Sin educación ambiental, sin enseñar la relación natural y de iguales con los animales, plantas y objetos que nos rodean y comparten el agua y el oxígeno, por nombrar dos, es muy probable que se siga manteniendo la idea de que los humanos son los amos y pueden disponer de los otros seres vivos como le plazca.
Esa concepción de paraíso terrenal en que Dios nos provee de animales y plantas para que nos sirvan de compañía, de alimento o de fuerza de trabajo por nuestra condición privilegiada nos ha traído a estos desiertos, a este planeta recalentado y a una desmesurada pérdida de la diversidad. Cada vez somos menos especies y menos los sitios habitables. Y hay menos comida natural.
Ser más inteligentes [poder hacer cálculos abstractos, determinar el origen y la cura de enfermedades, inventar desde supositorios hasta imágenes en 3D, además de los vuelos espaciales y la fabricación de bombas con las que podríamos destruir la vida sobre el planeta] no nos hace más poderosos, sino que se multiplica nuestra responsabilidad con ese entorno, con las otras especies “inferiores” y las materias inanimadas. La tierra cuenta, la arena cuenta, las piedras cuentan. No son desechables.
La domesticación de la naturaleza
Es recurrente que en el día de la educación ambiental o al repasar los temas relacionados con los ecosistemas a los niños de las ciudades, y por extensión a los del campo, los lleven al jardín botánico, al zoológico o algún parque a observar la naturaleza. Nadie dice que, mutatis mutandi, son campos de concentración multiespecies. Les garantizan techo y comida –sobrevivencia– a costa de la libertad, de la vida natural.
Esa percepción de amos con poder para utilizar a conveniencia el paisaje, las riquezas naturales y las otras especies se sigue enseñando y se sigue practicando. No importa cuántas veces lleven a los niños a los jardines botánicos, a los zoológicos y a los museos de historia natural, se echa mano del insecticida ante el más inocente e indefenso insecto y despachamos encantados un buen chuletón sin acordarnos de los ojos amorosos del becerro ni de sus mugidos.
Queremos que la naturaleza sea a nuestra imagen y semejanza, que solo existan los animales que nos son útiles, amistosos o bonitos. Hasta ahí. Con las plantas igual, solo apreciamos las que no dan sombra, nos sirven de alimento o adornan nuestras casas. Hasta ahí, o mucho menos. Todos tenemos amigos y conocidos que al llegar a la nueva casa lo primero que hacen es echarle cemento al jardín y solicitar al ayuntamiento permiso para cortar el árbol de enfrente. Les quita claridad, dicen .
Superiores, pero sin empatía por los otros
La expresión de la “superioridad” humana no se manifiesta solo entre los pecadores que, en su faena orientada a obtener mayor provecho, dañan y se van con las redes llenas. O en las macrogranjas que estabulan a miles de reses sin considerar los purines ni la devastación de la selva amazónica para el cultivo de soya que derivará en pienso. Está ahí mismo, en los podadores de los ayuntamientos que “embellecen” los árboles. En Tenerife y Gran Canaria, por ejemplo, no dejan que los árboles de mango crezcan y den sombra. Todos quieren mangos bajitos. A los imponentes laureles canarios ya no saben qué cortarles. La intención no es que den sombra o sirvan para guarecerse de los chubascos. Los consideran esculturas vegetales para sus caprichos. Hacen cubos o esferas hasta que los secan. Tanto lo cortan que los matan. Quizás pretenden sorprender a los turistas o mantener su puesto de trabajo.
La intención ornamental, por no llamarla manía ni obcecación, ha pretendido que la belleza de la naturaleza se adapte a la estética del cliente. Del manipulador. El observador pretende que los pájaros tengan los colores que le gustan y que su trino sea el que arrulle mejor su oído y no el que excite más a su pareja.
Se pretende que la naturaleza sea un hermoso jardín, hermoso a nuestro gusto. Ponemos todo nuestro empeño en domesticarla, en matar los lobos que se comen a caperucita y a la serpiente que “manipuló” a Eva. ¿Estamos encantados con los infiernos que hemos creado, y no solo con el plástico y los combustibles fósiles? Le tememos a la vida salvaje. Nos aterra la naturaleza en su estado más puro y pretendemos domesticarla hasta acabar con ella. Marte sería el planeta perfecto. Sin vida.