La voraz sociedad de consumo y nuestra relación con el medioambiente son temas que subyacen en la obra de Daniel Canogar, artista visual multidisciplinar y tecnólogo que trabaja con fotografía, video, instalaciones y soportes digitales. Se sumerge en las pantallas como el material arquitectónico de las ciudades del futuro emitiendo constante información y disecciona nuestra total dependencia de ellas. Datos e imágenes producto de complejos algoritmos recorren silenciosamente las pantallas hipnotizando nuestra atención. La exposición Turbulencias, que se puede ver en Madrid, aborda la indigestión informativa que padecemos.
Los objetos de los que nos despojamos, toda esa basura tecnológica que se acumula a causa de la obsolescencia programada, son un retrato preciso de lo que hemos sido. Al tirarlos a la basura, desechamos también una parte de nosotros mismos. Daniel Canogar (Madrid, 1964), se sumerge en la memoria y su pérdida porque, si no tuviéramos recuerdos, estaríamos condenados a un presente amnésico, carente de perspectiva temporal, y vuelca su alma poética y virtual en sus creaciones. Mi intención –afirma– es reavivarlas y activar la memoria colectiva que contienen al proyectar las animaciones sobre ellas”.
A pesar de la inquietante visión distópica que recorre su obra, en muchas de sus intervenciones públicas, Daniel Canogar implica al público, gesto con el que otorga a la colectividad el poder de defender la condición humana, simbolizada a través del sentir y la expresión del cuerpo. En lugar de meros espectadores, invita al público a que se convierta en participante activo de una historia compartida.
“Ser un espectador –explica– a menudo significa permanecer al margen de lo que estamos viendo, por lo tanto, a través de mi obra quiero que el espectador se comprometa con las piezas de forma activa”.
La vida y carrera de Daniel Canogar se ha dividido entre España y Estados Unidos. Comenzó formándose en el mundo de la fotografía, pero pronto se interesó por las posibilidades de la imagen proyectada y la instalación artística. Atiende a Cambio16 desde Los Ángeles, a través de videoconferencia, en una entrevista que no habría sido posible sin el concurso de Barth Johnson, fundador en 2015 junto a Sébastien Maret de la Galería Wilde, con sede en Ginebra, Basilea y Zurich, que representa al artista en Suiza.
Turbulencias, la nueva exposición de Daniel Canogar para la Galería Max Estrella de Madrid, explora nuestra capacidad para ordenar, procesar y dar sentido al flujo de noticias que recibimos diariamente. Seguir las noticias se ha convertido en un ejercicio traumático que nos genera rabia, impotencia, y finalmente insensibilización. Simultáneamente, tenemos una relación adictiva con los medios y las redes sociales que nos enganchan con ciclos interminables de noticias que frustran nuestra necesidad de reposo y asimilación de los eventos del día. La exposición Turbulencias afronta la indigestión informativa contemporánea, procesando el torrente imparable de información con la ayuda del arte y del algoritmo.
Afirma que el arte es un barómetro emocional que mide el momento en el que estamos. ¿Cree que esa realidad coincide con lo que algunos profetas del posmodernismo, como Zygmunt Bauman, denominan cultura líquida?
El libro de Bauman –Modernidad líquida– ha tenido una influencia muy importante para mí en mi trabajo. Cuando lo leí, sentí que, de alguna manera, algunas de las ideas que yo tenía en mi cabeza, como en una nebulosa, él las concretaba. Además, es una obra de una enorme poesía y elegancia, escrita de una forma muy incisiva.
Refleja la idea de que se ha acelerado el tiempo, de que todo se mueve y nada permanece. Profundiza en el concepto de la modernidad software, que es nuestra modernidad, en lugar de la modernidad hardware, que es el pasado metálico e industrial, maquinarias funcionando. La realidad actual es una especie de fluido constante de data e información.
Y todo eso genera una gran inestabilidad. Bauman lo presentó como una crítica a una sociedad que no permite al ciudadano poner los pies sobre la tierra, algo así como si la tierra se abriese bajo sus pies, lo que nos dificulta el poder centrarnos. Como artista, intento situarme y posicionarme en ese espacio líquido digital.
Se trata de una cultura del desapego, la discontinuidad y el olvido. Sin embargo, centra su trabajo en la memoria porque, sin recuerdos, careceríamos de perspectiva. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos… son las preguntas claves sin resolver desde la antigüedad clásica?
