Iván Ramírez Sánchez, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Joseph Justus Escalígero, humanista francés del siglo XVII, decía que si “un juez de los de antaño” condenaba a un individuo, “que se ponga a componer diccionarios. (…) De todas las clases de castigos es este el único verdadero”. No es el único poema que ha tenido como objeto atacar los diccionarios, ni tampoco el único que ha arremetido contra estos productos de la lengua o contra quienes los hacen.
Un célebre hombre de letras del siglo XVIII, Samuel Johnson, caracterizaba al autor de diccionarios como “ganapán inofensivo”. Johnson también era uno de estos ganapanes inofensivos, por lo que conoció de primera mano el escaso reconocimiento que la historia ha brindado a los autores de diccionarios.
Cuando pensamos en la palabra diccionario es posible que nos venga a la mente la imagen de un libro de gruesas tapas, pesado y de muchas páginas que contiene todas y cada una de las palabras de una lengua. Pero no son exactamente así y, desde luego, no siempre han tenido esta forma. Para conocer el primer antepasado del diccionario que tenemos en mente debemos remontarnos, como pronto, 4 000 años atrás.
Los primeros glosarios
Los primeros protodiccionarios tienen su origen en la antigua Sumeria, al sur de Mesopotamia, en lo que hoy sería la zona entre Irak y Siria. Los sumerios sabían de la existencia de una civilización anterior, la acadia, que poseía una lengua propia. Los sumerios dedicaron grandes esfuerzos a traducir términos acadios a su lengua materna. Nacieron así los primeros glosarios, que no hay que confundir con los diccionarios.
Un glosario también contiene y explica palabras, pero de una forma mucho más limitada y, como en el caso del sumerio-acadio, con equivalencias. Estas primeras manifestaciones lingüísticas anteriores a los diccionarios se elaboraban con uno de los pocos materiales disponibles y que la historia nos ha demostrado que poseen una extraordinaria durabilidad: la arcilla.
En escritura cuneiforme, algunas de estas tablillas de arcilla han sobrevivido hasta nuestros días. Gracias a la inteligencia artificial, a las técnicas de procesamiento del lenguaje natural y al trabajo de Gutherz, Gordin, Sáenz, Levy y Berant (2023), se han podido traducir automáticamente estos textos al inglés, facilitando el estudio y la comprensión de estas civilizaciones milenarias.
Con el auge y la caída de otros imperios, los glosarios y las glosas fueron repitiéndose como forma sencilla de comenzar a aprender lenguas distintas a la propia, al menos en el plano léxico. También evolucionaron los materiales, pues de la arcilla pasamos al papiro manuscrito y, en el siglo XV, a la imprenta. Esto implicó un cambio drástico en la producción de diccionarios.
El desarrollo del diccionario
El avance y progreso del transporte marítimo y la confluencia de distintas sociedades en un mismo puerto propició la evolución del glosario a los breves diccionarios bilingües y multilingües. Los marineros necesitaban tener una lista concisa y manejable de cómo un término se expresaba en otras lenguas, de ahí la enorme y evidente utilidad de tener un diccionario manual con estas equivalencias.
Los diccionarios monolingües no son precisamente modernos. Los encontramos en China hace varios miles de años, en griego y en latín. En español, el primer diccionario con lengua única es obra del canónigo Sebastián de Covarrubias, que en 1611 publicó el Tesoro de la lengua castellana o española.
De mucho antes son el Diccionario latino-español (1492) y el Vocabulario español-latino (1495) de Antonio de Nebrija. Se trata de diccionarios bilingües que, eso sí, sientan las bases para que el español se separe por completo del latín y se establezca como lengua de cultura.
Los diccionarios monolingües en español no se desarrollaron, tras el de Covarrubias, hasta el siglo XVIII, con el nacimiento de la Real Academia Española en 1713. Desde la publicación, entre 1726 y 1739, del Diccionario de autoridades, la Academia ha elaborado, en su versión manual, 23 ediciones del diccionario, la última, en línea.
La informática ha supuesto, después de la imprenta, el mayor avance para la elaboración de diccionarios. Gracias a la computación se facilita enormemente el trabajo del lexicógrafo: es posible construir grandes bases de datos, acceder a las obras desde cualquier parte, con y sin conexión a Internet, y hasta se pueden convertir en aplicaciones para móvil y tableta.
Aun con estas ventajas, no es sencillo, para quienes nos dedicamos a los diccionarios captar la atención del usuario. Los motores de búsqueda como Google, los asistentes de voz, como Siri o Alexa, y la inteligencia artificial, con ChatGPT a la cabeza, son duros adversarios.
Inmediatez versus información lexicográfica
Ninguna de las herramientas ahora citadas está específicamente construida para satisfacer las necesidades del usuario con respecto al léxico. Es posible que nos se nos dé una definición más o menos clara pero con toda seguridad se perderán muchos matices importantes por el camino. ¿Vale la pena perder información relevante por la promesa de la inmediatez?
Por ejemplo, desde diciembre de 2023 el motor de búsqueda Google ha incluido de manera sistemática las definiciones del diccionario de la RAE y la ASALE, el Diccionario de la lengua española. A priori es una buena noticia, pues antes no quedaba claro de dónde salían. Aunque ahora lo sabemos, esto presenta problemas serios.
Pongamos por caso la palabra canica. En lexicografía, la homonimia consiste en recoger una misma palabra en distintos artículos lexicográficos (lema + etimología + acepciones). Esto ocurre porque distintos orígenes etimológicos han dado lugar a la misma voz. Ese origen diferente obliga a separar las palabras en distintos artículos lexicográficos.
Es lo que ocurre con canica, que tiene dos artículos en el Diccionario de la lengua española. El primero la define como “canela silvestre de la isla de Cuba”. El segundo indica que es una “bola pequeña de barro, vidrio u otra materia dura, que usan los niños para jugar”. Este último, más general, no aparece en Google, lo cual es una traba y confusión para el usuario. La ventaja del diccionario, la fuente original, es evidente: el acceso a la información es total.
Durante más de 4 000 años el ser humano ha elaborado instrumentos de definición y consulta de palabras. Al principio en arcilla. Hoy nos caben en el bolsillo. Si Escalígero viviera, quizá se asombraría de lo que es capaz de hacer un compositor de diccionarios con su castigo.
Iván Ramírez Sánchez, profesor de Lengua española, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Publicado en The Conversation. Lea el original.