Un diálogo con jefe tiene poco de diálogo y mucho de imposición. Desde mucho antes de que Nicolás Maduro convocara una asamblea constituyente para aprobar una nueva constitución y cambiar el modelo productivo y social de Venezuela, la palabra diálogo se le ha escuchado casi con tanta frecuencia como a Hugo Chávez, su antecesor y ductor, y quien lo escogió como su sucesor para continuar “la revolución bonita”.
A lo largo de su extenso e intenso mandato, Chávez acudió recurrentemente al diálogo: con lo militares, con los empresarios, con los estudiantes, con los trabajadores, con la “oposición apátrida” y hasta con los “gringos de mierda”. Y en cada uno impuso su estilo. A los militares les dijo que tenían libertad para exponer sus puntos de vista, que quería escuchar sus quejas y propuestas. Los oficiales que se atrevieron fueron dados de baja, hechos presos o relevados de su mando y confinados en sus casas; a los empresarios no los dejó hablar, sino que abiertamente los insultó y les “aconsejó” que se cuidaran de la cárcel y que les haría bien andar en vehículos blindados. El diálogo con los obreros y con los militantes de su partido no fue distinto. Les dijo todo lo que querían oír y los alentó a que escogieran de manera directa y secreta a la directiva del partido unitario, que ya anunciaba como “único”, que había organizado Jorge Rodríguez Gómez por petición suya.
Emocionados, militantes y simpatizantes acudieron a elegir sus líderes, pero después de conocer los resultados cuando el “máximo líder” anunció que se reservaba el derecho a veto y a nombrar casi dos tercios de las autoridades partidistas. Así, los que obtuvieron más votos de la militancia fueron colocados en puestos decorativos, mientras que los hombres de Chávez –como Diosdado Cabello, uno de los que obtuvo menos sufragios–eran colocados en los puestos ejecutivos clave. Nunca más hubo elecciones.
La dirección del partido la nombraba Chávez y siempre eran los mismos. La técnica que aplicaba para escoger los ministros. Rotaba la camarilla en los ministerios o les cambiaba el nombre a las responsabilidades. Maduro fue el que se mantuvo más tiempo al frente del mismo ministerio, el de Relaciones Exteriores. Tenía todas las cualidades para el cargo: obediente, no deliberante y sin pruritos morales ni éticos, aceptaba sin remilgos la “razón de Estado” para lo que fuera.
Su papel más importante como canciller fue manejarle a Manuel Zelaya, presidente destituido de Honduras desde la frontera nicaragüense hasta una población hondureña a pocos kilómetros. Un viaje ida por vuelta. Zelaya no recobró el poder, pero mantiene los 10.000 dólares mensuales y el avión privado que Petrocaribe puso a su orden por orden de Chávez.
Chávez después de los sucesos de febrero de 2002, con su renuncia y vuelta al poder, montó una mesa de diálogo con un sector de la oposición, que, contrario a lo que habría sido una comisión de la verdad, lo atornilló en el poder. Con el expresidente colombiano César Gaviria, entonces secretario general de la OEA como mediador, el diálogo de más de un año le sirvió para ganar tiempo y posponer la celebración de un referéndum revocatorio.
Jorge Rodríguez, que entonces se presentaba como independiente y no como chavista de uña en el rabo, estaba al frente del Consejo Nacional Electoral, montó el “voto automatizado”. Los resultados fueron favorables para el régimen. Jorge Rodríguez negó que hubiera fraude y fue premiado con la vicepresidencia ejecutiva de la República. Quedó clarito que no era tan inocente como aparentaba ni tan independiente como juraba. Tenía el corazón rojo rojito.
El impacto político de tan importante descubrimiento, y abierta violación de la ley, quedó opacado por las denuncias de corrupción en la adquisición de las máquinas de votar y la estadia de Rodríguez en un lujosísimo SPA de Florida subvencionada por la empresa que le vendió el software, el hardware y sus aditivos especiales, como la biometría y otras peticiones menos técnicas del cliente.
Por mucho tiempo, Rodríguez fue el zar de las elecciones, pero le gustaba más la administración de la Alcaldía de Libertador, la más grande y desordenada de Venezuela. Ahí reinó nueves años. En 2017 se incorporó al gobierno de Nicolás Maduro como vicepresidente sectorial de Comunicación, Cultura y Turismo y ministro del Poder Popular para la Comunicación y la Información.
