Pertenezco a un pueblo y a una cultura que no se ha resignado a darle la última palabra al dolor y que ha convertido sus pesares en materia de esperanza. El judío confía en una interpretación más y cree que es posible volver a empezar.
Santiago Klovadoff, escritor argentino descendiente de judíos
Se cree que el tiempo lo borra todo y que el espacio que nos separa de los otros no tiene cuerpo, que es un vacío sin nombre. Cuando ocurre una tragedia muy lejos de nosotros, declaramos que lo sentimos, pero no lo vemos ni lo imaginamos. Los gritos de dolor no atormentan nuestra alma, no lo padecemos, no lo vivimos en carne propia; es apenas cumplido que muestra urbanidad.
Ocurre igual con el tiempo. Mientras más trabaja el reloj y cae el almanaque, más indiferente se nos hace la pena del otro o de los otros, como si el dios Cronos de una manera mágica se convirtiera en el gran maestro y artífice del olvido.
La humanidad es una sola que vive y una sola que muere
¡Señores, les digo que no! La humanidad es una, que sufre y vive, sangra y padece como un solo ser, al igual que Cristo, y como cada mortal que, por efectos de la violencia y la sinrazón muere en Sudán, en San Petersburgo, en Ucrania, en Pekín o en Venezuela, en las selvas del Darién o en los terroríficos calabozos donde se practica la tortura y se sodomiza la vida.
Nadie es para siempre, todos mortales somos. No es solo la vida de un hombre. Es la vida de todos los hombres. Es también, y con más razón y sobre todo, la muerte de un hombre, la muerte de todos los hombres, y es esa la verdadera enseñanza cristiana. Sobre todo, si son recién nacidos, jóvenes, mujeres y ancianos, inocentes de todo pasado, ausentes de todo morbo cebado en el odio y la fanática locura.
La sangre es igual en todos los humanos, su olor el mismo y solo los matices de púrpura la distinguen, sin importar origen ni condición religiosa. Toda sangre derramada ofende, por sobre todas las cosas, la condición civilizada.
Porque el alma aquilatada de cada uno tiene el mismo peso en la balanza de los dioses y solo la hace distinta y meritoria la calidad del bien que prodigue y la cantidad de amor que al prójimo dispense.
Porque todo suelo que visite la muerte es tierra sagrada y toda grandeza humana fruto de esas muertes será siempre una victoria eterna. No hay espacio ni tiempo que nos separe del peligro, este habita en nosotros en lo que de bárbaros no hemos podido domesticar y en lo que de irracionales no ha podido vencer el amor.
Porque toda violencia disminuye y empobrece la humana condición y exacerba como nunca –en tiempos de crisis y transición civilizatoria– la anarquía, el oportunismo de los ignaros, las veleidades de los aventureros y las aberraciones de los degenerados.
La barbarie que busca venganza se transforma en causa perdida y vergonzosa miseria del espíritu. Al igual que todo el que atenta contra la paz y la vida también conspira contra las palabras del profeta de quienes promueven la violencia y la muerte.
Todo bálsamo es insuficiente al dolor cuando llega la muerte. Toda palabra de condolencia suena necia al oído del que la percibe. Toda oración insuficiente, entrecortada y muda. Todo gesto vacío. Todo consuelo bufo.
El único antídoto para curar dolores del alma es el silencio y la soledad y allá bien lejos, cuando el caudal de las lágrimas cese, el eco del canto del poeta que también llora, al igual que Paul Celan en la memoria, el del maestro Jorge Luis Borges que nos recita.
A Israel
Temí que en Israel acecharía / con dulzura insidiosa / la nostalgia que las diásporas seculares / acumularon como un triste tesoro / en las ciudades del infiel, en las juderías, / en los ocasos de la estepa, en los sueños, / las nostalgias de aquellos que te anhelaron, / Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia.
¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
sino esa voluntad de salvar,
entre las inconstantes formas del tiempo,
tu viejo libro mágico, tus liturgias,
tu soledad con Dios?
No así, la más antigua de las naciones
es también la más joven.
No has tentado a los hombres con jardines,
con el oro y su tedio
sino con el rigor, tierra última.
Israel, les ha dicho sin palabras: olvidarás quién eres.
Olvidarás al otro que dejaste.
Olvidarás quien fuiste en las tierras
que te dieron sus tardes y sus mañanas
y a las que no darás tu nostalgia.
Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso
Serás un israelí, serás un soldado.
Edificarás la patria con ciénagas; la levantarás con desiertos.
Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
Una sola cosa te prometemos:
tu puesto en la batalla.
En nombre de un hombre que se obstina en ser inmortal y que ahora ha vuelto a su batalla, a la violenta luz de la victoria, hermoso como un león al mediodía.
Estados Unidos, Inglaterra e Israel no pueden bajar jamás la guardia, como pilares fundamentales del mundo libre, de ellas principalmente depende la vigencia de la democracia, la convivencia civilizada entre los seres humanos y el futuro de las nuevas generaciones.
El presidente elegido más joven que ha tenido Estados Unidos de América, John F. Kennedy, dijo solemnemente en una ocasión:
Israel perdurará y florecerá. Es el hijo de la esperanza y el hogar de los valientes. No puede ser roto por la adversidad ni desmoralizado por el éxito. Lleva el escudo de la democracia y la espada de la libertad.