Texto y fotos: ARTURO DE FRÍAS
Llevo 20 años fotografiando los hábitats más remotos y más extremos del planeta, y las especies animales más amenazadas. Disfruto fotografiando cualquier animal y cualquier paisaje, pero tengo mis preferencias: las regiones polares, los océanos (en especial, cetáceos y tiburones), la fauna española (en especial el oso, el lobo y el lince), y África (continente que he visitado más de 20 veces).
Mis imágenes se han publicado en libros, periódicos y revistas de muchos países, incluidos Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Brasil, Japón y España. También he publicado en National Geographic, en su edición española. He publicado cinco libros de fotografía de gran formato: Reino animal (2014), España salvaje (2015), África, continente de luz (2016), Mundos de hielo (2018) y Siete océanos (2019).
He sido ganador o finalista de importantes concursos fotográficos: MontPhoto (ganador de categoría, 2018), FotoFIO (ganador de categoría, 2015), Bird Photographer of the Year (finalista, 2018, 2017 y 2016), AEFONA (subcampeón de categoría, 2019), Memorial Félix (finalista 2016), Fine Art Photography Awards (mención de honor 2016) o International Photographer of the Year (Finalista 2015). Pero por encima de todo esto, lo más importante, para mí, es la finalidad de mi fotografía.
Me gusta pensar que con mis imágenes contribuyo, aunque sea modestamente, a dos grandes finalidades. Por un lado, a que muchas personas, sobre todo los más jóvenes, se enamoren de la naturaleza, y, por tanto, la protejan durante su vida. Por otro, mi fotografía es 100% solidaria. La totalidad de los ingresos por ventas de mis libros y mis imágenes se han donado, y se seguirán donando en el futuro, a la ONG Aldeas Infantiles.
Gracias al generoso apoyo de personas como tú, mis libros e imágenes de na turaleza han donado más de 140.000 euros a Aldeas Infantiles, mejorando la vida de miles de niños de todo el mundo.
Decía Jacques Cousteau que “el hombre solo cuida lo que ama, y solo ama lo que conoce”. Esta sencilla frase es para Arturo de Frías la auténtica quintaesencia de la conservación.
Vivimos en un planeta que es maravillosamente bello, pero que, a la vez, tiene gravísimos problemas: el vertiginoso crecimiento de la población mundial, unido a la adopción de modelos insostenibles de consumo, principalmente en el mundo occidental, ha provocado como es bien sabido la quema acelerada y casi descontrolada de combustibles fósiles, sobre todo durante los últimos 200 años.
La consiguiente emisión de gases de efecto invernadero está cambiando el clima del planeta. Esto es un fenómeno que está a la vista de todos, y que ya nadie mínimamente informado se atreve a negar.
Pienso que todos tenemos el deber moral insoslayable de actuar. Todos y cada uno de nosotros. Hasta muy recientemente hemos sido la generación que mejor ha vivido, y que más recursos ha consumido, de toda la historia de la humanidad. Todos tenemos el deber moral de ceder el planeta a las siguientes generaciones en un estado igual o mejor que cuando nuestros padres nos lo cedieron a nosotros.
Recuerdo el enorme impacto que tuvo en mí el documental Una verdad incómoda, estrenado en Estados Unidos en 2006, pero que yo no vi probablemente hasta 2010. Se trata de un documental sobre los efectos devastadores del cambio climático.
El ex vicepresidente norteamericano Al Gore muestra un contundente y preocupante retrato de la situación del planeta, amenazado por el calentamiento global provocado por las ingentes emisiones de CO2 por parte de la acción del hombre. Un documental cuya leyenda reza: “De lejos la película más aterradora que verá jamás”.
Reflexionando sobre los impresionantes mensajes, decidí que yo también tenía que ayudar en esta cruzada. Pero no sabía cómo. Obviamente, no soy un político. Ni un gran empresario. Ni una persona de gran tirón mediático, como un actor, un deportista o un músico. No daba con la solución.
El oso polar que cambió mi vida
Y como suele pasar, mientras yo buscaba dar con la solución la solución dio conmigo. Porque en los tres años siguientes, me ocurrieron dos cosas que cambiarían mi vida: conocer el Ártico y la llegada de las redes sociales.
En 2011 realicé mi primer viaje al Ártico. A bordo de un rompehielos, circunnavegué durante casi 2 semanas la isla de Spitsbergen, en el archipiélago de Svalbard. Este archipiélago noruego es probablemente el mejor lugar del mundo para tener una experiencia ártica de primer nivel, al alcance de casi todos los bolsillos. Svalbard está muy al norte: en la mayoría de las circunnavegaciones a la isla se logra cruzar el paralelo 80 norte. Esto quiere decir que solo hay unos 1.100 km hasta el Polo Norte a través del helado océano Ártico. De hecho, solo hay dos lugares en el planeta que sean más septentrionales que la costa norte de Svalbard: la costa norte de Nunavut, en Canadá, y la costa norte de Groenlandia.
Durante aquella expedición, hice una foto que tendría una influencia inmensa en mi vida. Fotografié un soberbio ejemplar de oso polar, congelando –nunca mejor dicho– su movimiento en medio de un salto entre dos icebergs.
Cuando volví a España y pude ver aquella imagen en una pantalla grande de ordenador, no me podía creer la belleza que estaba observando. Un retrato magnífico, estremecedor, lleno de energía, de una de las especies animales más bellas del planeta. Una especie que es, además, a pesar de toda su fuerza y potencia como el mayor depredador terrestre del planeta, una de las más afectadas por el cambio climático.
Probablemente, en aquel mismo momento, en mi cabeza se formó una idea. Yo tenía que publicar un libro de fotografía de naturaleza. Y aquel oso polar iba a ser mi portada.
Simultáneamente, empezaron a popularizarse en España las redes sociales. Yo he usado bastante Facebook y, fundamentalmente, Instagram. Cuando empecé a subir algunas de mis imágenes de naturaleza, me sorprendió la magnífica acogida que tuvieron entre cientos de personas que yo ni conocía. Este era el último empujoncito que necesitaba. Así que, poco después, en Navidad de 2014, vio la luz mi primer libro de fotografía, Reino animal, con el oso polar como portada.
Y en los siguientes cinco años he desarrollado una actividad fotográfica y editorial enfebrecida, publicando otros cuatro libros de fotografía de naturaleza: España salvaje (2015), África, continente de luz (2016), Mundos de hielo (2018) y Siete océanos (2019). Lo cual me lleva de nuevo a la frase con la que abríamos el artículo: “El hombre sólo cuida lo que ama, y sólo ama lo que conoce”.
Todos sabemos que hay un cambio climático, que hay que adoptar modelos de consumo más sostenibles, que quemar combustibles fósiles es casi un suicidio lento. Pero a la hora de aceptar los pequeños sacrificios, las pequeñas incomodidades que esos cambios supondrían, muy pocos asumen su responsabilidad.
Porque el razonamiento frío no hace cambiar a las personas. Es necesaria la emoción. Yo quiero creer que mis imágenes pueden ayudar. Impactando. Emocionando. Conmoviendo. Y con ello, ayudando a muchas personas, sobre todo a los más jóvenes, a enamorarse de la naturaleza y, por tanto, a que decidan protegerla toda su vida.
Los momentos más intensos de la fotografía al servicio de la conservación
La fotografía de naturaleza me ha regalado algunos de los momentos más intensos de mi vida. En 2019, de nuevo en Svalbard, mientras observábamos un enorme oso polar patrullar por el borde de la banquisa, no nos dimos cuenta que las corrientes habían acercado nuestra zodiac, que tenía el motor parado para no molestar al animal, demasiado cerca del hielo oceánico.
El oso cambió su aspecto en una milésima de segundo: de tranquilo paseante a temible depredador, de 200 kilos de peso y tres metros de altura, con mirada ansiosa, la cabeza baja, y a punto de saltar. Afortunadamente, el guía corrigió la deriva, el oso nunca saltó, y todo se saldó con unos instantes en los que el guía y yo nos empapamos de sudor frío. Debo reconocer que pasé un miedo atroz… pero eso se olvida. A cambio, conseguí unos primeros planos de oso polar que probablemente nunca más consiga igualar, y que uso invariablemente en todas mis charlas de fotografía.
“Fotografié un soberbio ejemplar de oso polar, congelando –nunca mejor dicho– su movimiento en medio de un salto entre dos icebergs”
El grosor del hielo Ártico ha disminuido un 40% durante los últimos 30 años El nivel del mar ha aumentado 19 centímetros desde 1901
También a principios de 2019 me encontré cara a cara con uno de los seres más grandes del planeta: un cachalote. Esto fue durante una expedición a Dominica, una pequeña islita en las Antillas Menores. En Dominica –no confundir con República Dominicana–, si se cuenta con un permiso especial que el Gobierno de la isla emite con cuentagotas, es posible nadar muy cerca de los cachalotes. Y si se tiene mucha suerte, como yo tuve ese día, te puedes encontrar a menos de 10 metros de un cetáceo que puede llegar a medir 16 metros y pesar 40 toneladas.
“Para colmo de felicidad, el cachalote no solo me vio, también me habló”
Por cierto, para colmo de felicidad, el cachalote no solo me vio, también me habló. Los cachalotes se comunican y se orientan emitiendo series de clics, y aquel gigante algo me debió preguntar porque me roció con clics que atravesaron mi cuerpo y retumbaron en mi caja torácica.
