El frentismo siempre ha latido en España hasta alcanzar su máxima expresión en etapas de mediocridad o de pesimismo racional, como la que paulatinamente comienza a impregnar parte de nuestra sociedad
Ahora bien, mientras el frentismo agudo había vivido apaciguado en nuestro país con un bipartidismo concéntrico, la desafección y el oportunismo del poder han dado paso a un enfrentamiento explícito entre dos formas diferentes de entender España, no solamente en el plano político, sino también en el plano económico. En los años siguientes a los Pactos de la Moncloa, el eje de la dialéctica política tradicional se situaba en un punto indefinido pero previsible entre la izquierda y la derecha.
A partir de 2004 comienza un proceso de desplazamiento el eje de estabilidad política derecha/izquierda hacia el eje socialismo/comunismo/nacionalismo, sobrecargando los riesgos de fractura territorial al recaer parte de la gobernabilidad del país en fuerzas políticas de ruptura. Este proceso de traslación del eje de gobernabilidad hacia la izquierda coincide en el tiempo con el fin de una generación de políticos de los años 80, que no buscaban excusas ni pretextos en el pasado para justificar su posición política.
Allí donde la derecha española busca siempre expurgar una especie de falta de legitimidad por la proximidad histórica del tardofranquismo, sobre el que en modo alguno se asienta la auténtica derecha democrática, la izquierda ha encontrado en la transición española una suerte de ensalmo vivificante en el que han conseguido asimilar en el imaginario colectivo la falaz idea de que la libertad y el Estado social son atributos consustanciales a su ideología constituyente.
“La generación de Felipe González tiene un gran relato sobre sí misma, un relato épico. Nosotros somos una generación sin relato. Más aún: nuestra generación no hace relato, no relata, no escribimos, no hay cosas nuestras”. Así de contundente se expresaba el exdiputado socialista José Andrés Torres Mora en una entrevista en 1996. Algo parecido, pero más preocupante, ocurre en la actualidad con algunos líderes políticos españoles que impugnan con toda su radicalidad la historia de España de los últimos 45 años, desde el desconocimiento y desde la vesania, e ilegitiman por decisión propia cualquier disidencia ideológica.
Necesitan viajar al pasado de la memoria colectiva y descerrajar la cerradura en la que se enterró el conflicto entre los dos hemisferios de españoles. Y lo que es más, hay quien todavía no sabe que la Guerra Civil acabó, incluso cuando Salvador de Madariaga se encargó de recordarlo y actualizarlo en 1962 en lo que el régimen de Franco denominó el contubernio de Múnich. Lo más sorprendente es que hay toda una generación de nuevos españoles que, con indolencia retrospectiva, han comprado la extravagante y radical idea de que en España hay vencedores y vencidos, buenos y malos, decentes e indecentes.
Ese espectro dual que impregna parte de la actividad política ha estado presente en la Comisión para la Reconstrucción de España, toda vez que con el desplazamiento del eje hacia el vector nacionalista y comunista, las opciones de acuerdo eran previsiblemente muy limitadas. Porque hay quien ha entendido que los pactos conllevan la desactivación de dos proyectos genuinos diferentes, cuando no puede haber pacto desde la incoherencia. Pero, es más, parte de esas formaciones políticas escoradas hacia la izquierda desmontan la legitimidad política del proceso constituyente para abrir un debate destituyente, que solo puede damnificar la credibilidad del país, máxime en un momento en el que la responsabilidad de España debe ser reforzada ante la segura solidaridad comunitaria en forma de Fondos de Recuperación.
Por eso, es pertinente evaluar el contexto y las circunstancias que propiciaron los Pactos de la Moncloa, con actores poco consolidados y en una situación de excepcionalidad política y económica, y el mix actual de partidos maduros democráticamente junto a otros actores inmaduros cuyo encuadre y búsqueda de espacio político provoca abundantes convulsiones.
La economía española atravesaba en 1977 por una grave situación, caracterizada por tres desequilibrios fundamentales: una persistente y aguda tasa de inflación; un desarrollo insatisfactorio de la producción con una caída importante de las inversiones, lo que generó unas cifras de paro elevadas con repartos geográficos, por edades, por sexos y por ramas de actividad muy desiguales; y un fuerte desequilibrio en los intercambios con el extranjero. Frente a este escenario de colapso, desde el Partido Comunista (Santiago Carrillo), Comisiones Obreras, hasta el nacionalismo catalán y vasco optaron por una política presupuestaria de contención del gasto público, de equilibrios presupuestarios y de eliminación progresiva de la deuda pública. No eran un club de austericidas –allí estaban Enrique Tierno Galván, Felipe González, Santiago Carrillo, Jordi Roca, Manuel Fraga, Adolfo Suárez o Juan Ajuriaguerra, entre otros–, sino un club de responsables que anteponían el interés de país al interés de partido, antes de que la antipolítica moderna redujera todo el debate económico a la dicotomía ajustes/ no ajustes y público/privado.
