Por Manuel Domínguez Moreno
Desde la antigüedad clásica se ha entendido la libertad como el bien más preciado del hombre, no por el valor que tiene en sí misma sino por lo que con ella se consigue. La libertad como valor intrínseco a la condición humana: sin ella el hombre no es hombre. La historia de la humanidad es la historia de la lucha por la libertad.
Con la democracia se potencia la libertad de información y la libertad de prensa, no sólo como vehículo para canalizar la libertad de expresión sino como un poder (el cuarto poder) que actúa como garante de la democracia y del resto de las libertades y que ejerce un control sobre los tres poderes clásicos (ejecutivo, legislativo y judicial).
Como derecho fundamental, el único límite de la libertad de información debería ser la verdad. Hasta tal punto está por encima de otros derechos fundamentales que cuando entra en colisión con ellos, por ejemplo con el derecho al honor, prima la libertad de información bajo el principio de la verdad. Exceptio veritatis (a excepción de la verdad).
La concentración de medios de comunicación en grandes grupos mediáticos supone en muchos casos un límite a la libertad y un poder fáctico paralelo que se vende al mejor postor y que se corrompe y corrompe. La libertad de información molesta siempre al poder igual que la verdad molesta a la mentira y la manipulación. Mientras exista una prensa libre hay garantías de libertad e independencia.
En un mundo globalizado en el que las tecnologías son sinónimo de poder y los medios de comunicación están al servicio de las dictaduras públicas y privadas, el auténtico compromiso ético con la libertad y el periodismo consiste en denunciar los atropellos contra la libertad y la manipulación de la verdad, así como la corrupción del poder, de la Administración pública y las multinacionales que actúan en nombre del capital y el neoliberalismo, abocándonos a una crisis que ha hecho estallar la burbuja financiera. Peor aún la gran crisis de los valores humanos que como consecuencia evidencia, desde hace tiempo, el desprecio a los valores éticos y los derechos fundamentales del hombre.
Desde hace muchos años, vengo analizando profundamente los efectos nocivos de la globalización y he definido lo que he dado en llamar el Sexto Continente, un espacio teórico sin fronteras ni aduanas en el que están condenados a vivir todos aquellos seres humanos que son considerados ilegales en un mundo en el que sólo el dinero puede moverse libremente. Confiemos en que la actual crisis económica y financiera sea la antesala de una profunda transformación social, de un cambio radical impulsado por la revolución de las conciencias.
Como entiendo que otro mundo es posible, más libre, más independiente, en el que ningún ser humano sea considerado mejor que otro, más igualitario y más justo, que propicie otro modelo de convivencia y de crecimiento, un desarrollo que garantice las sostenibilidad y los recursos naturales evitando el despilfarro, el cambio climático y el petropoder, con fuentes alternativas de energía y protegiendo la riqueza medioambiental, el compromiso ético que asumo es por la dignidad y felicidad de todos los seres humanos, por su libertad y su bienestar, por la globalización del gasto social, de la cultura, de la educación, de la sanidad, de la vivienda, de la igualdad de oportunidades.
Las armas para hacer posible el cambio y el nuevo orden internacional no pueden ser otros que el compromiso ético con las libertades (y, por supuesto, con la libertad de prensa e información), la transparencia democrática, la lucha contra la corrupción, el rendir cuentas de la gestión pública, la denuncia constante de los abusos de poder, la lucha contra la pobreza, un reparto más equitativo de la riqueza, la solidaridad, la tolerancia, el diálogo, el pacto, el consenso y un compromiso permanente en la conciencia de que otro mundo es posible.
Este compromiso ético se tiene que concretar en estos momentos en la exigencia de una reforma constitucional acorde con estos supuestos que acabo de enumerar, en la línea de otras reformas en vanguardia del cambio, con unas generaciones mejor preparadas, capaces de asumir sus señas de identidad, su cultura y una capacidad creativa que transforme las estructuras sociales, porque en las actuales circunstancias, cuando el periodismo se enfrenta a la peor crisis de su historia, inmerso en un descrédito solo equiparable al que azota a la clase política, víctima asimismo de la corrupción y la falta absoluta de credibilidad, manipulador y servil hasta la náusea, es preciso hacer frente al deterioro y a sus consecuencias indeseables recuperando la irrenunciable tarea de ejercer la vigilancia del poder y denunciar los abusos allí donde se produzcan.
