Dudo, en ocasiones, que la edad sea justa, y no tanto porque nos aleje del punto de partida para asomarnos al balcón del final, sino porque nos deforma el juicio con el que examinamos la realidad. En cambio, no tengo dudas en afirmar que he sido y, lo peor, sigo siendo testigo de transformaciones sociales y antropológicas inimaginables hace tan sólo cuatro décadas, cuando una cabina de teléfono era una cabina y un político no era un narcisista de primera necesidad.
Cuando observo, entre el pánico ambiental y la rutina de lo absurdo a dónde estamos llegando, solo puedo concluir que pensar críticamente y hacer oficio de ese pensamiento es un deporte de riesgo entre tanta mediocridad.
La democracia igualitarista del mediocre lleva a nivelar a todos acomodaticiamente, porque el mediocre solo sabe organizarse en torno a más mediocres. El mediocre es un ser que no quiere destacar, que busca refugio en la tribu de mediocres que se retroalimentan, que encuentra mayor auxilio en un libro de autoayuda que en un libro de filosofía.
El mérito, el esfuerzo y la capacidad han sido derrocados por la trama del nepotismo del idiota, que juega a eso, a ser idiota, y a comportarse como un borracho desbocado a la puerta de una taberna. Sienten orgullo de ser mediocres, cuando debería darles vergüenza. Algunos casos son patológicos y requieren un tratamiento específico. Porque ser mediocre se convirtió en una forma de vida, cómoda y rentable, que convierte lo evitable en inevitable, y lo inaceptable en aceptable. La morfina de la mediocridad sume al tonto en un estado de bienestar perdurable, sin temor a represalias. El mediocre consume palabras vacías, lenguaje insulso, convenciones semánticas que atacan el más básico instinto racional. Son los mediocres los verdaderos ultras de la sociedad. Y todavía no lo saben.
Nadie dijo tampoco que fuera a ser fácil en pleno siglo XXI, en un país plagado de envidiosos y mendaces que ven en el beneficio, delito, y en el mérito, estigma. Así también la política en la era de la nueva anormalidad.
En este momento, la política se ha convertido en un espectáculo mediático para convencidos. Y no hay día que no se quiera quemar en una hoguera, de pura vanidad, a quien ha pretendido disentir, para huir del determinismo político que caracteriza a nuestros partidos políticos. A nuestra manera, volvemos en el momento de máxima fluidez tecnológica a las sombras de esa Edad Media donde el hombre no era más que un subproducto del miedo y de la cobardía. Reivindicar en el momento presente ese humanismo liberal y el pensamiento reflexivo y crítico no es quimera sino una necesidad de primer orden.
Pues bien, en este instante pandémico de la historia en el que la razón ha sido derrotada, la verdad ha sido desterrada y la certidumbre ha sido condenada, en este rincón en el que la aparente luz de las redes sociales no hace sino apagar la otra luz, la de las conciencias, habrá que volver a invocar a la razón pura, al esfuerzo y al conocimiento como instrumentos de despegue hacia una nueva realidad. Para eso, habría que empezar por leer. Hoy y ahora.
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