El sábado 31 de julio hubo un acto, organizado por la Alcaldía de Miami, que podría constituirse en un hito de la política latinoamericana de los próximos tiempos: miles de manifestantes, acudieron a una convocatoria que se prolongó por varias horas, en Bayfront Park.
Asistieron cubanos, nicaragüenses, venezolanos y centenares de personas de otros países latinoamericanos. El eslogan del encuentro fue “Abajo las cadenas”. En los discursos de los oradores, en los documentos que circularon y en la comprensión de quienes asistieron quedó clara una idea: puesto que la relación entre las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela es más que una simple alianza, la lucha por las libertades en los tres países, no puede continuar como hasta ahora: separados unos de otros.
Seis semanas antes, el 23 de junio, ocurrió un hecho que ha pasado inadvertido a pesar de su gravedad: el general Sergei Shoigu, ministro de la Defensa de Vladimir Putin, ratificó el apoyo de Rusia a las dictaduras de Miguel Díaz Canel, Daniel Ortega y Nicolás Maduro ante supuestas “amenazas externas”. Que haya sido un militar y no un diplomático el vocero de ese compromiso, no admite dudas en su significado. Si el club de los tres dictadores lo considerara necesario, Rusia intervendría militarmente para proteger a estos regímenes del avance de quienes luchan por la democracia. ¿Significa eso, por ejemplo, que llegarían al extremo de intervenir con soldados y dispararles a los manifestantes?
Creo que es fundamental un salto cualitativo en la estrategia de los demócratas. Debo subrayar que los acuerdos entre los tres países van mucho más allá de lo que se conoce como alianza y que en los hechos se denominan pactos entre poderes delincuentes. La característica común es su opacidad y el manejo de operaciones al margen de la ley.
Para comenzar, hay que decir que los intercambios entre los tres regímenes no se limitan a la esfera económica, las declaraciones políticas y los apoyos diplomáticos. Las tres dictaduras, y esto es lo fundamental, asumen que los tres países forman parte de la misma territorialidad política. Parten de un principio que supera las diferencias históricas, geográficas y culturales, que desconoce los principios de Nación y Soberanía y que según el cual los tres son partes de un régimen supranacional, cuyo destino es común: sobreviven todos o se derrumban los tres.
Así lo comprenden numerosos expertos en política exterior de Estados Unidos; así lo asumen las dictaduras del zar Putin y del emperador Xi Jinping, y también sus irresponsables aliados –como la inmediatista y errada política exterior de España hacia los tres países, doblegada a los intereses de Podemos, las izquierdas borbónicas, Rodríguez Zapatero y otros agentes de la izquierda internacional–.
A cambio de servirles como plataformas para su estrategia de penetración en América Latina, China y Rusia han trabajado y trabajarán para que las dictaduras se mantengan. No pueden aceptar que alguna se derrumbe. Saben que detrás vendría el fin de las demás. En este punto, el zar y el emperador están plenamente de acuerdo.
Yerran, de palmo a palmo, los que han sugerido que para las dos potencias enemigas de la democracia impulsar el diálogo y la salida electoral es una opción, con respecto a los tres países. Es justo lo contrario. Para sus intereses es vital que las cosas se mantengan como están, especialmente ahora, con el triunfo del comunista Pedro Castillo en las elecciones de Perú, a lo que se suma la cada vez más la evidente radicalización de Alberto Fernández, en Argentina, y de López Obrador, en México.
Tal como lo ven desde China y Rusia, pero también desde Irán, Bielorrusia, Turquía y otros aliados, este es un momento para empujar y arremeter, y no para entregar ninguna de las parcelas territoriales que tienen bajo pleno control.
En los tres regímenes, ahora mismo, la preocupación está centrada en el curso que podrían tomar las cosas en Cuba. Entienden que las protestas han dejado secuelas políticas significativas y han puesto en evidencia una realidad que tiene un peligroso potencial: se ha producido un salto político. Se ha masificado y extendido el reclamo por la libertad.
Los ciudadanos ya no se conforman con tener acceso a combustible, a medicamentos y alimentos. Han entendido que la vida a la que aspiran no puede lograrse en un régimen que concentra el poder, las decisiones y cada paso que se produce en la isla.
Hay hartazgo y una visión de libertad en el horizonte. Como se ha dicho, la mayoría del pueblo cubano ha dejado de creer en la retórica y en las promesas del castrismo desfalleciente. Los cubanos, puede afirmarse, quieren otra vida, que solo será posible si se supera al castrismo que ha sometido las vidas de varias generaciones, por más de 62 años.
Por eso, el acto de Miami al que me referí al comienzo de este artículo, guarda una simbología de tanta proyección. Las luchas de los demócratas en los tres países, no pueden continuar aisladas, unas de otras.
Deben interconectarse y prestarse apoyo en todos los terrenos donde sea posible. Juntos no solo pueden lograr más apoyos en el ámbito internacional, sino también solicitar una mayor contundencia de parte de Europa, Estados Unidos y otros países, ante la aberrante y diaria violación de los derechos humanos en Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Lea también en Cambio16.com: