La reforma de la Ley del Impuesto sobre la Renta fue la excusa para convertir a Colombia en un polvorín y se difundiera por el mundo la idea de que vivía una insurrección generalizada. Los destrozos no solo alcanzaron la propiedad particular, el comercio y los bienes públicos, sino que sin tener datos exactos calculan más de 47 muertos, por encima de un millar de heridos y otros tantos detenidos. La calle se inflamó de violencia, arbitrariedad e intransigencia. De deconstrucción.
Hay molestia y desazón por los problemas sociales y económicos. Ahora profundizados por los bloqueos y la sinrazón. Existen motivos para la protesta, pero no para tanta intemperancia y obcecación. La protesta no la originó el drama sanitario derivado de la pandemia de la COVID-19, ni el flujo desmedido de refugiados venezolanos ni el recrudecimiento de la inestabilidad que fustigan la guerrilla y el narcotráfico. Tampoco la propuesta de reforma tributaria. No, ahí no está el origen. Esa fue apenas la chispa. El incendio se ha propagado y parece haber llegado a lo que teóricamente se conoce como el “dilema de Schelling”. Si el Estado reprime demasiado, la gente se levanta; y si no la reprime, lo desbordan las exigencias crecientes de la gente.
La situación económica y social de Colombia se ha deteriorado en barrena con la pandemia. No ha habido manera de detenerla. Ha ocurrido igual en todos los países, a excepción de China, donde apareció el coronavirus SARS-CoV-2. La pandemia no solo ha causado 3.750.028 de muertes y ha enfermado 173.909.210 personas, también ha desbarrancado la economía. Volvió polvo las cadenas de abastecimiento. Colombia no ha sido un caso especial, ni el país suramericano más afectado por la crisis sanitaria.
Duque hizo un intento de reanimar la economía, de recuperar los fondos públicos, pero a destiempo y con la herramienta equivocada: la subida de impuestos. Incendió la pradera y las llamas no ceden. Habrá mucho menos pan y habrá que buscar arados y bueyes. No ha sido Colombia el único Estado que ha intentado meter la mano en el bolsillo del contribuyente para enderezar los presupuestos. Es la propuesta de Sánchez, a pesar de los fondos europeos para la recuperación que recibirá España. Los grupos ibéricos más radicales, hasta ahora, no han rechazado el aumento impositivo. Creen que solo pechará a los muy ricos.
Con el parón de la pandemia y el hueco fiscal, el ministro Alberto Carrasquilla consideró insostenible el déficit. Le parecía inevitable que Colombia entrara en el ciclo de aumento de la deuda exterior, inflación, devaluación y fuga de capitales. Es lo que ocurre en tiempos normales. El gobierno de Iván Duque, ortodoxo y previsivo, presentó al Parlamento su proyecto de “solidaridad sostenible”. El eufemismo que encontraron para denominar una reforma tributaria que afectaba sobre todo los bolsillos de los que suponen que son los otros los que deben pagar impuestos. Todos chillaron. Ni los favorecidos con la prórroga de los subsidios sociales mostraron su apoyo a la medida. “Necesitamos fondos para seguir ayudando a los más afectados por la crisis que desbordó la pandemia”, argumentaba el gobierno.
Pero hay reclamos que son justos, pero no para incendiar el país. El economista Salomón Kalmanovitz dice que el gran malestar que se vive en las calles de Colombia se debe a que el gobierno en lugar de eliminar las exenciones que permiten que el sector financiero pagase en 2020, por ejemplo, solo el 1,9 % de sus utilidades de 32.000 millones de dólares, pretendió agobiar a la clase media y a los pobres al aumentar el IVA a 19%.
El gobierno se apresuró a capear una posible crisis y se equivocó. Tanto en relación con la respuesta de la población, que ya se le había alebrestado en 2019, como con las derivaciones del déficit fiscal. No siempre es inflación y crisis cambiaria. Si Carrasquilla le hubiese echado un vistazo al mundo, se habría enterado de que para afrontar la pandemia todos los gobiernos aumentaron el gasto en grandes proporciones. Sin miedo a la inflación, no hay quien compre y sin temor a la fuga de capitales.
La ortodoxia económica no funciona en momentos no ortodoxos, y Carrasquilla y Duque abusaron de la ortodoxia. También cabe otra opción, que trataran de tapar un hueco fiscal anterior al brote del coronavirus por haber duplicado el gasto público. No necesariamente por la atención de la pandemia. Se dice que el Estado colombiano solo le destinó un 2,8% del PIB a la pandemia, mientras que otros llegaron hasta el 24%.
Como en Chile en la emboscada “juvenil” contra los carabineros, los edificios públicos, los locales de comida rápida y las instalaciones del metro, la violencia en Bogota, Barranquilla y Cali ha sido desproporcionada. Desmedida. Sin correspondencia con el rápido retiro, en poco menos de 48 horas, de la propuesta de reforma tributaria y la renuncia de dos ministros: el de Finanzas, por ser el autor del proyecto de reforma, y el de Defensa, que se sintió responsable de la muerte de civiles y policías.
Retirada la propuesta no había razón para seguir quemando buses, destruyendo oficinas bancarias ni cortando calles y avenidas, pero sucedió lo contrario. La victoria, como la denominó Petro, exaltó más los ánimos. Había que tomar el cielo por asalto. “Se retiró la propuesta de aumentar los impuestos, pero con el fin de reestructurarla y la reestructuración puede ser mucho más peligrosa”, aseguró la líder indígena Aida Quilcué.
El proyecto llevado al Congreso para su discusión no tenía la aprobación garantizada. Sin embargo, los representantes de la ciudadanía en el principal foro político de la república, los diputados, prefirieron exacerbar la protesta, la insurrección, antes que debatir como obliga la democracia. Echaron mano a las redes sociales para la sinrazón, la violencia y multiplicar el impacto de la pifia gubernamental.
Un proyecto de reforma tributaria por más extemporáneo, inconveniente e injusto que sea no justifica el gran descalabro que vive Colombia desde el 28 de abril. Ha causado la ruina de los productores y comerciantes más vulnerables. Y peor, el desempleo para los asalariados más indefensos. Los que salen a buscar qué cenar para no acostarse otra vez con el estómago vacío y sin esperanzas
Mientras más profundos y complejos son los problemas, más calma se necesita en la búsqueda de soluciones. La exasperación los agrava y multiplica. La “equivocación tributaria” de Duque se utilizó como disparador del descontento general. La inconformidad colectiva para fomentar el caos, siempre útil para demoler la democracia y arrebatarle la libertad a los ciudadanos.
Ha sido una miserable manipulación de las masas, de las redes sociales y de los medios de comunicación. Los deconstructores son diestros en fomentar desórdenes. Los entrenaron en movilización callejera. Lo cursos que imparten en Cuba desde comienzos de los años sesenta. Un adiestramiento para destruir y destrozar. En los vídeos, las fotos, los testimonios y la realidad son dos o tres los que rompen las vidrieras, les prenden fuego a los vehículos policiales y destruyen los cajeros automáticos de los bancos. Los otros vienen atrás. A saquear, llevarse un par de zapatos, una botella de ron o un televisor.
La “deconstrucción” de los neo posmarxistas. El desguace de la normalidad, la devastación de la vida cotidiana. No hay transporte, se detienen las escuelas, se cierra el comercio y la comida desaparece. Impera el temor-terror. Y la represión no detiene la protesta, la solivianta, le rocía gasolina. El dilema de Thomas C. Schelling.
Con el primer muerto, siempre de manera poco clara y señalando a la policía de asesina, la arenga deja de enfocarse en la reforma tributaria. Se denuncian los abusos policiales, los excesos en el uso de la fuerza, el juvenicidio. Al voltear la esquina, cambia la consigna, el lema. Luchan para eliminar la pobreza, la desigualdad social, el caos sanitario, la carestía de la vida, la injusta distribución de la riqueza y, atención, el incumplimiento del acuerdo de paz firmado en 2016 con los jefes de las guerrillas FARC-EP apenas pasan unas pocas horas. Sobre todo para que «el Estado no nos siga matando».
El objetivo inmediato desprestigiar las fuerzas encargadas de contener el vandalismo. Impedirles que las ciudades vuelvan a la normalidad. Al orden. Como en el resto del mundo con “insurrecciones” similares, sea la Portland en Estados Unidos o Santiago en Chile, los uniformados –no solo los policías, también los bomberos, los soldados y hasta los enfermeros– son señalados como perversos represores y hasta abusadores sexuales. Los enemigos.
Lo esencial es desestabilizar, crear desconfianza, miedo, inseguridad, derraparle la vida a la población en general. Y todos saben que la protesta y su expansión no la originó el índice de pobreza, ni la conducta impropia de la policía ni sus recurrentes abusos. No. Es obra de desestabilizadores profesionales, de alborotadores que se han propuesto la deconstrucción de la democracia, del sistema de libertades.
Si la causa de tan desbocada protesta fuese la represión policial, el hambre desbordada, el colapso de los servicios públicos, la ineptitud del gobierno, la desigualdad social y la infinidad de problemas estructurales que enumeran medios como The New York Times y El País, toda Latinoamérica sería un gran incendio. Especialmente en Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde esos problemas son más hondos y desconsoladores y peores los abusos de los cuerpos de seguridad.
El embajador de Colombia en España, Luis Guillermo Plata, habló del vandalismo que se oculta detrás de un “descontento legítimo”. Quizás sobró el calificativo o quizás temió pronunciar la palabra justa. Bastaba con descontento, habrá que determinar cuán legítimo es quemar 80 autobuses que sirven a toda la población. Sobre todo, cuando las protestas estallan mientras el país afrontaba el tercer pico de la pandemia de la COVID-19 y con las marchas se multiplicaba el número de contagiados.
Tan pronto comenzaron las protestas los medios le adosaron a la reforma tributaria el calificativo “impopular”. En pocos países las reformas tributarias son populares, solo en Suecia los ciudadanos manifiestan su deseo de pagar más impuestos para que mejoren los servicios públicos. En América Latina indisposición hacia los tributos llegó con los primeros conquistadores.
Después de que el presidente Duque retiró la propuesta tributaria, las protestas y marchas se sustentaban en la brutalidad policial. En especial, en Bogotá y Cali. La algarabía y la rabia plenaron la calle al propagarse una cifra terrible, pero no sustentada: 24 fallecidos y 800 heridos. Y la manipulación que empezó el primer día empeoró cuando los “defensores” de derechos humanos denunciaron numerosos abusos policiales y estimaron una cifra más elevada de muertos. Cálculos al ojo por ciento. De los 24 fallecidos, la Fiscalía determinó que solo 11 estaban relacionados con los disturbios. Hace rato que había dejado de ser protestas y se hablaba de levantamiento popular. Insurrección.
Las manifestaciones que empezaron el 28 de abril las convocaron sindicatos con el apoyo de estudiantes y organizaciones de izquierda. Al reclamo por el abuso policial le van sumando otras peticiones. Soluciones a la crisis económica derivada de la pandemia de COVID-19 y desechar la reforma del sistema de salud que cursa en el Congreso. Hasta piden el cumplimiento de deudas históricas con las poblaciones más vulnerables: los pueblos indígenas y los afrodescendientes. Las marchas se multiplican en número y en participantes, también los bloqueos de las principales carreteras país que devienen en más desabastecimiento de alimentos y en el retraso en la distribución de las vacunas. Ya no basta que cese la represión. No cesan los daños a estaciones de policías, peajes y oficinas públicas, tampoco los saqueos.
Andrés Macías, docente de la Universidad del Externado, declaró a la prensa internacional que las manifestaciones eran contra el asesinato de líderes sociales, la corrupción, la desigualdad y el cumplimiento del acuerdo de paz firmado entre el gobierno y la desaparecida guerrilla las FARC en 2016. Sin embargo, Macías no informó qué estudio lo llevó a esa conclusión ni que hechos tomó en cuenta. El mal periodista repite lo que escucha, los otros repreguntan.
