciamiento social es tan viejo como el planeta, antecede a la vida en comunidad y es todo lo contrario de los socialité de finales del siglo pasado. Ha sido parte importante de la civilización y se ha expresado en castas o clases, señores o siervos, que se distinguen sobre todo por poseer o carecer de riquezas, con los complementos de cada caso.
A pesar de las revoluciones igualitarias, la lucha de clase, los hornos crematorios y los paredones de fusilamiento la sociedad moderna dista mucho de ser igualitaria. Proliferan las contradicciones. En los regímenes en los cuales todos iguales, poseen los mismos privilegios y similares responsabilidades, siempre hay unos que son “más iguales que otros”, parodiando a George Owell.
Sea por razones de raza, de posesión de riqueza o por simple oportunismo político, todo aislamiento social de alguna manera oculta un distanciamiento sanitario, higiénico. Son frecuentes los políticos que luego de recibir un beso de una anciana partidaria saca con la mayor naturalidad el pañuelo y sin pudor ni perder el hilo de la conversación se limpia el cachete, otras veces unos pasos más allá se restriega la mano con la que acaba de estrechar la del indigente que tanto alabó su naturalidad y don de gentes.
Pese a todos los adelantos científicos, sean viajes a la Luna, bombas atómicas de miles de megatones que alcanzan sus objetivos a diez veces la velocidad del sonido, todavía no se han eliminados enemigos sumamente poderosos, aunque muy pequeñitos. Existen ¿aún? elementos microscópicos que tienen capacidad de reproducirse muy rápido. No son microorganismos, sino material proteico con graves carencias de identidad y mucha capacidad de joder.
Distanciamiento social y sanitario
En la medicina moderna, también en la tradicional y en la homeopática, la higiene es un importante aspecto en cualquier tratamiento. La cura o sanación exige ambientes asépticos, limpios, sin malos olores ni sustancias putrefactas o tóxicas. Sin bacterias ni hongos ni gente desaseada, sin visitas portadoras de gérmenes que tosen sin taparse la boca.
El proceso civilizatorio encontró temprano una manera de protegerse de epidemias, pandemias, contagios y plagas: el distanciamiento social, el aislamiento es lo extremo. De lejitos saludaba el Señor, aunque olvidaba la distancia debida en el ardor del derecho de pernada o el ius primae noctis; desde bien lejos y bien alto se dirigía el rey a su súbditos, y lo sigue haciendo el santo padre, que lo hemos visto quitar la mano para que no se la besen y sus voceros han esgrimido “razones de higiene”.
La cuarentena, el aislamiento, la hibernación, los cercos sanitarios, el moderno distanciamiento social es una práctica de siempre, aunque no necesariamente por razones sanitarias y sí por discriminación e intolerancia con el extranjero, con el ajeno, el extraño, el forastero, el fuereño y el foráneo, el presunto contaminante, el portador de plagas, de tiña, de lepra u olores distintos.
También sospechaban de los viajeros que traían mercancías de sitios exóticos y de los aventureros que compartían historias de lugares maravillosos. Uno y otros traían cosas buenas como los espaguetis y la salsa de tomate, pero también la sífilis, el sarampión, la rubeola y los virus.
Es de muy antigua data el decir “todo se pega menos la hermosura”, un aserto aparentemente sabio al que algunos le agregan la cola “y la inteligencia”. Una clara referencia a las altas posibilidades de ser contagiados por los otros, desde malas mañas hasta vicios, pero nunca cosas buenas, aunque se repita que quien a buen árbol se arrima buena sombra lo cobija.
Aquí vale poner atención en que siempre-siempre el cuidado se pone en “no ser contagiado” y en “no contagiarse”, pero nunca en no contagiar. Los enfermos de gripe se van a trabajar sin pensar que pronto sus compañeros, por su culpa, también estarán chorreando mocos y con ganas de haberse quedado en cama. Pocos son conscientes de no contagiar, de no ser propagadores.
El distanciamiento social ha sido el método más efectivo para quitarle velocidad a la propagación del COVID-19. Con mucho sentido previsivo, y mucho antes de que el brote derivara en pandemia, la Organización Mundial de la Salud recomendaba limitara el uso de mascarillas, tapabocas, gafas de protección y guantes a las personas contagiadas, que los sanos no tenían necesidad de usarlas, que eran implementos –como el alcohol y los respiradores mecánicos– que se necesitarían si el coronavirus mantenía su velocidad de propagación.
No contagiar vs no contagiarse
El sentido común, ese que Voltaire tachó del menos común de los sentidos, llegó a hacerle decir a un afamado ingeniero lengua suelta que la recomendación de la OMS de no usar mascarilla o tapabocas era como decir que solo los portadores del VIH debían usar condón y no los sanos
Si los primeros contagiados hubiesen sabido que la manera de no contagiar a su pareja era usando preservativo, ¿lo habrían hecho? Ahí hay rincones del alma que se desconocen, ciertas piruetas morales y un exceso de venganzas pírricas, también mucho descuido con el prójimo y mucho egoísmo. Por supuesto, la primera responsabilidad es protegerse a sí mismo, pero no a costa de los otros.