El acuerdo no es posible porque se han impuesto visiones tacticistas e ideológicas alejadas del sentido de lo que es un pacto
La política presupuestaria del Estado y de la Seguridad Social durante el periodo de vigencia del Programa Económico de los Pactos de la Moncloa contenía medidas coherentes con el momento y que, en cambio, alarmarían ahora a una parte importante de la nueva izquierda: limitación y ejemplaridad de los gastos consuntivos del Estado y de la Seguridad Social (durante 1978 tales gastos consuntivos no podrían crecer en más de un 21,4%, tasa de crecimiento previsto del producto interior bruto en términos monetarios); revisión de todos aquellos gastos estatales cuya existencia no se justificase de modo estricto en línea con el esfuerzo general que se solicitaba de la comunidad; el déficit total del Estado tenía que ser como máximo de 73.000 millones de pesetas en 1978, lo que permitiría evitar una caída excesiva de la demanda interna; moderación de los incrementos de los costes de trabajo mediante un menor crecimiento de las cuotas de la Seguridad Social, las cuales no podrían aumentar durante 1978 en más de un 18% respecto a 1977.
En definitiva, una política de ajuste y de saneamiento mediante medidas que pretendieron devolver al mercado su capacidad de asignar recursos eficientemente y otorgar al empresario un papel central en la organización y dirección de los procesos productivos. Se trataba de impulsar la flexibilidad y la liberalización de los mercados, de equilibrar la economía y de reformar la política fiscal y de rentas para contener la inflación y facilitar la competitividad y el crecimiento. Como resumen simple de aquel esfuerzo, el propósito según Fuentes Quintana era que España se alejase del núcleo económico y político europeo del cual aspiraba a formar parte. En la actualidad, la presión ideológica y orgánica de ciertos partidos aliados del Gobierno no protegen la credibilidad de nuestro país sino que la dañan sensiblemente. Es la pérdida del sentido común, que en palabras lúcidas expresaba Felipe González en 1988: “Las cosas que es necesario hacer son tan socialistas como las que nos gustaría hacer”. Lejos queda el pragmatismo de esa época.
Tras la crisis actual, la estimación preliminar del Instituto Nacional de Estadística señala que el PIB disminuyó un 5,2% en los tres primeros meses de este año, lo que supone la mayor caída intertrimestral de nuestra historia reciente y un retroceso superior al registrado en la media de la UE (un 3,6%). Adicionalmente, de acuerdo con los datos de afiliación a la Seguridad Social, desde la declaración del estado de alarma y hasta finales de mayo, se habrían destruido en España unos 675.000 puestos de trabajo (un 3,5% del total). Y, a pesar de su magnitud, estas cifras estarían ofreciendo solo una visión parcial del impacto de la crisis sobre el empleo, pues no incluyen a los trabajadores afectados por ERTE ni a los autónomos que se encuentran en situación de cese temporal de actividad.
Por lo demás, existe un aspecto que no estuvo presente en el año 1977 y es la res puesta comunitaria a la crisis en la que España se va a convertir en un receptor de subsidios y préstamos gracias al paraguas de la Unión.
Pues bien, ante esta perspectiva, la respuesta de los partidos de izquierda a la crisis ha sido radicalmente diferente a la respuesta que se dio a la crisis de 1977 y de 2007, al menos dialécticamente y por ahora. Frente a las pretensiones de consolidación fiscal y de ortodoxia presupuestaria que estuvieron presente en la salida de la crisis anterior y que informan también el marco de relaciones con la Unión Europea, el entramado de formaciones de izquierda apuesta por una salida con un gasto público expansivo, financiado contra una deuda pública galopante, cuyos efectos gravosos se trasladarán irremisiblemente a dos generaciones al menos de españoles.
Hay un esfuerzo intergeneracional y transideológico a lo largo de estos 40 años de historia de España que corre el riesgo no solo de diluirse, sino de que desaparezca al ritmo y ventura de una política económica que repudia el esfuerzo presente y lo deja todo a expensas de la España paupérrima demográficamente de los próximos 40 años. Por eso no ha sido posible en el presente el pacto económico, porque se han impuesto visiones tacticistas e ideológicas muy alejadas del sentido propio de lo que es un pacto. Y así no es posible.
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