Hasta entonces la comunidad internacional no se había manifestado, pero tan pronto como se retiró la propuesta tributaria Martha Hurtado, portavoz de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, manifestó que en Nueva York estaban “profundamente alarmados”. Dijo que habían recibido información de que en Cali la “policía abrió fuego contra los manifestantes que protestaban, matando e hiriendo a varias personas”. No esperaron confirmar la información, le echaron leña al fuego de manera irresponsable. Después se lavaron las manos de su mal manejo de la situación demandando directamente a Duque: “Respete los derechos humanos y garantice el derecho a la protesta”.
El 5 de mayo, la Defensoría del Pueblo de Colombia, la entidad encargada de velar por los derechos humanos, informó que había 89 personas desaparecidas y 24 fallecidas en el marco de las protestas. Once fallecimientos los ligan con la protesta y se señala como responsables a miembros de la policía, mientras que siete están en “verificación” y nueve no tienen relación alguna con las movilizaciones.
En ese momento empieza a ganar espacio en los medios una organización no gubernamental denominada Temblores, que dice ocuparse de documentar los abusos policiales. Su primer parte “de guerra” habla de 31 muertos, 1.443 casos de violencia policial y 10 probables casos de abuso sexual. El día anterior, en Bogotá, los manifestantes “intentaron quemar vivos” a 10 policías, pero Temblores no reportó nada al respecto. Son más de 600 los policías heridos en 40 días de protesta.
Desde Washington DC, José Miguel Vivanco, el director para las Américas de Human Rights Watch, exhortó al gobierno de Colombia a limitar las fuerzas militares en el control de disturbios. “Los soldados son entrenados para el conflicto armado, no para la seguridad ciudadana”, advirtió. La página web de HRW publicó el 9 de junio un titular que parece salido de los desestabilizadores: “Brutalidad policial contra manifestantes, urge una reforma policial para prevenir futuros abusos”.
Pero hay más. El texto informa que Human Rights Watch obtuvo evidencias creíbles que indican que la policía mató al menos a 16 manifestantes o transeúntes con municiones letales disparadas con armas de fuego. «En la gran mayoría de estos casos, las víctimas tenían heridas de bala en órganos vitales, como el tórax o la cabeza, lo cual, según aseguraron autoridades judiciales a Human Rights Watch, es consistente con que hubiese la intención de matar. Al menos una víctima murió por golpizas y otras tres por uso indebido o excesivo de gases lacrimógenos”, especificó entre un mar de dudas. En el momento de la publicación no había disturbios en Colombia. Se mantenía el paro, pero sin bloqueos de calles y carretera.
La primera respuesta de Duque ante los desórdenes callejeros también fue ortodoxa. Convocó un diálogo con la ciudadanía y los sectores políticos y económicos. Era lo que también le pedían no pocos gobiernos, de América y Europa. El 5 de mayo fue la primera jornada de conversaciones con los presidentes de las altas cortes, del Congreso y algunos gremios. No participaron los organizadores de las protestas, que seguían tan vivas y como destructivas.
Mientras, los diarios de izquierda no solo operaban como altavoces. También proponían estrategias y azuzan a los participantes a “endurecer la lucha”. La corresponsal de Izquierda Diario, órgano de la plataforma argentina Corriente Revolucionaria de Trabajadores, acusó al gobierno de Duque de cometer “juvenicidio”. Al tiempo que ponderaba “las combativas marchas de los jóvenes, sus consignas, sus formas de organización y politización contra el gobierno”.
La misma periodista señala que siguen ocurriendo desapariciones y que “comienzan a descubrirse fosas comunes”. En este punto no da más detalles, solo que hay distintas versiones. Una es de la organización Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, que dice haber tenido “conocimiento de operaciones de grupos de civiles armados protegidos por policiales que habrían instalado en el barrio Ciudad Jardín una casa donde desmiembran a las personas con el objetivo de desaparecerlas”.