El año anterior, a finales de 2018, me uní a una expedición que tenía un objetivo que puede parecer suicida por lo temerario: nadar en invierno con orcas. Viajé a los fiordos del norte de Noruega, en noviembre, con una temperatura de 5-10 grados bajo cero en la superficie, y 2-3 grados sobre cero en el agua. Allí, casi sin luz diurna, y en unas aguas oscuras y heladas, nos pasábamos todos los días varias horas nadando en el fiordo intentando fotografiar orcas. Las orcas son enormes depredadores, de más de 10 metros de largo, capaces de matar tiburones blancos.
En realidad, la misión era mucho menos temeraria de lo que parece, y para nada suicida. Las orcas son mamíferos dotados de una enorme inteligencia y saben perfectamente que somos humanos y no estamos en su menú. Nunca jamás en la historia se ha producido un ataque de orca a un ser humano. Eso no quita que la primera vez que vi subir un enorme macho de las profundidades del fiordo, estuviese tan asustado que me olvidé de fotografiarlo. Afortunadamente, tras el macho vino nadando la hembra, con un pequeño bebé orca muy pegadito a su tripa. A ellos sí les pude hacer unas imágenes inolvidables.
El océano es por supuesto uno de los hábitats más bellos del planeta (como dice la famosa frase de Arthur C. Clarke, “qué extraño llamar a este planeta Tierra cuando claramente debía llamarse Océano”). Me gusta mucho la fotografía submarina y una de las actividades que más disfruto es bucear con tiburones.
El tiburón es probablemente la especie animal más incomprendida del planeta. Estadísticamente, los tiburones solo son responsables de una media de 2 muertes de seres humanos al año. Solo 2. Comparado con los miles de millones de veces que los seres humanos nos sumergimos en los dominios del tiburón… la probabilidad de ataque es prácticamente cero. A cambio, se calcula que matamos unos 100 millones de tiburones al año, la gran mayoría simplemente por su aleta, como ingrediente de la infame, e insípida, sopa de aleta de tiburón.
He buceado con muchas especies de tiburón, en muchos mares del planeta: tiburón tigre, tiburón toro, tiburón martillo gigante, tiburón de arrecife, tiburón de puntas negras y de puntas blancas, tiburón oceánico, tiburón leopardo, tiburón guitarra, tiburón nodriza, tiburón limón, tiburón azul… incluso tiburón blanco. Salvo este último, que lo fotografié protegido por una jaula, con todas las demás especies he buceado sin protección alguna.
A veces, he buceado en medio de auténticas nubes de tiburones. Y nunca he notado ninguna hostilidad, ni postura de ataque, ni he sentido sensación de peligro. En una ocasión en la que un tiburón tigre, un auténtico coloso de más de cuatro metros de longitud, se acercó a menos de un metro de mí.
También en España he vivido momentos absolutamente inolvidables. Un magnífico oso pardo cantábrico, mirándome fijamente, a menos de 100 metros de distancia, en Asturias,
En La Mancha, una elegantísima hembra de lince bebiendo de una charca a pocos metros de mi escondite fotográfico (en el que estaba desde antes de que amaneciera).
Encontré, en las cumbres de Gredos, la estruendosa batalla de dos machos cabríos disputándose los derechos a procrear con el harén.
En los Montes de Toledo, la reina de las águilas, la majestuosa Águila Imperial, aterrizando con las alas desplegadas, a pocos metros de mi escondite.
En aguas del Golfo de Vizcaya, un elegante tiburón azul, o tintorera, nadando bajo mis pies. Un lobo ibérico de intensos ojos amarillos, mordiendo el cuello del desafortunado corzo. Y muchos más…
He proyectado todas estas imágenes –el oso polar, el cachalote, la mamá orca y su bebé, el tiburón tigre, la pelea de machos cabríos, el oso pardo, el lince…– en incontables ocasiones, con motivo de presentaciones de libros, ponencias en congresos, reuniones de clubs de fotografía, en colegios. Invariablemente, generan en la audiencia exclamaciones de sorpresa, murmullos de alegría. Al oír esas exclamaciones siento que he aportado mi granito de arena.
Y mucho más cuando alguna amiga con hijos pequeños me dice: “Mis hijos ven tu libro todas las noches”; “cada noche, les hablo de un animal”; “lo tienen destrozado… Ya se le caen la mitad de las páginas”.
Mi cámara fotográfica al servicio de la conservación
Por último, me gustaría añadir que, además de trabajar para la conservación de la naturaleza, mi fotografía es 100% solidaria. Desde que en 2014 publiqué Reino animal, la totalidad de los ingresos por ventas de mis libros y mis imágenes se ha donado, y se seguirá donando a Aldeas Infantiles SOS.
Gracias al generoso apoyo de miles de amigos que han comprado mis libros, he donado más de 140.000 euros a Aldeas Infantiles. Una manera de mejorar la vida de cientos de niños de todo el mundo.
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