La economía después de la crisis
El tránsito de la certidumbre a la incertidumbre, de la seguridad a la inseguridad, de lo definible a lo impredecible es complejo, máxime si esa mutación se produce de forma abrupta y asincopada.
El ser humano padece actualmente una crisis de identidad, donde el suelo se ha abierto bajo sus pies y nadie da repuestas definitivas. En un contexto en el que la razón ha sido yugulada por la emoción y por el sentimentalismo del «esto no puede estar ocurriendo», se buscan referentes que proyecten algo de luz entre tanta tiniebla. Algunos ejemplos del pasado se abren camino en la bruma de la conciencia crítica para intentar explicar el presente continuo de una forma un tanto precipitada. Entre la «gripe española» de 1918 hasta la pandemia actual que asola despiadadamente también nuestro país una centuria después, pasando por las guerras europeas o la misma Guerra Civil española, hay surcos de la memoria que invitan a explorar posibles coincidencias y posibles salidas. Paradojas históricas, ni la gripe de 1918 tuvo su origen en España ni el coronavirus tampoco, a pesar de seguir siendo foco internacional de la calamidad sanitaria. Hace un siglo fue por un embuste urdido por los países que combatían en Europa para evitar la desmoralización de la población y de las tropas; hoy, por la propagación insuficientemente explicada desde el punto de vista científico de un virus asiático.
Por otro lado, tal como vengo advirtiendo desde hace algunos años, la nueva representación de los cuatro jinetes del Apocalipsis se está haciendo patente en la historia de nuestra civilización en forma de crisis de seguridad (2001), de crisis económica (2007), de crisis sanitaria (2020) y de crisis de explosión digital, aún sin fecha determinada, pero que triturará derechos básicos como la libertad o la privacidad. Los sistemas políticos contemporáneos y las economías modernas presentan fatigas estructurales, producto de la crisis del sistema liberal que, en puridad, es el mejor sistema si funcionan adecuadamente los contrapesos de poder.
Del mismo modo, muchos comportamientos se han cronificado en las estructuras de mando político a partir del trauma colectivo que representaron en su momento. La Gran Depresión provocó una retracción del gasto privado («waste not, want not»), mientras que la Segunda Guerra Mundial dio paso a la búsqueda de un Estado maximalista prestador de toda suerte de servicios directamente dirigido a conseguir el Estado utópico del bienestar. La crisis del 68, un experimento idealizado y perturbador en cuanto condena a toda una generación anterior, la de la guerra, que, a pesar de luchar por las libertades en el mundo, es estigmatizada por sus descendientes porque no les han procurado el elixir de la felicidad perpetua.
Cada shock histórico derivado de una guerra o de una pandemia provoca un colapso económico de alcance diferente, dependiendo de la extensión territorial del problema y de las posibles asimetrías nacionales que son fuente de ventajas y desventajas en la fase de recuperación. Adicionalmente, hay un factor primordial que tiene un peso relativo significativo y es el tiempo. Tiempo de soluciones sanitarias plenas, tiempo de restauración de una cierta normalidad en el tráfico civil y mercantil, tiempo de cambios en la concepción de la política. Tiempo. En un momento de proliferación de quiromantes, se exige juicio crítico y velocidad de acción.
En general, y conforme a las tesis sobre el eventual crecimiento económico en tiempos de reconducción, que generan cambios persistentes en las sociedades durante varias generaciones, caben dos posibles tesis: la «War Renewal», donde el shock es representado como una oportunidad para la mejora del crecimiento, a partir de los posibles incrementos de eficiencia y de posicionamiento en el mercado, y la «War Ruin», según la cual la destrucción generada por la guerra es un percusor de reducción del crecimiento económico a largo plazo. En este sentido, y de acuerdo con las palabras de Robert J. Shiller, premio Nobel de Economía en 2013, «la epidemia aporta una mentalidad de tiempos de guerra, pero una mentalidad que une a todo el planeta en el mismo lado». Y dentro de esa analogía, y con todas las cautelas del análisis, hay que apostar decididamente por un «Pandemic Renewal».
En cambio, no son equivalentes los efectos económicos que genera una guerra a los que provoca una pandemia global. En una guerra, respecto a los factores productivos, el primer sustrato afectado es la población toda vez que la guerra aumenta la mortalidad tanto en el campo de batalla como consecuencia también de las enfermedades derivadas de la depauperación de las condiciones de salubridad. Y, cómo no, la natalidad. Como es inevitable la comparación con la Guerra Civil española, a pesar de las enormes diferencias entre aquellos años y el triste momento histórico que estamos viviendo, la tasa de fecundidad en España pasó de 3,3 en el año 1935 a tan solo 2,12 hijos por mujer en 1939, tasa que bien nos podría venir ahora para asegurar la reposición de la población en nuestro país. Si complementamos el análisis con las tasas de natalidad, el patrón de conducta es muy parecido. La caída fue especialmente grave en 1939, con 200.000 nacimientos menos de los esperados. En total, el número de nacimientos se redujo en el periodo 1936-1939 en torno a 400.000, a los que habría que añadir otros 180.000 entre 1940 y 1942, toda vez que no pudieron recuperase las tasas de la preguerra. Hoy por hoy, la fecundidad y la natalidad se van a ver perjudicadas en una dimensión impredecible, máxime cuando la curva, sin picos, de la demografía de los nacimientos en España se desmoronaba sin remisión y sin respuesta política eficaz.