A comienzos de marzo, Jorge Rodríguez fue presentado por VTV, el canal matriz del oficialismo, como el jefe de la mesa de diálogo entre el régimen y el supuesto sector de la oposición que participó en las elecciones írritas de 2018. Al finalizar una reunión en el Palacio de Miraflores entre Nicolás Maduro, la esposa Cilia Flores, Aristóbulo Istúriz y Héctor Rodríguez, Jorge Rodríguez se dirigió a los integrantes de la Asamblea Nacional. Les manifestó la necesidad de acelerar el nombramiento de los nuevos directivos del Consejo Nacional Electoral y convocar cuanto antes las elecciones legislativas que en plena vigencia de la Constitución deberían realizarse el 6 de diciembre.
En un afán de “regresar a la normalidad” un grupo significativo de diputados elegidos en las listas opositoras se han mostrado ganados para escoger las nuevas autoridades electorales. Extraño. Habrían tenido que hacerlo en 2015, tan pronto se instaló el nuevo Parlamento y no ahora cuando le quedan meses de vida y los comicios están a la vuelta de la esquina.
Pese a que Juan Guaidó, el presidente interino, ha repetido que no se pueden hacer elecciones hasta que cese la usurpación de Nicolás Maduro y su camarilla y que todos los actos de la asamblea constituyente, del Ejecutivo, el fiscal general, la contraloría y de la Corte Suprema de Justicia son írritos y violadores de los fundamentos constitucionales, no han faltado quienes insistan en votar sin garantías y que solo cambie la directiva del CNE.
Todo iba bien encaminado por ese sector inefable para convencer a la población, al pueblo, la necesidad de escoger la nueva Asamblea Nacional. Un diputado de la oposición y otro del régimen estaban dedicados a la escogencia de los candidatos. Era el acuerdo debajo de la mesa después de que un grupo importante de diputados oficialistas se reincorpora a sus curules, a la Asamblea que ellos y sus secuaces en los poderes usurpados habían declarado en “desacato”, un formulismo inexistente.
El cambio que busca Venezuela
Después del anuncio del Departamento de Justicia de los Estados Unidos que entregará 15 millones como recompensa a quien informe del paradero o capture a Nicolás Maduro y otros 14 integrantes de su equipo por «lavado de dinero, narcotráfico y constituir una amenaza a la seguridad de Estados Unidos», se han multiplicado los llamados al diálogo y a resolver las diferencias por las buenas, en la mesa de diálogo. Obvio.
El diálogo es la salida que escogen siempre las tiranías para ganar tiempo. Es una especie de tregua, de taima, la palabra que utilizan los niños venezolanos en sus juegos para pedir una pausa y a la que acude el enriquecido ex vicepresidente y ex ministro Elías Jaua para que el país unido enfrente la crisis, “la amenaza externa”.
Los venezolanos saben que la solución es más simple. Sin diálogos ni mesas de conversación en República Dominicana, Noruega, Barbados y el olvidado Cutisiapón, en donde después de llegar a un acuerdo y de muchos dimes y diretes se levantaban de la mesa y todo quedaba igual, pero con la represión más fuerte, las torturas más despiadadas y más inclemente la persecución a los diputados y a los dirigentes sociales, con opositores lanzados desde el piso nueve del Sebin y secuestrados por los cuerpos de seguridad como Juan Requesen. Son incontables e imperdonable los casos, pero sí es una verdad que el blablá blá no es el camino para salir del infierno que construyó el chavismo.
Hay una opción que no necesita mediadores que cobran en minas de oro, ni debates en Miraflores con Jorge Rodríguez como jefe ni comedias a medianoche. La opción es clara, económica y sencilla: la renuncia de Nicolás Maduro Moros y su camarilla, los causantes de la quiebra económica, social y moral de Venezuela.
Mintieron desde el principio. Nunca les preocupó el bienestar del pueblo venezolano ni el progreso del país. Su afán era enriquecerse y lo lograron a costa demoler las instituciones, destruir la maquinaria productiva y de acabar con la salud y la esperanza de ricos y pobres por igual. El diálogo no los salvará ni Venezuela los perdona.
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"Un diálogo con jefe tiene poco de diálogo y mucho de imposición" | Diálogos, treguas y renuncias Por: @ramonhernandezg https://t.co/h1Dk6Kmxdk
— Cambio 16 (@Cambio16) March 30, 2020
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