El distanciamiento social no es un descubrimiento del siglo XXI. Es la aplicación de una estrategia ancestral para evitar los contagios por virus, bacterias y demás microorganismos. Siempre funciona cuando el vector contaminante es otro humano. No se podía hacer con la peste bubónica que transmitían las ratas, pero sí con la gripe española. Una gran lección no aprendida. Muchas veces no se aplica por la necesidad de mantener la economía activa.»Por una gripecita y unos grados de fiebre» no se considera necesario detener las fábricas y las obras públicas, mucho menos las guerras. Ahí está la equivocación. No es una gripecita y se necesita pruebas para descartarla tan de repente.
Cuando la pandemia de COVID-19 empezaba a mostrar sus horribles garras, todos corrieron a buscar mascarillas y guantes de látex o su sucedáneo, pero pocos se quedaron en casa. Asistieron a manifestaciones, a partidos de fútbol, a convenciones de especialistas, a parrandas varias y a las consuetudinarias conversaciones en bares y cafeterías. La vida debía seguir.
Estados Unidos fue el primer país que cerró los vuelos provenientes de China y Europa, pero todavía creía que se trataba de otra gripe fuerte, pero no imaginaba que no contaba con los miles de respiradores mecánicos necesarios para atender los miles de casos que se multiplicaban cada día.
Distanciamiento social forzado
A muchos gobiernos les costó autorizar a las autoridades locales que decretaran el cierre de comercios y servicios no indispensables. Todavía la epidemia no ha sido controlada en ninguna parte, ni siquiera en China que aprovechó las medidas de distancia social para oscurecer más el apagón informativo y recrudecer la represión y la violación de derechos.
Las cifras que ha hecho públicas tienen falencias. Las actuaciones de empresarios y gobiernos después de la calamidad sufrida parecen tomadas de alguna versión de la teoría de las conspiraciones.
En los tiempos de Giovanni Bocaccio y de Michel de Montaigne era común que los adinerados y poderosos se aislaran, bien para huir de la peste o para entenderse y reflexionar ¿meditar?
Sin Netflix y video juegos, sin WhatSapp y demás chismes el confinamiento es más productivo, pero no necesariamente con valor de cambio. Bocaccio no se enriqueció con el Decamerón ni Montaigne acumuló capital con los Ensayos. Sus obras todavía se leen gratis aunque no hayan pandemias allá fuera.
En España, Italia y Francia, un poco también en Portugal, pero menos en Alemania y el Reino Unido, chocarán las costumbres que se impondrán cuando pase esta primera ola de COVID-19. Nada de besos en los dos cachetes, ni apretones de mano y abrazos con golpecitos en la espalda. Bastará con un gesto con la cabeza, un levantar de cejas o un movimiento con la boca. Nada de efusividad, todo de lejitos. Quizás las mascarillas y guantes se volverán tan de uso común como los condones.
El espacio de cada uno será respetado y las aglomeraciones serán evitadas en lo posible, se entenderá que tan importante como no contagiarse es no contagiar al prójimo.
La hibernación pudo haber sido más corta, pero se le puso poca atención a las alertas de los especialistas cuando el ébola, el SARS, el N1H1, la gripe aviar, la porcina, el mal de las vacas locas y la derrengadera bovina surgieron como amenazas para la civilización. Había, como siempre, asuntos más urgentes, problemas infinitamente más graves que resolver. No olvidemos, la eterna razón: los recursos son limitados.
En plena pandemia y sin haber concienciado el tamaño de la catástrofe que se avecinaba y que apenas comienza, comenzó el aprovechamiento político, y aparecieron presuntas potencias anunciando geles antisépticos cien por cien efectivos y la pronta fabricación de millones de vacuna, aunque no existía
No le dieron importancia a los respiradores mecánicos, al equipo de protección para médicos, enfermeras, camilleros y personal de limpieza. Todos tenían el mejor sistema de salud pública. Se confiaron.
Calamidad anunciada, y descartada
Era inimaginable que en Italia, primero, y en España, casi de inmediato, fuera tan rápida y tan cruenta la propagación del virus. No solo mataba a los contagiados, sino también a los enfermos de peritonitis que no podían ser operados porque el hospital, las unidades de cuidados intensivas, estaban desbordadas y contaminadas con el SARS-CoV-2. Faltaban mascarillas y las gafas protectoras, las batas, que no quisieron comprar, «porque los casos serían muy contados». Después no había urnas ni espacio en la morgue, Colapsaron los servicios funerarios.
El distanciamiento social y los tests de diagnóstico son las armas más efectivas contra el COVID-19, además de lavarse las manos con jabón espumoso y evitar el besuqueo.
El aislamiento es quedarse en casa y ver televisión, organizar el closet, pintar la cocina, cambiar las cortinas o dedicarse al holgazaneo. Estando en casa baja la contaminación ambiental, el ruido del tráfico, hay menos desechos en ríos y lagos, llega menos plástico a los océanos y el cielo amanece más limpio. Es como un feriado nacional alargado. Y es, en apariencia, barato.
Sin embargo, al pararse el aparato productivo y comercial se derrenga la economía y el sistema financiero. No se pueden pagar las deudas, no se puede ahorrar ni nadie presta sin garantías sólidas. Aparece el desempleo galopantes. La catástrofe. Los expertos calculan que la epidemia le puede costar al mundo 4,1 billones de dólares y que se perderán millones de puestos de trabajo, quizás 100 veces más lo que no se quería «invertir» cuando no se tomaron las medidas.
El virus se habría propagado mucho menos a un precio que, aunque alto, nunca sería lo que todavía está por venir en los países con menos recursos y capacidades. El distanciamiento social es un arma de protección antipática, pero efectiva.
Lea también: