Luego de algunos avances entre los años 2011 y 2015, desde 2016 viene creciendo el hambre en el mundo. La desaceleración de la economía global, que reduce la oferta de empleos, castiga los salarios y precariza el trabajo; el aumento de las desigualdades; y los ataques –cada vez insidiosos y dañinos– de la crisis climática están entre las principales causas del empeoramiento de las cosas. Sus resultados son simplemente alarmantes: los pobres del mundo se están empobreciendo todavía más.
En 2018, de acuerdo con cifras presentadas por la Unión Europea, la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) y el Programa Mundial de Alimentos, en el mundo 821,6 millones de personas viven en condiciones de hambre. De ese total, alrededor de 113 millones, distribuidos en 53 países, está en situación de hambre extrema: pueden morir de inanición o por enfermedades derivadas de la falta de alimentos. A ellos hay que añadir otros 143 millones que están a un paso de ingresar en la categoría de hambre extrema. Son personas calificadas en lo que se conoce como Fase 2: en riesgo inminente de caer en situación de hambre extrema.
Los esfuerzos por reducir esta cantidad de personas amenazadas no están dando los resultados que se esperaban. El informe usa la categoría de “inseguridad alimentaria aguda”. Describe una realidad terrible y dolorosa: la incapacidad –imposibilidad– de consumir los alimentos mínimos necesarios para mantenerse con vida. En muchos casos, las situaciones de hambre son secuelas directas del cambio climático: los cultivos, muchos de ellos pequeños sembradíos de subsistencia, han sido arrasados por la sequía prolongada o por inundaciones que lo han destruido todo a su paso. Las consecuencias de la crisis climática no son especulaciones o un riesgo a futuro: son realidades que están acabando –ahora mismo y en todos los continentes– con vidas humanas y animales, con viviendas, con infraestructuras productivas y con los bienes de familias y con comunidades rurales.
Un posible mapa del hambre muestra una concentración en África, Asia y en América Latina. Algunos de los países más afectados son Siria, Yemen, Nigeria, Sudán del Sur, Afganistán, Etiopía, Nigeria, República Democrática del Congo y Sudán. La mitad de los afectados están en África, distribuidos en 33 países. En la mayoría de estos países las causas remiten a 3 factores principales: los conflictos armados de distinta índole, la crisis climática y los desastres naturales. En algunos casos se suma la debacle de origen económico, como los casos conocidos de Zimbabue y Burundi.
En América Latina, la situación es grave en las 4 naciones de Centroamérica pertenecientes al llamado “corredor seco”: Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua. La prolongada sequía los ha dejado sin alimentos. En estos 4 países, 4,2 millones de personas sobreviven en condiciones de hambre extrema (lo que deriva en los recurrentes episodios de caravanas de migrantes que huyen a México y Estados Unidos).
Otros 5,2 millones, en toda la región, forman parte de la mencionada Fase 2. El informe señala que, aproximadamente, 400.000 refugiados y migrantes venezolanos están en peligro inminente. Las noticias que llegan de Perú, Ecuador, Colombia y otros países lo ratifican: hay miles de venezolanos viviendo en condiciones de gravísima precariedad. Como es predecible, el documento señala que no hay cifras oficiales que permitan conocer hasta dónde el hambre ha socavado las bases de la sociedad.
Con las invalorables contribuciones de universidades, organizaciones no gubernamentales y expertos independientes, la ONU ha logrado establecer que 9,3 millones de personas están en riesgo alimentario, es decir, pasan hambre o están subalimentadas. Esto ubica a Venezuela como el cuarto país del mundo en el ranking del hambre planetaria. La subalimentación, que rondaba casi 7% de la población en el año 2014, subió a casi 22% en 2018. En el caso venezolano, la hiperinflación, que es una variable totalmente fuera de control (he leído estimaciones que hablan de 11.000.000%), ha diseminado el hambre, incluso entre sectores que, históricamente, calificaban como clase media.
Así estaban las cosas, cuando se ha producido la irrupción de la pandemia de la COVID-19, cuyo coletazo económico probablemente ni siquiera es posible prever. La estimación que ha hecho la Cepal, de que el PIB caerá 5,3% en América Latina, podría quedarse corta. Significa que el hambre podría duplicarse o triplicarse en América Latina, y que encontrará, otra vez, a los más vulnerables, con menos recursos para afrontar el cierre de empresas, la destrucción de empleo y la disminución de las ayudas gubernamentales. Hemos ingresado en una especie de cataclismo económico, cuya dimensión y alcance tendrá un alto costo humano, y una recuperación muy lenta.
Como lo afirmo en el título de este artículo: al coronavirus le seguirá una epidemia de hambre. La ONU estima que se duplicará el hambre en 2020 (han proyectado la cifra de 265 millones de personas). En los países de economías destruidas, como el caso de Venezuela, las cosas podrían adquirir una gravedad fuera de toda proporción.
A lo largo de la semana pasada, en Venezuela abundaron las protestas y los saqueos. Más de un tercio de la población está padeciendo una situación alimentaria que empeora hora tras hora. Por eso, está en marcha un gigantesco plan represivo que consiste en aplastar cada manifestación. La pregunta que muchos se hacen es si el inminente desbordamiento del hambre podrá ser contenido con gases lacrimógenos y balas.