Frente a la tenebrosa campaña de desinformación, que desvela una insurrección política con apoyo internacional, la respuesta de Duque fue tímida. Dijo que las protestas estaban infiltradas por grupos al margen de la ley. Lo más fuerte, y más cercano a la realidad, que declaró fue que la intensidad de los daños y destrozos indicaban que se trataba de “terrorismo de baja intensidad”. Pocos le prestaron atención. En los medios nacionales e internacionales prevalecieron las declaraciones de los los organizadores de las manifestaciones que aseguraban que “la fuerza pública se excede con los manifestantes y el gobierno estigmatiza la protesta”.
En Cali, la ciudad que ha registrado las manifestaciones más fuertes y destructivas, la Defensoría del Pueblo reportó 17 fallecidos en los enfrentamientos con las fuerzas del orden. Pero la violencia no se relaciona con las múltiples organizaciones antisistema que agrupan a indígenas, afrodescendientes, campesinos y jóvenes, sino a una “acumulación histórica de descontento social, de rabia y rebeldía”. Lo declaró Rosembert Ariza, sociólogo y docente de la Universidad Nacional de Colombia, a la agencia de noticias AP. Tampoco hubo repregunta sobre cómo llegó a esa conclusión tan definitiva y lapidaria.
Todavía hay analistas, supuestos expertos, que relacionan las insurrecciones, las conspiraciones y hasta los golpes de Estado con el monto del PIB y el déficit fiscal. Lamentablemente, las encuestas de popularidad están más asociadas al derrocamiento de gobiernos que las cifras macroeconómicas. La caída del PIB no tumba gobiernos, si así fuera a Nicolás Maduro, que ha batido todos los racords mundiales de déficit fiscal e hiperinflación, lo habrían tumbado hace mucho tiempo.
En este sentido, el gobierno de Iván Duque asegura que no recortará el gasto. Al contrario, se plantea incrementarlo volviendo permanentes algunas de las medidas de asistencia social que con carácter extraordinario se adoptaron con la pandemia (por ejemplo, el “ingreso solidario”, una especie de renta mínima de inserción que pretendía estabilizar la situación económica de las familias más pobres durante la crisis y Duque quiere convertir en permanente).
La subida impositiva que planteó el ministro Alberto Carrasquilla equivalía al 2% del PIB. Obviamente, una reforma fiscal de este calibre no puede afectar solo “a los más ricos”, sino también a las clases medias o medias-altas. No hay tanto que rascar de los superricos colombianos. El rejonazo tributario inicial consistía en incrementar el IRPF a los contribuyentes con ingresos superiores a 660 dólares mensuales (aproximadamente el salario medio del país, lo que en España supondría subírselo a todos los que ganen más de 1.800 euros mensuales), así como establecer un IVA del 19% a servicios como el agua, la luz y el gas, a los servicios funerarios y a los aparatos electrónicos.
Ocurrió lo único que se podía esperar. La clase media no aceptó la subida impositiva y salió a la calle no a reclamar recortes en el gasto público, sino que los impuestos los pagaran solo los ricos. La misma irrealidad en la que arraigó el 15-M y Podemos a partir de 2012.
La ignorancia es audaz, no importa cuántos títulos universitarios se exhiban y cuantos diplomas tapicen el despacho. Un “politólogo” que respalda la causa palestina en su cuenta de Facebook y se dice independiente, escribió en un diario de Murcia que “las razones por las que protestan los colombianos son infinitas: una crisis endémica a nivel económico, político y social que se ha agravado con la pandemia de la COVID-19”.
Pareciera que se refiere más a Cuba, a Venezuela o a Nicaragua que a Colombia. Quizás acababa de ver un documental de los niños de Biafra en los años setenta y se descolocó, o quizás tiene su mirada puesta en Libia, en Siria o en Senegal. Colombia ha sido una gran excepción en América Latina. Tiene 51 millones de habitantes y su producto interno bruto de paridad de poder adquisitivo ocupa el cuarto puesto en América Latina y el puesto 28 a nivel mundial. El PIB nominal colombiano es el cuarto más grande de América Latina y ocupa el puesto 28 en el mundo. Tiene una economía diversificada y es uno de los seis principales mercados emergentes Es miembro de la OCDE, la ONU, la OEA, la Alianza del Pacífico y es el único país Latinoamericano que es socio global de la OTAN.