Los periodistas, a fuerza de renunciar a ser lo que somos, lo que siempre hemos sido, nos hemos acostumbrado a la falta de medios, a la precariedad, a los sueldos del hambre, al conformismo, a no formular preguntas y a admitir cualquier consigna como respuesta, a mirar para otro lado y a tragarnos sapos como si tal cosa. Arrodillados ante este poder ilegítimo, traficamos con la información como si fuese una mercancía que se puede comprar y vender y de este trapicheo surge la más repugnante propaganda que suena a adulación vergonzosa en boca del último vocero, todos aquellos que dando codazos y pisotones se ha abierto un hueco en el banquete donde los mercaderes celebran el indigno festín del triunfo de la apariencia y la manipulación sobre la verdad.
La tibieza y las medias tintas se alían con la mediocridad y el poder abre y cierra el grifo de la financiación premiando a los sumisos y defenestrando a los rebeldes. El editorial se escribe desde el capital, a los postres de una opípara comida, y los directores de muchos de los medios no son sino marionetas, títeres de cachiporra cuya independencia depende de una llamada telefónica en medio de una pesada digestión, entre “vapores” y delirios de grandeza.
Hoy más que nunca hay que ser valientes, llamar a las cosas por su nombre, ejercer el periodismo desde la responsabilidad de quien al amparo de una vocación de servicio público no informa desde la equidistancia y el conformismo sino que permanece atento y levanta la voz cuando el poder se extralimita y cae en la tentación de traspasar las líneas rojas de la democracia.
Estoy convencido de que debemos afrontar con urgencia y determinación una renovación profunda del periodismo, un cambio paradigmático dictado por la reconversión tecnológica y una crisis global que se ha llevado por delante los principios éticos, todos los valores democráticos que sustentaban un poder que se ha erigido en la mejor herramienta de control que tienen los ciudadanos para exigir transparencia en la gestión pública y, en las actuales circunstancias, la mejor garantía de que su representación legítima será respetada por una clase política que se ha distinguido precisamente por todo lo contrario: por despreciar la voluntad soberana de quien le ha concedido libremente su confianza y le otorga credibilidad.
Asistimos con una preocupación no exenta de indignación al burdo intento de desarticular un poder que se ha distinguido históricamente por no arrodillarse ante nada ni ante nadie ni ceder ante ningún tipo de presión, mucho menos la económica, que condiciona la financiación de la empresa periodística y la subsistencia de los profesionales.
Creo sinceramente que, además de llamar a las cosas por su nombre, de desvelar las verdades ocultas y contar las historias que el poder nos quiere hurtar porque nos considera imbéciles y nos gobierna por consignas, además de investigar dónde está la verdad y dónde quieren situarla los enemigos de la libertad, esos mercaderes de la codicia sin límite, hoy más que nunca es preciso educar y formar, apostar por un periodismo reflexivo capaz de generar una opinión pública que se base en la realidad, no en la sociedad virtual que nos transmite la inteligencia artificial, incapaz de sentir la belleza, de estremecerse ante el horror o de emocionarse ante la inocencia.
Andamos huérfanos de ideas, imposibilitados para el pensamiento crítico, parcos en palabras que expresen conceptos abstractos que nacen en la dignidad y la moralidad de quien se siente obligado a mejorar su entorno con la certeza de que otro mundo es posible, de que se pueden hacer las cosas de otra forma, de que hay que tender hacia el equilibrio sostenible y eficiente, de que nuestra vivida merece la pena vivirse de otra manera, con otras perspectivas, sabiendo que hay un futuro.
Ese periodismo que he dado en denominar reflexivo está llamado a sacudir nuestra conciencia y a armar la palabra hasta convertirla en una herramienta que articule además de un idioma un pensamiento, hasta que devenga en un revulsivo que nos sacuda y despierte de una vez de esta pesadilla que parece eterna, conscientes al fin y al cabo de que la historia misma y la libertad nace cuando el mundo, los pueblos y la sociedad se atreve a soñar.
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