A partir de este momento, la incertidumbre económica venidera y hasta, y ojalá no ocurra, la inquietud sanitaria que puede provocar la sexualidad y la fecundación, van a causar un declive abrupto sin precedentes. 2021, por evolución, iba a ser el año en que se consolidaría la tasa de natalidad más baja de la historia, pero las cifras pueden alcanzar una devastación poblacional formidable, que tendrá efectos directos e inmediatos en el consumo, en la educación, en determinadas industrias (ocio infantil, juguetes, productos de consumo alimenticio infantil y otros) y también en la sanidad.
Por lo que se refiere al stock de capital, en una guerra se devasta de forma directa durante el conflicto y, de modo indirecto, el capital restante se puede ver afectado por la falta de mantenimiento al redefinirse las prioridades y dirigirse los recursos exclusivamente a las demandas derivadas de la emergencia, circunstancia esta en la que existen algunas similitudes con el estado de la situación actual. El capital público se ve muy afectado en cualquiera de los escenarios, porque la reconstrucción exige un esfuerzo importante con una economía privada diezmada. En el caso de la guerra, incide no solamente en un gasto social directo sino también en la reconstrucción de grandes infraestructuras críticas, mientras que en el caso de la pandemia el esfuerzo se concentra en el gasto público corriente para atender las necesidades de los más vulnerables.
En este sentido, el debate actual sobre un ingreso mínimo no debe ser objeto de prejuicios apodícticos, entre otras razones, porque ya existen transferencias de rentas públicas a las económicas familiares más vulnerables establecidas por todas las comunidades autónomas. Cierto es que cualquier decisión que adopte el Estado en este aspecto, amén de las dificultades competenciales, debería ser temporal, nunca estructural dado el contexto, y bajo una condicionalidad que evite que el sistema se constituya en un incentivo prebendario y demoledor de la fuente principal del progreso del ser humano que es la libertad individual, la capacidad y el esfuerzo.
Otra consecuencia inmediata de las guerras es el impacto lacerante sobre el medio ambiente (la calidad del aire, el ruido, el agotamiento de recursos, el deterioro de las infraestructuras hidráulicas), circunstancia esta que no se produce en una pandemia, a la que se había llegado ya con un nivel de descomposición medioambiental muy elevado. Es más, según un informe de la Universidad de Stanford Marshall Burke, el confinamiento en China ha podido salvar la vida de 1.400 niños menores de 5 años y más de 51.000 adultos de más de 70 años. Paradojas de la pandemia. Afortunadamente, el furor negacionista va remitiendo y la pandemia abre también la puerta a que la solución de salida incorpore un compromiso expreso con la ecología y con el Pacto Verde europeo, que es un pacto con el planeta y no con la izquierda monopolista.
España, a pesar de que todavía mantenía indicadores económicos con signo positivo, venía resintiéndose en los últimos meses, a raíz de la parálisis institucional, del colapso presupuestario y de la ausencia de una agenda coherente de reformas para la mejora de nuestra competitividad. Una caída del Indicador de Confianza Industrial del -4,6%, una caída de la Confianza del Consumidor del -9,7%, una minoración de la matriculación de automóviles del -6,8% o los peores datos de empleo desde el comienzo de la anterior crisis (244.000 empleos destruidos). La primera prognosis de la crisis nos sitúa en un escenario muy preocupante: 900.000 empleos destruidos en España desde la declaración del estado de alarma hasta el 15 de abril, 4 millones de trabajadores afectados por los ERTE y por el colapso administrativo, una previsión de déficit según el FMI para 2020 del 9,5%, con una caída de crecimiento de ocho puntos y una tasa de desempleo del 20,8%, nos colocan a la cola de los países desarrollados junto a Grecia e Italia. Guillermo de la Dehesa advierte que «el coronavirus va a provocar una recesión muy superior a la de 2008-2009, ya que la deuda actual de Grecia es del 175,2% de su PIB, y en niveles igual de altos, que rondan el 100% del PIB, andan Italia, Francia y España».