Si algo demuestra la entereza económica de Colombia es la manera ejemplar como ha recibido los inmigrantes venezolanos y como han sido atendidos. Una experiencia única en el mundo. Sin embargo, el politólogo de Murcia dice que Colombia, por no tener un tejido productivo sólido, muchos de sus nacionales viven al día con los ingresos que obtienen de la economía sumergida”. Lo que conoce en la península ibérica lo proyecta a las riberas del Magdalena y más allá. Luego extrema audacia da otro salto: “Desde el primer día de las manifestaciones se instaló una violación sistemática de los derechos humanos y una espiral de excesos policiales”.
El 12 de mayo, el diario La Vanguardia, que se edita en Barcelona, publicó un cable de la agencia Efe que resalta que la cifra de muertos alcanzaba las 42 persona y agregaba que eran 168 los civiles desaparecidos. La fuente de Efe es Temblores, que sin pruebas ni datos confirmatorios publicó que la policía les había sacado los ojos a 72 jóvenes.
Por otro lado, y sin repercusiones en los medios el Ministerio de Defensa asegura que unos 93 uniformados han sido heridos con armas cortopunzantes. Tampoco se tiene una lista de los supermercados saqueados, los comercios destruidos y los buses públicos incinerados en todo. Se insiste en que las manifestaciones, en su mayoría, han sido pacíficas, pero siempre hay denuncias de abuso policial, que reavivan los reclamos de una reestructuración de la fuerza pública, el desmantelamiento del ESMAD, el Escuadrón Móvil Antidisturbios y la reforma de la ley de policía, que también tiene su debate. Y cada grupo tiene su proyecto en el bolsillo
Las marchas pacíficas, los bloqueos y las alteraciones del orden público empeoraron la situación que se vivía con la pandemia de COVID-19. El desempleo en marzo de 2020 estaba en un 12,6%, pero en febrero de este año ascendió al 15,9%. El director del departamento de estadística, Juan Daniel Oviedo, apuntó que en un año de pandemia cerca de 468.000 personas perdieron el trabajo y que en marzo de 2021 la cifra de desempleados llegó a 3.437.000. Además, un 40% de los colombianos ahora son pobres y un 15% vive en la extrema pobreza.
A la par de los ataques a más de 100 buses y estaciones vandalizadas, el 84% de las empresas vieron su producción y ventas disminuidas en un promedio de 43% por los bloqueos, la ausencia de personal por falta de transporte y la escasez de materia prima. Además, aumentaron los costos logísticos y de almacenamiento. Los cálculos del Ministerio de Hacienda indican las pérdidas asociadas a los bloqueos y los hechos de violencia registrados en el país superan los 10 billones de pesos, aproximadamente unos 2.336 millones de euros.
Lo que resulta más paradójico es que en Colombia, como en Chile, los más violentos en las manifestaciones son miembros de familias que en los últimos años pasaron de la pobreza a la clase media profesional. Ahora, justo cuando tienen más expectativas lo invade la incertidumbre, la desazón y la rabia. No debe extrañar. Desde que no se podía ocultar más el fracaso del marxismo en la construcción de un mundo mejor, la opción que presentaron los intelectuales fue la deconstrucción, que alteraba nominalmente entre constructivismo y posmodernismo, pero de lo que se trataba era de imponer que la verdad era un problema de punto de vista, de coincidencias, de mayorías, y no de demostraciones científicas.
Convirtieron la realidad en un rompecabezas imaginario en el cual cada quien era en sí mismo su verdad, que si no coincidía con el otro no importaba, eran dos verdades que se complementaban, pero explicado con términos inventados para la ocasión o entresacados de la jerga científica, incluida la física y la matemática. La intelectualidad francesa quedó cautivada con Derrida, con Michel Foucault y también ese rinconete de mediocridad que se distingue ella misma como “la izquierda divina”.
Al contrario de lo que se cree, no fue el desprestigiado Comintern del Partido Comunista de la URSS, el encargado de llevar las ideas de la deconstrucción a las mejores universidades de Estados Unidos. La Fundación Ford subvencionó en el Centro de Humanidades de la Universidad Johns Hopkins, en octubre de 1966, una legendaria conferencia sobre estructuralismo: “The Languages of Criticism & the Sciences of Man”.
Ante las ideas tradicionales entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la corriente deconstructiva insistía en que la significación es siempre provisional, que “la verdad es una falsa estabilización de palabras cambiantes y contextos facticios”. Atrapados en la “prisión del lenguaje”, fuese filosófico o literario, había una acción: Libre de la verdad, la interpretación continuaría eternamente.
En 1970 fue publicado en inglés en español un manualito de Paulo Freire que, con el nombre de Pedagogía del oprimido, fue intensamente manoseado por mucho tiempo en los vericuetos de la izquierda latinoamericana, salvo en Cuba. Aun cuando Freire fue un disciplinado socialista cristiano que siempre consideró a Fidel Castro y al Che Guevara como los dos grandes pedagogos latinoamericanos, el aparatik cubano no lo impuso como la columna vertebral del modelo educativo “revolucionario” orientado a crear “el hombre nuevo”. Tampoco las democracias de la región ni las dictaduras de derecha. El librito era utilizado por los grupos de izquierda para catequizar, para adoctrinar, para captar adeptos, al igual que su libro anterior La educación como práctica de la libertad.
No ocurrió lo mismo en Estados Unidos, donde Freire fue celebrado en la Universidad de Harvard y lo acogieron como profesor visitante. Ambos folletones pasaron a ser de lectura casi obligatoria para los educadores, en especial Pedagogy of the Opressed, que adquirió un estatus casi icónico en los programas de entrenamiento de los profesores. En 2003, en las 16 mejores de escuelas de educación estadounidenses era el texto que más se asignaba en los cursos de filosofía de la educación. Tanto que se vendieron más de 1 millón de ejemplares, una cifra asombrosa para un libro sobre educación. Pero no era un libro para educar niños, sino para politizar adultos. No es un texto de pedagogía. Como lo describió Sol Stern, no servía los problemas que surgían en un salón de clases, sino lo contrario: los azuzaba.
“La pedagogía del oprimido no menciona ninguno de los problemas que preocupaban a los reformadores de la educación a lo largo del siglo XX: las pruebas, los estándares, el plan de estudios, el papel de los padres, cómo organizar las escuelas, qué materias deberían enseñarse en los distintos grados, cuál es la mejor forma de formar a los profesores o el método más eficaz de enseñar a los estudiantes desfavorecidos. Este bestseller de la escuela educativa es, en cambio, un tratado político utópico que pide el derrocamiento de la hegemonía capitalista y la creación de sociedades sin clases. Los maestros que adoptan sus ideas perniciosas corren el riesgo de dañar a sus estudiantes e, irónicamente, los estudiantes más desfavorecidos serán los que más sufrirán”.
En el siglo XXI, con la demolición de la Torres Gemelas, el fracaso de la democracia en Rusia y la evolución capitalista de China, el fin de la guerra fría significó un gran asedio a la democracia y a su principal valor, la libertad. Ya no se trataba de construir un mundo más igualitario desde la dictadura del proletariado, ni desde las bondades y supuestos talentos de la clase obrera que pregonaban Marx y Engels. No. El plan maestro, la nueva dialéctica, es generar el caos. Deconstruir la democracia. Proclaman los aparatick que cuando la libertad yazga entre escombros y la ruina sea general, empezará la construcción de “la nueva humanidad”. Nadie sabe cómo será. Narices. Habrá hambrunas, décadas de terror, injusticias, autoritarismo, genocidios, torturas y desastres “naturales”. La distopía de la deconstrucción.
En Colombia, con la propuesta tributaria, y en Chile, con el aumento de 4 centavos en el metro, comenzó un tipo de crisis que no tiene fondo. Los chilenos pronto modificarán la Constitución, se les concede a los destructores del metro el manejo del país. Por sus obras los conoceréis. En Colombia comienza el proceso que alimenta y se alimenta en el caos y el terror, la deconstrucción.