Los dilemas siguen siendo los mismos, pero actualizados con los retos, incluso tecnológicos, y con las circunstancias políticas y sociales del momento. No obstante, al final, los retos tienden a ser los mismos. Efectivamente, somos lo que somos por lo que recordamos. En esta sociedad de bombardeo constante de información –yo mismo, que soy adicto a las noticias, siento que retengo cada vez menos–, creo que se hace muy difícil procesar y digerir los aconteceres, nuestra experiencia vital, que es lo que permanece en la memoria.
El constante entrar y salir de información deja huella, pero es una huella que no procesamos de forma adecuada para poder dar respuesta a las circunstancias. Me preocupa mucho esa especie de amnesia de presente constante. La gran paradoja es que existe un exceso de capacidad para documentar nuestra realidad. Sin embargo, es una documentación que nos permite estar todo el día tomando fotos, registrando el momento, aunque nada de eso permanece. Es un acto de registrar para luego caer en el baúl de los olvidos de los millones de vídeos, fotos y wasaps que nos enviamos y que nunca llegan a categorizarse ni a clasificarse.
¿La cultura líquida implica asimismo una memoria líquida? ¿Todos esos datos sirven para algo?
No sabemos distinguir lo que es importante de la banalidad, lo que es trascedente e importa que retengamos de lo que es basura digital o ruido. Ahí está también la capacidad sensorial del ser humano. Las generaciones más jóvenes, los nativos digitales, van a tener capacidad de hacer esa criba con más agilidad. Eso también significa que el ser humano tiene que cambiar neuronalmente para realizar esa criba, negociar toda la información para determinar qué es importante y abandonar el resto.
Arte, estética y tecnología. ¿Asistimos a un nuevo Renacimiento en el que convergen la mirada científica y la mirada artística?
Creo que sí. En los estudios florentinos del Renacimiento no había esa distinción entre arquitectos, astrónomos, artistas, pintores, etc. De alguna forma, todo convergía en una investigación sobre la realidad, la forma de entenderla y de poder utilizarla. Es la Ilustración, el movimiento ilustrado el que genera esta separación entre las artes y las ciencias que aún hoy sigue en auge, aunque tienden a converger.
Yo mismo, como artista, estoy colaborando bastante con científicos, con programadores que trabajan en mi estudio, pero además estoy trabajando con laboratorios en distintos proyectos, desde la cosmología computacional a la biología computacional, todo muy relacionado con la tecnología.
Este diálogo entre las artes y las ciencias es necesario, enriquece. No es tanto el futuro en sí como lo que ha sido siempre el ser humano. Estamos volviendo a un sistema en el que todas estas investigaciones, la observación detallada de la realidad, es como siempre el ser humano se ha relacionado con su entorno. De ahí nace un espíritu más colaborativo entre disciplinas.
La economía del exceso consagra un altar a la obsolescencia programada que esquilma recursos, ecosistemas y biodiversidad. Sin embargo, la tecnología también tiene la solución. ¿Por qué es tan complejo el equilibrio entre progreso y sostenibilidad?
Parte del problema está en la economía que hemos creado y que necesita generar obsolescencia acelerada para mantener el pulso del consumo: de electrodomésticos, de material electrónico, de automóviles, etc. Somos la primera generación de la historia de la civilización que tiene este paradigma de obsolescencia como una nueva realidad. Cuando éramos niños, las cosas duraban mucho más o, incluso, eran para siempre. Nuestros padres se pasaban los enseres de generación en generación. Ahora, cada dos años hay que tirar todo lo que tienes y comprar el modelo nuevo. Vivimos una cultura del exceso cuando el ser humano siempre ha lidiado con una cultura de precariedad: precariedad de cobijo, de alimentos, de recursos… Se las ha tenido que ingeniar.
Evidentemente, esto crea una frontera medioambiental muy problemática y muy difícil: estamos enganchados, yo diría que somos adictos porque, si no, no se puede explicar que tengamos un comportamiento tan autodestructivo hacia nuestro planeta, que, en el fondo, es decir hacia nosotros mismos. Creo que el despertar no lo vamos a tener nosotros en un acto de autoconciencia. De alguna forma, ya todos somos conscientes de ello… y seguimos. De ahí que entienda que es un tema de adicción. Va a ser el mismo planeta el que va a dar una sacudida y, como un ente vivo que es, va a exclamar: ¡hasta aquí hemos llegado!, ¡basta! Va a ser la única forma en la que lograremos parar.