A vueltas con la quiromancia económica y con el rigor prospectivo, cualquier análisis debe contar con los plazos. Los niveles de producción de manera asimétrica pueden tardar en regresar a niveles de prepandemia en torno a tres años, alterando el mapa de producción actual, tanto internacional como nacional. Las cadenas de suministro van a cambiar y el mix import/export sufrirá grandes alteraciones. Determinados sectores pugnan ahora por redefinir nuevos objetivos en un marco de absoluta incertidumbre. La atracción del ciclo de la crisis sanitaria arrastra al ciclo de la recuperación económica, de modo que la planificación se soporta sobre un gran volcán de dudas. Es más, el mismo tiempo ha devastado el análisis momentáneo, porque se está produciendo un fenómeno psicológico característico de las guerras y es que el tiempo parece más dilatado de lo que realmente es. Seis semanas de confinamiento como seis meses en la conciencia resignada de la sociedad. Además, rota la cadena previa de suministro, hay factores que no cabe ignorar y que estarán presentes, tales como el Brexit, el futuro de la Unión Europea, el proteccionismo arancelario norteamericano y otras guerras comerciales hemisféricas que van a plagar de incógnitas la «nueva normalidad» cuando se restituya.
En el caso de Estados Unidos, y tras años de hegemonía de respuesta, no ha asumido ningún protagonismo como lanzadera del mundo desarrollado, cuestión que es posible que pueda afectar, o no, a las próximas elecciones en noviembre a la Casa Blanca. La extensión geográfica de la crisis exige respuestas coordinadas y eficaces desde todas las instituciones. España participa de un gran proyecto como es Europa y, habida cuenta del impacto general de la pandemia en toda la Unión, de suyo es que haya respuestas cooperativas y mutualizadas que permitan afrontar este nuevo escenario. Ahora bien, desde la responsabilidad como país, no podemos abdicar de nuestras obligaciones para desarrollar una política fiscal y financiera adecuada en el marco de nuestra economía nacional. Ceder todo el peso de la salida de la crisis a la Unión Europea sería un desatino financiero y de reputación, además de una manifestación plena de irresponsabilidad. Y todo parece indicar que esta es la eventual respuesta de algunos socios de Sánchez, que comienzan a imponer cierta heterodoxia en política económica ciertamente peligrosa. Además, la confirmación de un desequilibrio presupuestario en 2019 del 2,7%, después de que Sánchez lo negase repetidamente durante los últimos meses, nos coloca en una posición más frágil desde el punto de vista de la rampa de recuperación y de nuestro discurso para legitimar nuestras pretensiones ante las instituciones europeas.
Los niveles de consumo privado previsiblemente se retraerán, lastrados por la psicología conservadora que ya estuvo presente en los oscuros años de la Gran Depresión de 1929, que, por suerte, apenas tuvo impacto nacional. La liquidez será un pulsión natural, a la par que habrá cierta aversión al riesgo, sin perjuicio de que la volatilidad en ciertos mercados, el primero el bursátil, se haga patente. La atracción de la liquidez provocará, al menos inicialmente, un efecto pernicioso en determinados sectores, como el inmobiliario, donde los precios bajarán abruptamente durante el primer año. No serán buenos momentos tampoco para el sector del automóvil y del ocio y de la restauración. Y el miedo no sofocado por la certeza conducirá también en una primera fase a un avance impredecible de la economía digital pero también de la sociedad digital, que albergará más contacto que los lugares que, otrora, eran espacios de encuentro sin restricción.
En el discurso doctrinario del Gobierno de España, que ya no se oculta en sede parlamentaria, la crisis se ha revelado como una puerta abierta hacia un cambio de paradigma económico, donde bulle lo insustancial al tiempo que se generan no pocas amenazas. Porque amenaza es confundir el interés general con una apropiación convulsa de lo público en detrimento de lo privado, cuando lo general se ha defendido siempre a partir del equilibrio entre lo público y lo privado, vinculando además la salida a la solidaridad histórica de Europa, realidad sociopolítica que hasta hace unas semanas estigmatizaban los mismos que ahora la presentan como un viático de salvación. Y no es paradoja liberal que cuando se produce un fenómeno de estas características ha de haber un esfuerzo inicial por parte del Estado para paliar los estragos y atender las necesidades de los más vulnerables.
La reconstitución de nuestra economía, en un contexto donde los desequilibrios presupuestarios van a ser agudos por la caída de ingresos fiscales, el incremento contingente de cierto gasto social y la apelación al endeudamiento para cubrir perentoriamente nuestras necesidades de liquidez doméstica y empresarial, tiene que tomar como base la temporalidad y el respeto a la economía libre de mercado, así como los equilibrios de los grandes negocios jurídicos como son la compraventa, el arrendamiento o el mismo empleo. Y no auspiciar, como se escucha estólidamente, que se penalice la libertad empresarial en la rampa de salida de la crisis. La economía es libre o no es, como el ser humano es libre o no es. Y la libertad no puede estar en juego.
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