La violencia no cesa, las pérdidas han sido incalculables. Vidas y patrimonios, junto con los sueños, reducidos a cenizas. Se ha ensañado con la clase media. La que tardó 20 años, que no es nada para pasar de un 24% de la población a más de un 60%, en menos que nada ha perdido buena parte de lo ganado. Ahora es más vulnerable. Se ha educado y se ha sacrificado, pero quiere más y la economía no crece a la velocidad de sus deseos. Se frustra y se rebela contra el sistema, contra la democracia que le dio la posibilidad de ascender, el Estado de bienestar.
Mientras tanto, los políticos mantienen su desconexión con la realidad, con la historia y con los ciudadanos. Se quedaron en el marketing político, en la lista de promesas y en los desatinos. La izquierda, que utiliza tanto los impuestos para imponer subsidios, redistribución, bonos y estatizaciones, se valió de la pifia de Duque y Carrasquilla para atizar la llama del caos. Y cada vez son más las demandas. Empiezan con “Defund the police” y el fin de la violencia policial, siguen con la petición de ingreso básico, oportunidades para los jóvenes. También el fin de la corrupción, la pobreza, la desigualdad y la violencia en las zonas rurales, donde son asesinados líderes sociales y exguerrilleros de la antigua FARC-EP. Siguen la protestas y siguen las consignas, algunas son simples refacciones sin imaginación ni poder de las pintadas de Mayo 68.
Han muerto 20 personas, según las cifras oficiales. Los datos más sensatos llegan a 38. Wikipedia, sin embargo, ya asentó que son más de 60. Obvio, en su relación hay grandes lagunas e insondables vacíos. Abundan casos de víctimas no identificadas, pero destaca el de un hombre que mató de un balazo a un manifestante que no lo dejaba pasar en un bloqueo y que los compañeros de la víctima lo mataron a pedradas. Usaron piedras los que como activistas en las redes viralizan el hashtag #NosEstánMatando. Su gran triunfo es que han conseguido que la población desconfíe de la autoridad, que se sientan inseguros ante un uniformado. El uniforme lo hace enemigos. Han desacreditado a las instituciones, y se ahonda el caos.
Cada vez que la racionalidad sacrifica principios, se pierde libertad. Cada vez que se cede en función de la paz, el caos y la deconstrucción ganan más terreno. Colombia, el único país de América que honra al descubridor del Nuevo Mundo tomó la semana pasada una decisión impensable. Retiró apresuradamente las estatuas de Cristóbal Colón y de Isabel la Católica del aeropuerto internacional El Dorado. El Ministerio de Cultura de Colombia explicó su cobardona entrega a través de cuenta de Twitter: “Con el objetivo de abrir un diálogo mediante el cual se invita a reflexionar sobre el significado y valor del Patrimonio Cultural, MinCultura realizó el desmonte de las esculturas del Monumento a Isabel la Católica y Cristóbal Colón”. Tanto como rendirse y bajarse los pantalones antes de empezar a negociar. Entregarse a la deconstrucción.
Pero los deconstructivistas tienen su argumentación y mucha mala leche:
Según el nuevo gurú de la ultraderecha, la culpa de todo la tiene el filósofo francés Félix Guattari y su libro ‘La revolución molecular’, que solo promueve sistemas de vida alternativos. De acuerdo con López, el Brasil de Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva fue un ensayo de esas teorías que volvieron a ponerse en práctica en Chile y Estados Unidos a través del movimiento Black Lives Matter. Ahora es el turno de Colombia. «No existe estructura jerárquica. Hay anarquía funcional”, explicó López a los asistentes a su curso en la Universidad Militar. La oficial de policía Luz Carina Pérez Castillo debió asentir al escucharlo porque días atrás argumentó que en Colombia, donde existen 21 millones de pobres, no hay estallido social, sino una guerra de guerrillas camuflada «que no tiene nada que ver con las demandas legítimas de una sociedad». La anarquía es, a su criterio, «un modelo estratégico». Uribe la ha leído porque en uno de sus últimos trinos habló de «anarquía social«.
Abel Gilbert, El Periódico.com
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