“Vivimos una cultura del exceso y el ser humano siempre ha lidiado con una cultura de precariedad: de cobijo, de alimentos, de recursos. Se las ha tenido que ingeniar. Evidentemente, esto crea una frontera medioambiental muy problemática y muy difícil: estamos enganchados, yo diría que somos adictos porque, si no, no se puede explicar que tengamos un comportamiento tan autodestructivo hacia nuestro planeta, que, en el fondo, es decir hacia nosotros mismos”
¿El exceso de información que nos abruma puede desvirtuar nuestra percepción de la realidad?
Hay mucho ruido. Están saturados los canales perceptivos. Uno de los ejercicios que intento hacer como artista es estar atento al momento. Esencialmente, mirar por la ventana y observar la luz, las nubes, los pequeños detalles, esa maravillosa riqueza que nos ofrece la vida cotidianamente. Se nos ha olvidado prestar atención al momento, algo tan básico, importante y, por cierto, tan placentero.
Nos distrae el cacao mental cotidiano que produce un ruido continuo –tengo que llamar a esta persona, tengo que hacer otra cosa, ir a la farmacia, fulanito se ha enfadado conmigo…–. Siempre tenemos esta especie de ruido mental interior que no nos permite estar en el momento. Para mí, hacer arte es un ejercicio de estar en el momento y de invitar al público, cuando contempla ese arte, a estar en el momento delante de esa obra, y recibirla, pensarla, interactuar con ella. Concibo el arte como una herramienta casi diría terapéutica, que nos facilita volver a poner los pies en la tierra cuando esa tierra parece que son arenas movedizas.
En Turbulencias, la exposición que muestra actualmente la Galería Max Estrella en Madrid, aborda la indigestión informativa contemporánea, un torrente que alimenta a un bicho insaciable –el ente– que nos devora. ¿La información es como la gran teta que buscamos desesperadamente, nos amamanta, adormece e insensibiliza?
El arte creativo es una herramienta que tiene la cultura, la civilización, el colectivo para intentar procesar, pensar, reflexionar y, como señalas, sacudirnos y despertarnos. Por eso amo tanto el espíritu creativo en todas sus manifestaciones: literarias, musicales, teatrales, de todo tipo.
La sociedad que no puede procesar su entorno se vuelve psicótica. ¿Debe tener el arte una función terapéutica?
Absolutamente. Lo sé por mí mismo. Yo estaría ahora en un manicomio si no fuera por el arte (risas). La locura cotidiana es un sinvivir, intentas hacer veinte cosas y, al final, no haces ninguna. Cuando me siento a hacer arte es como bummmm… Me centro y hay algo muy terapéutico, muy placentero. Pasas a tener un estado de atención, a estar atento, y respondes al milagro de la creación que sucede ante tus ojos. La creación es algo milagroso, de la nada surgen cosas, a veces muy interesantes, otras no tanto, pero sigue siendo siempre un milagro que a mí me resulta enormemente terapéutico.
Asegura que la colisión entre el espacio digital y el espacio físico encarna el gran dilema humano. ¿Por qué?
Otro concepto tan antiguo que surgió en el principio de los tiempos. La difícil convivencia entre el espacio onírico, el espacio de los sueños y de la imaginación, de la fantasía, y la realidad del carbono, de lo matérico, de lo tangible… Esta doble realidad hoy se manifiesta a través de las pantallas, que para mí pertenecen al mundo de lo onírico, de la fantasía, de las ficciones que consumimos y que, en mi caso, creamos… Todos esos espacios virtuales, tecnológicos, que pertenecen al legado histórico del ser humano y su interés por explorar los mundos oníricos, la imaginación, los mundos de la mente. Esa convivencia entre un espacio y otro, que en la actualidad tiene que ver con la cultura de la imagen, pero que implica un dilema, una convivencia compleja y fascinante, es uno de los grandes temas del ser humano
En los espacios de transición, los denominados no lugares, por ejemplo, un aeropuerto, ¿necesitamos referentes iconográficos –arte– para no desorientarnos?
