En numerosos y calificados estudios sobre las consecuencias de la pandemia del SARS-CoV-2 en América Latina, publicados en semanas recientes, el panorama que se proyecta es realmente alarmante. En el caso de la región latinoamericana, el virus ha llegado en medio de un ciclo a la baja. Desde el 2011, la economía ha venido cayendo de forma paulatina y con el más lamentable de los resultados: el crecimiento de las tasas de pobreza y pobreza extrema.
Los significativos avances que en esa materia se habían logrado en el período entre 1997 y 2006 comenzaron a revertirse. En medio de estas malas noticias, ninguna más abultada que la situación de Venezuela, en donde el conjunto de la sociedad ha experimentado un empobrecimiento de tal magnitud que no encuentra comparación con ningún otro país del mundo, por la extensión y velocidad con que se ha producido.
Tras la declaración por parte de la OMS del estado de pandemia, en aproximadamente dos meses y medio las estimaciones han ido empeorando. A mediados de marzo, los economistas hablaban de una posible caída del PIB promedio mundial entre 3 y 5%. Ahora mismo son pocos los que disienten del diagnóstico que habla de “recesión planetaria”.
Los países han entrado en una etapa cuyo final no es todavía previsible y en la que las dificultades en todos los órdenes tenderán a incrementarse con especial intensidad.
Las consecuencias del llamado ‘distanciamiento social’, impuesto por las autoridades sanitarias y los expertos, repercuten de forma directa en la economía. Las medidas que cambian las reglas relativas a la proximidad entre las personas, los aforos y los modos de interrelación y socialización determinan, inevitablemente, un deterioro de la actividad productiva. Ni el comercio, ni la hostelería, ni los servicios, ni el entretenimiento, ni la producción industrial ni siquiera la circulación por las calles volverá a tener la fluidez y la concentración con que venían ocurriendo.
Al bajón acelerado de la productividad le seguirá la quiebra masiva de empresas —en América Latina, leo en un reporte de la CEPAL, 99% de las empresas son mipymes, es decir, micro, pequeñas y medianas empresas—; la disminución del número de empresas y el achicamiento de la mayoría disminuirán de forma considerable la oferta de empleo; el crecimiento del desempleo, además de disminuir el consumo, tendrá otro efecto indeseable: la propagación, todavía más abierta y amplia, de la precariedad laboral. Esto significa, ni más menos, que las tasas de pobreza y pobreza extrema se elevarán.
Lo que sigue —lo que viene—, que con cautas palabras ha sido advertido por los organismos multilaterales, es un riesgo real de conflictividad social, inestabilidad política y empeoramiento de la violencia (en particular, de los delitos contra la propiedad).
Ahora mismo, gobiernos, parlamentos, academias, gremios de diverso carácter, entes multilaterales y grandes corporaciones han comenzado a actuar para responder, en la medida de lo posible, a la crisis económica y social que prolonga, bajo nuevas formas, la crisis sanitaria. Los esfuerzos que se están haciendo son incalculables, desde el punto de vista financiero, pero también desde el diseño de políticas públicas y de la creación de medidas e instrumentos que reduzcan el castigo a las familias.
Mientras esto ocurre, mientras hay tantos esfuerzos en marcha para actuar de forma constructiva, el Foro de Sao Paulo ha comenzado a mover sus fichas para obtener el mayor provecho, la mayor rentabilidad de este difícil momento. ¿Qué significa esto? Pues justamente lo contrario: actuar en todos los terrenos donde sea posible para incrementar la destrucción, provocar la inestabilidad de los gobiernos, azuzar el malestar ciudadano en la mayor cantidad de ciudades y poblados, encender la conflictividad laboral y estudiantil, conducir las realidades económicas, políticas y sociales a un falso y peligrosísimo esquema binario, de una confrontación entre ricos y pobres.
Hay que recordar que la estrategia de promover el caos y los disturbios callejeros, tal como fue ensayado en varios países de América Latina en el 2019, puso al descubierto que uno de sus más caros propósitos consistía en debilitar la presión institucional y judicial sobre las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y sobre varios de sus jefes delincuentes como Lula Da Silva, Rafael Correa, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Rosario Murillo, Evo Morales y otros.
Para el Foro de Sao Paulo, el objetivo prioritario es el desmontaje de las sanciones y la acción de fiscalías y tribunales contra el narcotráfico, la corrupción y el lavado de dinero. En otras palabras: el Foro de Sao Paulo se ha propuesto lograr la impunidad de sus dirigentes, organizaciones y gobiernos.
La tesis política del Foro de Sao Paulo no ha variado desde su fundación: en tanto se logre desarticular y deslegitimar el modelo de democracia representativa, aumentará la posibilidad de que candidatos y grupos populistas tomen el control de los gobiernos. Una vez en el poder harán uso de los métodos que Chávez y Maduro han probado con éxito: tomar el control de los recursos económicos disponibles, politizar a las fuerzas armadas y policiales, colonizar el poder judicial, destruir al sector productivo, imponer un modelo de hegemonía comunicacional, incorporar a grupos del narcotráfico y otras bandas paramilitares como actores claves para el sometimiento de las sociedades.
A nadie le debe pasar inadvertida la amenaza que ahora mismo representa el Foro de Sao Paulo para América Latina y España. Mientras las sociedades están dando sus primeros pasos para reanudar o reinventar la educación, la producción, los servicios públicos, el transporte y la vida social, comunistas, socialistas, narcotraficantes, guerrilleros y delincuentes disfrazados de organizaciones no gubernamentales, todo el pelaje aglutinado en el Foro de Sao Paulo ha comenzado a promover un estado de caos que conduzca a la pronta demolición de los regímenes democráticos.
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