Cuando empecé a vivir en Los Ángeles, la ciudad de la industria de la imagen por excelencia, comencé a oír términos como espacio narrativo, es decir, arquitecturas creadas y construidas con imágenes. Esta arquitectura se podía ver en los movie sets (decorados de cine) o en los parques temáticos, como Disneylandia, que abrió en 1955. La idea de construir arquitectónicamente con imágenes, que luego se ha trasladado al mundo del retail y de los centros comerciales, diseña espacios físicos, pero de fantasía, que nos seducen con la imaginación.
Uno de los problemas que hay con los no lugares, cuando solo convivimos en esos no lugares, es que cuando salimos de nuestra adicción a los videojuegos –otro no lugar (hay gente que juega cuatro, cinco o seis horas al día)–, y luego nos vamos al centro comercial o a otros no lugares, estos espacios nos acaban de anestesiar. En los no lugares falta la rozadura con el mundo matérico. Mi trabajo tiene mucho que ver con ese roce entre lo onírico, lo virtual, lo digital y el mundo áspero, físico, matérico, del cuerpo, de la carne, el mundo de la sangre y del envejecimiento.
La resistencia, lo torpe, lo viejo, lo abandonado… ¿Qué le sugieren espacios urbanos como el paisaje de Detroit, emblema del denominado cinturón de óxido, tras el apocalipsis posindustrial?
No hay que irse tan lejos como Detroit. Podemos irnos a los barrios industriales donde yo tengo mis estudios en Madrid o el Downtown de Los Ángeles, zonas que están muy abandonadas y deterioradas, sobre todo a causa de la huida de la industria a China en las décadas de los 60, 70 y 80. En ese paisaje residual, envejecido y oxidado, quizás encuentro esa aspereza de la realidad a la que me he referido anteriormente, encuentro un reconocimiento de la arruga de la carne, del cuerpo que se deteriora y se hace mayor, con un espacio, un paisaje que también se hace mayor.
Me identifico con esos espacios. También yo me estoy haciendo mayor, en un par de años cumpliré 60 y, por tanto, esa frontera de la mortalidad me resulta cercana. Es algo que nunca pensaba de una forma seria cuando tenía 20 o 30 años. En los 40 empieza a asomarse y es un clásico que los artistas de más de 40 o 50 años de edad comienzan a trabajar su mortalidad de una forma directa.
Esos paisajes abandonados son paisajes que nos recuerdan el envejecimiento de todas las cosas, no solamente de nosotros, sino también de nuestras culturas, de nuestras ciudades, de la obsolescencia de todo. Aceptar esto es un acto de humildad. Y, al hilo de esta reflexión, aceptar el deterioro inevitable de las cosas es lo que produce nuestro enganche a lo nuevo, ese placer de comprarte el móvil recién sacado de la caja y quitarle el plastiquito, ouuuuuua, te hace sentir más joven, al menos durante unos meses porque, inevitablemente, el móvil se va rayando, se cae, deja de funcionar bien con una actualización… La vida nos recuerda que todo pasa.
En Shred (2021), plantea una crítica a la banalidad y la estética del criptoarte. Paradójicamente, esta obra no se vendió hasta que su galería de Nueva York la asoció con un NFT. ¿Asistimos a la desmaterialización del arte?
En efecto. Es uno de los temas que a mí me han interesado de los NFT: la desmaterialización total de la obra de arte, la licuefacción, volviendo a un término de Bauman, de la obra de arte.
Soy crítico ante esa desmaterialización porque, para mí, el placer que me genera ver una obra de arte física, con toda su textura, toda su materialidad, incluyendo la materialidad digital porque, hoy, lo digital puede tener una materialización, creo que produce una riqueza de la experiencia del público que, de alguna forma, se puede perder cuando se queda como algo que se puede contemplar únicamente en una pantalla.
No estoy necesariamente cerrado a los NFT, lo que sí sé es que paso demasiado tiempo delante de esta pantalla, la que estoy utilizando ahora mismo para comunicarme contigo, y estoy más interesado en sacar el mundo de esta pantalla a mi realidad, más que zambullirme en este espacio digital a través de la realidad virtual y de otras tecnologías. Lo que quiero es que el espacio digital salga aquí y tenga esa convivencia que, como digo, está siempre presente en mi trabajo.
En ese sentido, si los NFT pudieran tener una manifestación física interesante, no estoy cerrado a ellos, aunque todavía soy una criatura de lo físico y lo matérico, posiblemente la gente 30 años más joven que yo eso ya lo han abandonado por completo y no tienen ningún problema.